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Nuestro interés por los exiliados de los países del Este no obedece a una simple necesidad de saber, ni a una manifestación de solidaridad. Lo que ocurre en los países del Este nos toca en el corazón y en las entrañas. También nosotros estamos en juego en cuanto allí sucede. Todo lo que allí pasa nos concierne, repercute en nuestras perspectivas, los objetivos de nuestra lucha, la teoría, el combate y nuestras maneras de actuar.

Me disculpo de antemano si algunas de las cosas que voy a decir son brutales y esquemáticas: sin los necesarios matices. Pero de un tiempo a esta parte se ha comenzado a hablar de la “crisis del marxismo”. Y no debemos tener miedo: ciertamente el marxismo está en crisis, y esta crisis es manifiesta. La ven y la sienten todos: en primer lugar, nuestros adversarios, quienes hacen lo posible por sacar el mayor provecho. En cuanto a nosotros, hacemos algo más que verla: la vivimos. Y desde hace tiempo.

¿Qué entiendo por crisis del marxismo? Un fenómeno contradictorio que debe pensarse a escala histórica y mundial, y que obviamente rebasa los límites de la simple “teoría marxista’’; un fenómeno que concierne al conjunto de las fuerzas que toman al marxismo como punto de referencia, a sus organizaciones, sus objetivos, su teoría, su ideología, sus luchas, la historia de sus derrotas y sus victorias.

Es un hecho: ya no es posible hoy en día pensar conjuntamente, de una parte, el octubre de 1917, el extraordinario papel liberador de la revolución de los Soviets, Stalingrado, y por otra los horrores del régimen stalinista y el sistema opresivo de Breznev. Los mismos compañeros de la Mirafiori decían: si no se puede, como antes, pensar conjuntamente presente y pasado, quiere decir que en la conciencia de las masas ya no existe un ideal realizado, una referencia viva para el socialismo. Este hecho, en apariencia tan simple, ha sido registrado y traducido por las repetidas declaraciones de los dirigentes comunistas occidentales: “No existe un modelo único” para el socialismo. Se trata de una comprobación y no de una respuesta a la pregunta de las masas. En realidad, ya no se puede pensar la situación actual contentándose con decir que “hay diversas vías hacia el socialismo”. Pues en últimas, es imposible evadir este interrogante: ¿quién garantiza que “el socialismo de las otras vías” no conduzca al mismo resultado?

Una circunstancia particular hace todavía más grave la crisis que vivimos. No sólo algo se ha “roto” en la historia del movimiento comunista, no sólo la Unión Soviética ha “pasado” de Lenin a Stalin y Breznev, sino que los partidos comunistas, organizaciones de clase que se dicen marxistas, no se han explicado todavía esta dramática historia: ¡y esto, veinte años después del XX Congreso! No han querido hacerlo, no han podido hacerlo. Detrás de sus reticencias y sus rechazos políticos, detrás de las fórmulas irrisorias repetidas hasta el cansancio (“el culto a la personalidad”, “la violación de la legalidad socialista”, “el retraso de Rusia”, para no hablar de la afirmación: “la Unión Soviética tiene todo lo necesario para la democracia, sólo hay que esperar un poco”) surge algo todavía más grave: la extrema dificultad (y la conocen todos los que trabajan seriamente en este campo) y tal vez, en el estado actual de nuestros conocimientos teóricos, la casi imposibilidad de ofrecer una explicación marxista realmente satisfactoria de una historia que no obstante se ha hecho en nombre del marxismo. Si esta dificultad no es un mito, significa que vivimos en una situación reveladora de la debilidad, y quizás de elementos de crisis, en la teoría marxista.

Creo que este es el punto adonde tenemos que llegar. A condición de tomar el concepto de ‘teoría marxista” en el sentido extenso, pleno: no en la acepción abstracta y limitada del término, sino en el sentido materialista, marxista, de la palabra, según el cual “teoría” designa el asumir los principios y conocimientos en la articulación de la práctica política, en sus dimensiones estratégicas y organizativas, en sus objetivos y medios. En el sentido en que, hace ya ocho años, Fernando Claudín hablaba de “crisis teórica”, para designar la crisis del movimiento comunista internacional; en el sentido en que Bruno Trentin evoca algunos problemas de organización como cuestiones de dimensiones y alcance teórico. Es en este sentido, profundamente político, que me parece inevitable hablar hoy de crisis del marxismo. El resquebrajamiento de las certezas heredadas de una larga tradición, la de la II y luego de la III Internacional, los efectos ideológicos y teóricos de la crisis manifiesta (escisión entre China y la URSS) y encubierta (entre los partidos comunistas occidentales y la URSS), el abandono solemne o silencioso de principios (como la “Dictadura del proletariado”) sin una razón teórica confesable, la diversidad de las preguntas y las respuestas, la confusión de los lenguajes y de las referencias, traicionar; y enuncian la existencia de dificultades críticas de la propia teoría marxista, de una crisis teórica del marxismo.

En esta situación, dejando aparte las especulaciones de los adversarios, es posible distinguir, muy esquemáticamente, tres formas de reaccionar.

La primera, característica de algunos partidos comunistas, consiste en cerrar los ojos para no ver, y callar: oficialmente el marxismo no conoce crisis alguna, son los enemigos quienes la han inventado. Otros partidos intentan salvar lo salvable, toman distancias pragmáticamente frente a algunos puntos específicos, frente a otros “abandonan” esta o aquella formula “embarazosa”, pero salvan las apariencias: no llaman a la crisis por su nombre. La segunda forma consiste en padecer el desgaste de la crisis, vivirla y sufrirla mientras se continúan buscando motivos reales de esperanza en las fuerzas del movimiento obrero y popular. Ninguno de nosotros escapa a esta reacción, acompañada de grandes interrogantes e inquietudes. Pero no es posible vivir mucho tiempo sin un mínimo de perspectiva y reflexión sobre un fenómeno histórico de esta importancia: existe la fuerza del movimiento obrero, y existe de verdad, pero no puede por sí sola suplir la falta de perspectiva e interpretación.

La tercera forma de reaccionar ante la crisis es tomar una perspectiva histórica, teórica y política suficiente para tratar de descubrir, aunque no es fácil, el carácter, el sentido y el alcance de esta crisis. Si se acierta, es posible también cambiar de lenguaje. En vez de comprobar: “El marxismo está en crisis”, decir: “¡Por fin ha estallado la crisis del marxismo! ¡Por fin se ha hecho visible! por fin, en la, crisis y de la crisis, puede surgir algo vital!”.

No es una paradoja, ni un modo arbitrario de voltear las cartas. Pienso que la crisis del marxismo no es un fenómeno reciente, no data de estos últimos años, y ni siquiera de la crisis del movimiento comunista internacional, inaugurada públicamente con la ruptura entre China y la URSS y agravada por las “iniciativas” de los partidos comunistas internacionales. Ni siquiera del XX Congreso del PCUS. Si bien el fin de la unidad del movimiento comunista internacional la hizo evidente, en realidad la crisis tenía raíces mucho más lejanas.

Si explotó, si se hizo visible, es que se escondía desde hace tiempo, bajo formas que le impedían explotar. Era, por lo tanto, una crisis “bloqueada” bajo el manto de la ortodoxia de parte de un impresionante aparato político e ideológico. A excepción de los breves años de los Frentes populares y la Resistencia, puede decirse, muy esquemáticamente, que para nosotros la crisis del marxismo se ha condensado y fue contemporáneamente sofocada, en los años treinta. Es en esos años cuando una línea y en prácticas impuestas por la dirección histórica el marxismo fue bloqueado y fijado en fórmulas “teóricas”, del stalinismo. Al arreglar los problemas del marxismo a su modo, Stalin impuso “soluciones” que tuvieron como resultado bloquear la crisis que provocaban y reforzaban. Al hacer violencia a lo que era el marxismo, en su apertura y también en sus dificultades, Stalin provocó de hecho una profunda crisis en la teoría, y a la vez la bloqueó y le impidió salir a la luz.

La situación que vivimos hoy presenta esta ventaja: después de largas y dramáticas vicisitudes, esta crisis finalmente estalló, y en condiciones tales que le permite al marxismo una nueva vitalidad. No en el sentido de que toda crisis trae consigo, de por sí, la promesa de un futuro y de una liberación. Bajo este aspecto sería falso remitir el estallido de la crisis del marxismo solamente al trágico proceso que desembocó en la ruptura del movimiento comunista internacional. Vemos también el otro aspecto: la capacidad de un movimiento de masas obrero y popular sin precedentes, que dispone de fuerzas y potencialidades históricas nuevas. Si podemos hoy hablar de crisis del marxismo en términos de posible liberación y renovación, es por la fuerza y la potencialidad histórica de este movimiento de masas.

Pero esta liberación del marxismo nos obliga a transformar nuestra manera de relacionarnos con ese movimiento y, en consecuencia, con cuanto ocurra dentro del marxismo mismo.

No podemos de ningún modo contentarnos con resolverlo todo, adjudicándole la responsabilidad a Stalin. No podemos considerar nuestra tradición histórica, política y también teórica como herencia pura, deformada por un individuo de nombre Stalin, o por el período histórico en que él ha dominado —y que por lo tanto bastaría volver a recoger en su “pureza” precedente. En el curso de esta larga prueba, cada vez que unos y otros volvimos en los años sesenta “a las fuentes”, cuando releímos a Marx, Lenin y Gramsci para encontrar el marxismo vivo que las fórmulas y las prácticas stalinistas habían sofocado, unos y otros, cada cual a su manera y también con nuestras diferencias, hemos debido rendirnos ante una evidencia. Ante el hecho de que nuestra tradición teórica no es “pura”. Que, contrariamente a la apresurada definición de Lenin, el marxismo no es un “bloque de acero”, sino que conlleva dificultades, contradicciones y lagunas, que también, a su nivel, han contribuido a esta crisis, como ya lo habían hecho a la II Internacional y en vida de Lenin, al inicio de la III.

Por todo ello estaría tentado a decir: nos hallamos hoy ante la necesidad vital de revisar muy de cerca cierta idea que nos hemos hecho, en la historia y en las luchas, de nuestros autores; de Marx, de Lenin y de Gramsci —una idea basada en la exigencia de unidad ideológica de nuestros partidos, con la que hemos vivido largo tiempo y con la que continuamos viviendo, todavía. Nuestros autores nos han dado un conjunto de elemeneos teóricos sin precedentes, inestimables, pero recordemos las lúcidas palabras de Lenin: Marx “sólo nos ha proporcionado las piedras angulares...”. Lo que nos ha dado no es un sistema total, unificado y concluido, sino una obra que conlleva principios teóricos y analíticos sólidos, y junto a ellos dificultades, contradicciones y lagunas. No hay por qué asombrarse. Si nos han dado el comienzo de una teoría de las condiciones y de las formas de la lucha de clases en las sociedades capitalistas, sería insensato creer que podría ser “pura” y completa desde sus orígenes. Por otra parte, ¿qué puede significar para un materialista, una teoría pura y completa? ¿Y cómo podría una teoría de las condiciones y de las formas de la lucha de clases, escapar a la lucha de clases, a las formas ideológicas dominantes bajo las que nació, y a su contagio, en el curso de la historia política e ideológica? Esa teoría sólo puede liberarse a condición de una lucha sin fin. Y por último, nuestros autores, quienes se adentraron en un terreno desconocido, eran, cualesquiera fuesen sus cualidades, hombres como nosotros: buscaban, dudaban, expuestos a los equívocos, a los retrocesos, a los avances y a los errores de toda investigación. No hay que asombrarse si su obra conlleva dificultades, contradicciones y lagunas. Es muy importante tomar hoy conciencia de estos hechos, y asumirla plena y lúcidamente, para extraer las consecuencias que están a nuestro alcance, para iluminar aspectos de la crisis que vivimos, para reconocer su naturaleza liberadora, y medir la ocasión histórica que se nos ofrece, si sabemos llegar a una enmienda. Ya que algunas de las dificultades de Marx, Lenin y Gramsci remiten a algunos nudos gordianos de la crisis que vivimos.

Daré muy esquemáticamente algunos ejemplos.

En el mismo Marx —es decir, en El Capital—, comenzamos a descubrir muy claramente que la unidad teórica impuesta por el orden de exposición es en gran parte ficticia. Uno de los efectos más sensibles de esta unidad —manifiestamente impuesta a El Capital por la idea muy determinada que Marx tenía, en parte bajo la influencia de Hegel pero no sólo por esto, de la unidad que debe presentar una teoría para ser verdadera—, procede de lo que puede llamarse la presentación “contable” de la plusvalía (en la famosa ecuación: V = c + v + p, en donde V significa valor, c capital constante, v capital variable y p plusvalía) que en la práctica fue interpretada como una teoría acabada y completa de la explotación. Ahora bien, esta interpretación contable de la explotación —como la teoría cuasi ricardiana, es decir, también contable, del valor de la fuerza de trabajo—-, ha venido a constituir en la historia del movimiento obrero un obstáculo teórico y político para llegar a una justa concepción de las condiciones y las formas de la explotación. Estas interpretaciones (de la plusvalía y del valor de la fuerza de trabajo) han contribuido, por una parte, a que se separen en la lucha de clases la lucha económica y la lucha política; por otra, a una concepción restrictiva de ambas, que a partir de un determinado momento, ha frenado y que frena hoy claramente la ampliación de las formas de la lucha obrera y popular.

Hay, es claro, otras dificultades en Marx. Ninguna puede ser abordada sin afrontar al mismo tiempo el problema de la filosofía marxista; que yo prefiero denominar el problema de la posición marxista en filosofía. Es de conocimiento general que Marx no ha rucho nada explícito al respecto, que Engels no fue siempre feliz en sus formulaciones, que debemos a Lenin lo mejor y lo peor; como quiera que sea, la cuestión resultó bloqueada en los años treinta en las tesis del dogmatismo oficial.

Otro ejemplo. En Marx y en Lenin hay dos lagunas de gran alcance: una sobre el Estado, la otra sobre las organizaciones de la lucha de clases. Hay que decirlo: no existe una “teoría marxista del Estado”. Esto no significa que Marx y Lenin no hayan visto el problema: constituye el centro de su pensamiento político. Pero lo que encontramos en ellos, y ante todo en lo que toca a la relación entre Estado, lucha de clases y dominación de clase, es una repetida invitación a refutar categóricamente las concepciones burguesas del Estado: es decir, una delimitación y una definición “negativa”. Resulta patético releer bajo este aspecto la conferencia pronunciada por Lenin el 11 de julio de 1919 en la Universidad Sverdlock Sobre el Estado. Lenin insiste: “Es un problema muy difícil, muy intrincado”; lo dice veinte veces, el Estado es una máquina especial, un aparato especial, usa continuamente el adjetivo “especial” para subrayar con insistencia que no es una máquina o un aparato como los demás, pero sin lograr decir bajo qué aspecto es “especial” (y por lo demás, ninguna “máquina” es “aparato”). Y resulta también patético releer desde este ángulo las pequeñas ecuaciones del Gramsci de la cárcel (Estado = coerción + hegemonía; dictadura + hegemonía; Fuerza + consenso, etc.) que expresan no tanto la búsqueda de una teoría del Estado sino más bien, con categorías tomadas lo mismo de la “Ciencia política” que de Lenin, la definición de una línea política posible para la conquista del poder del Estado por parte de la clase obrera. El patetismo de Lenin y Gramsci reside en la tentativa de superar la clásica definición por la vía de la negación, pero sin éxito.

Este problema del Estado se ha tornado hoy vital para el movimiento obrero y popular: vital para comprender la historia y el funcionamiento de los países del Este, en donde Estado y partido forman un “mecanismo único”; vital cuando se trata para las fuerzas populares de acceder al poder y de actuar en la perspectiva de una transformación democrática revolucionaria del Estado en miras a su “desaparición”.

Del mismo modo no hay en la herencia marxista una verdadera teoría de las organizaciones de la lucha de clases y antes que nada del partido y del sindicato. Ciertamente, se encuentran tesis políticas, por consiguiente “prácticas” sobre el partido y sobre el sindicato, pero nada que permita comprender verdaderamente el funcionamiento, y por lo tanto también la disfunción y sus formas. El movimiento obrero constituyó desde hace tiempo organizaciones de lucha, sindical y política, sobre la base de sus tradiciones pero también de las instituciones burguesas existentes (incluido, cuando hizo falta, el modelo militar). Estas formas fueron conservadas o transformadas. En el Este como en el Occidente, nos hallamos ante el grave problema de la relación entre estas organizaciones y el Estado; al problema de su fusión con el Estado en el Este —fusión abierta y manifiestamente nefasta, por no decir algo peor—, y entre nosotros al problema del riesgo de una fusión, pues no podemos ignorar el riesgo de una complicidad de hecho entre el Estado burgués y las organizaciones de la lucha de clases, que aquel no cesa de intentar integrar, a menudo con éxito, dentro de su propio funcionamiento.

Estas “lagunas” de la teoría marxista designan algunos problemas decisivos para nosotros. ¿Cuál es la naturaleza del Estado y del Estado imperialista actual? ¿Cuál es la naturaleza, el modo de funcionamiento del partido y del sindicato? ¿Cómo escapar al riesgo de entrar en el juego del Estado burgués y más tarde a la fusión entre Estado y partido? ¿Cómo pensar desde ahora, para delinear el camino, la necesidad de “destrucción” del Estado burgués y de “desaparición” del Estado revolucionario? ¿Cómo ver y cambiar la naturaleza y el funcionamiento de las organizaciones de la lucha de clases? ¿Cómo modificar la idea que tradicionalmente el partido comunista tiene de sí mismo, ya sea como “partido de la clase obrera” o como “partido dirigente”, es decir su ideología, para que sea reconocida en la práctica la existencia de otros partidos, de otros movimientos? Y sobre todo, pregunta para el presente y para el futuro, cómo establecer con las masas relaciones que, yendo más allá de la clásica distinción sindicato–partido, garanticen el desarrollo de las iniciativas populares, que ya superan la división entre economía y política, y también su unión? Pues a cada momento vemos nacer más y más movimientos de masa por fuera del sindicato y del partido, capaces o susceptibles de darle a la lucha una nueva e insustituible calidad. En una palabra, ¿cómo responder realmente a las exigencias y a las expectativas de las masas populares? En formas diversas, negativas o positivas, como vacíos o como emergencias. Objetiva o subjetivamente, son los mismos problemas que se nos plantean: a propósito del Estado, del partido, del sindicato, de los movimientos y de las iniciativas de masa. Sobre todos estos puntos, estamos obligados a contar solamente con nuestra propia fuerza.

Ciertamente no se trata de problemas nuevos. Otros marxistas, otros revolucionarios, trataron de plantearlos en algunas fases críticas del pasado. Pero hoy se presentan a una escala sin precedentes y, cuestión decisiva, se presentan a una escala de masas en la práctica, como puede verse en Italia, en España y en otros lugares. Podemos decirlo: sin el movimiento de las masas y su iniciativa, no podríamos ni siquiera exponer abiertamente estos interrogantes; gracias a él, tales cuestiones se han convertido en problemas políticos actuales. Y sin el estallido de la crisis del marxismo, no podríamos plantearlos con tanta claridad.

Ciertamente, nada está ganado de antemano y nada puede hacerse de un día para otro. El “bloqueo” de la crisis del marxismo, bajo formas más o menos tranquilizantes, puede continuar todavía largo tiempo en éste o aquel partido, éste o aquel sindicato. Lo esencial no es que algunos intelectuales, venidos del Este o del Occidente, den un grito de alarma: podría ser un clamor en el desierto. Lo esencial es que aunque se encuentre dividido, aunque aquí o allá esté temporalmente en un callejón sin salida, el movimiento obrero y popular nunca fue tan amplio, nuca tuvo tantas iniciativas y dispuso de tantos recursos. Lo esencial es que en la práctica, con vacilantes intentos, se comienza a tomar conciencia de la gravedad y del alcance de la crisis del movimiento comunista internacional y del marxismo: entiendo la gravedad de sus riesgos, pero comprendo también el espesor y la ocasión histórica que conlleva. El marxismo ha conocido en su historia una larga serie de crisis y transformaciones. Pensamos en su transformación después de la revolución de octubre, después de la ruina del marxismo de la II Internacional en la Unión sagrada. Nos hallamos en el corazón de la presente crisis, ante una nueva transformación, ya en gestación en las luchas de masas: puede renovar el marxismo, dar una nueva fuerza a su teoría, modificar la ideología, la organización y las prácticas, para abrir un verdadero futuro de revolución social, política y cultural a la clase obrera y a los trabajadores.

Nadie pretende que la tarea no sea extremadamente ardua: lo esencial reside en que no obstante las dificultades, es posible.

países del Este, en donde Estado y partido forman un “mecanismo único”; vital cuando se trata para las fuerzas populares de acceder al poder y de actuar en la perspectiva de una transformación democrática revolucionaria del Estado en miras a su “desaparición”.

 

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