INDICE 

Tomo 2. La época patrística y la consolidación del primado de Roma

CAPITULO 1. ATANASIO, DOCTOR DE LA IGLESIA (HACIA 295-373)
     La naturaleza complicada de Dios y el dominio de las tinieblas
      No se luchó por la fe, sino por el poder y por Alejandría
      El Concilio de Nicea y la profesión de fe “constantiniana”
      Carácter y táctica de un padre de la Iglesia
      Otras difamaciones de Atanasio, falsificaciones Y la muerte de Arrio
      El “campo de batalla” de Alejandría bajo los patriarcas Atanasio y Gregorio
      Antioquía y el cisma meleciano
      Situación análoga a la de una guerra civil en Constantinopla y amenaza de guerra desde el Occidente católico
      Regreso de Atanasio (346), nueva huida (356) y amparo durante seis años con una belleza veinteañera
      Los sínodos de Arles, Milán, Rímini y Seleucia y el espectáculo tragicómico de los obispos Lucifer de Cagliari y Liberio de Roma
      Padres conciliares sin escrúpulos y el patriarca Jorge, un “lobo” arriano, monopolista y mártir

CAPITULO 2. AMBROSIO, DOCTOR DE LA IGLESIA (HACIA 333 O 339-397)
      La política ambrosiana, arquetipo para la Iglesia hasta la actualidad
      San Ambrosio impulsa la aniquilación de los godos y vive “el ocaso del mundo”
      El emperador Teodosio “el Grande”: Lucha en favor del catolicismo y “sangre vertida como agua”
      La lucha de Ambrosio contra el paganismo
      Ambrosio aniquila el cristianismo arriano de Occidente
      Descubrimientos de un padre de la Iglesia o “elemento soprannaturale”
      La batida contra Prisciliano: las primeras ejecuciones de cristianos a manos de cristianos
      El padre de la Iglesia Ambrosio, un antisemita fanático. Primera quema de sinagogas con autorización y por orden de obispos cristianos
     Una sospechosa misión diplomática de Ambrosio y una guerra entre soberanos católicos
      Dos masacres de un emperador “notoriamente cristiano” y la explicación que da Agustín al derramamiento de sangre.
      La lucha de Teodosio “el Grande” contra los “herejes”
      Con la legislación y la guerra contra el paganismo

CAPITULO 3. EL PADRE DE LA IGLESIA AGUSTÍN (354-430)
      “Genio en todos los campos de la doctrina cristiana” y lucha “hasta el último instante”
      La campaña de Agustín contra los donatistas
      El derrocamiento de Pelagio
      La acometida de Agustín contra el paganismo
      El obispo de Hipona y los judíos
      Agustín sanciona la “guerra justa”, la “guerra santa” y ciertas guerras de agresión

CAPITULO 4. LOS NIÑOS EMPERADORES CATÓLICOS
      La división del Imperio: surgen dos estados católicos forzados
      Arcadio, Rufino, Eutropo
     El “verano caliente” del 400. San Juan Crisóstomo y la masacre de godos en Constantinopla.
     Caza de cabezas, persecución de paganos y “herejes”
     Honorio, Estilicen, Alarico y las primeras incursiones de cristianos germanos
     La invasión de Radagaiso, la muerte de Estilicen y nuevas matanzas de godos católico-romanos
     La caída de Roma (410) y los pretextos de Agustín
     Los clérigos no tienen vergüenza, no sienten perplejidad.
     La lucha de Honorio contra “herejes”, paganos y judíos
     Teodosio II, ejecutor de “todos los preceptos del cristianismo”
     Antisemitismo agresivo en el Oriente cristiano
     Asesinato tras asesinato en el Occidente católico

CAPITULO 5. LA PRIMACÍA PAPAL O LA “PETRA SCANDALI”. EL TRIUNFO DE LA SUBREPCIÓN Y DE LA AMBICIÓN DE PODER
     Ni Jesús instituyó el papado ni Pedro fue obispo de Roma
     No hay pruebas de la estancia y la muerte de Pedro en Roma
     El cuento del hallazgo de la tumba de Pedro
     El origen de los cargos eclesiásticos, de las sedes metropolitanas y patriarcales y del papado
     La lista de obispos romanos falsificada
     Las pretensiones de primacía
     La Iglesia antigua no conocía Ninguna primacía de derecho y honorífica del Obispo de Roma instaurada por Jesús
     Lo mismo que los obispos y los padres de la Iglesia, tampoco los concilios antiguos reconocieron la primacía de derecho de Roma
     El asunto de Apiario
     La disputa sobre la primacía papal continuó hasta la Edad Moderna

CAPITULO 6. LAS PRIMERAS RIVALIDADES Y TUMULTOS EN TORNO A LA SEDE EPISCOPAL ROMANA
     La lucha de san Hipólito contra san Calixto
     ¡Obispos romanos y santos, todos juntos!
     Cornelio contra Novaciano
     Basta. Cristianos sobre cristianos. Curas sobre curas.
     El “mariscal de Dios” y “patrón del ganado vacuno”
     Tumultos, muerte y patrañas. Los papas Marcelino, Marcelo, Milcíades, Silvestre y otros
     De toda suerte de derramamientos de sangre y de más mártires. El cisma de Feliciano
     El papa asesino Dámaso combate al antipapa Ursino y otros diablos
     Creciente reivindicación de la primacía con Dámaso
     Inocencio I, ¿la cumbre del cargo episcopal o simples mentiras?
     Eulalio contra Bonifacio, “la cumbre apostólica”

 

CAPITULO 1. ATANASIO, DOCTOR DE LA IGLESIA (HACIA 295-373)

 

“San Atanasio [...] fue el más grande hombre de su época y quizás, ponderando todo de manera escrupulosa, el más grande de los que haya podido presentar nunca la Iglesia.”

Abbé de Bletterinni[1]

“La posteridad agradecida dio al eficaz obispo alejandrino el merecido sobrenombre de “el Grande”; tanto la iglesia oriental como la occidental le veneran como santo.”

Joseph Lippl[2]

“Toda cuestión política es llevada al campo de la teología; sus adversarios son herejes mientras que él es el defensor de la fe pura. Los adversarios aprenden de él la asociación entre teología y política. [...] Como una especie de anti-emperador, anticipó el prototipo de los grandes papas romanos, siendo el primero de los grandes patriarcas egipcios que acabaron por desligar a su país de la unidad imperial.”

G. GENTZ[3]

“Los actores de la historia de la Iglesia fueron en buena medida los mismos que los de la historia de Bizancio en general.”

Friedhelm Winkelmann[4]

“Desde el siglo IV al VII, por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo, las escuelas de teología, los papas y los patriarcas se combatieron con todos los medios a su alcance; se juzgó, se degradó y se proscribió; comenzaron a actuar servicios secretos y maquinarias propagandistas; las controversias degeneraron en éxtasis salvajes; hubo tumultos y refriegas callejeras; se asesinó; los militares aplastaron las revueltas; los anacoretas del desierto, con el apoyo de la corte de Bizancio, instigaron a las multitudes; se urdieron intrigas por conseguir el favor de emperadores y emperatrices; se desencadenó el terror estatal; lucharon entre sí los patriarcas, se les elevó al trono y se les volvió a destronar en cuanto que una nueva concepción trinitaria lograba triunfar [...].”

Hans KÜHNER[5]

 

Kühner continúa diciendo: “[...] aparecieron los primeros grandes doctores de la Iglesia, y los santos, en contra de todas las pasiones humanas, realizaron una serie de ejercicios mentales dignos de todo encomio que han entrado a formar parte tanto de la historia de la fe como de la historia del pensamiento [...]”. Sin embargo, cabe puntualizar que esto no se produjo en contra de todas las pasiones humanas sino en buena medida por ellas, pues quien se toma en serio el espíritu no puede creer que uno sea dos o tres o que tres sea igual a uno. La teología cristiana llama a esto suprarracional y no contrarracional o irracional. Lo llama misterio, no absurdo. Y al haber entre el cielo y la tierra tantas cosas que nuestra filosofía escolástica ni se imagina, no es necesario tomar por verdadero todo lo que se ha imaginado, ni hace falta tomar el mayor de los absurdos por cierto y considerarlo un gran misterio. “Si Dios -dice Diderot-, por quien tenemos la razón, exige sacrificar la razón, es un prestidigitador que hace desaparecer lo que acaba de dar.”[6]

 

La naturaleza complicada de Dios y el dominio de las tinieblas

 

Cualquier ciencia que se precie se basa en la experiencia, pero ¿qué llega a saberse de Dios, si es que existe? En los primeros tiempos del cristianismo se barajaba “toda una masa de las más diversas ideas” acerca de los espíritus celestiales (Weinel, teólogo). En el siglo II y comienzos del III “apenas nadie” se preocupaba del “Espíritu Santo” (Harnack, teólogo), y en el siglo IV, según se queja Hilario, doctor de la Iglesia, nadie sabe cuál será el credo del año siguiente. Sin embargo, los teólogos fueron ahondando cada vez más en el tema en el curso del tiempo. Llegaron a descubrir que Dios era algo así como un único ser (ousia, substancia) en tres personas (hypóstaseís, personae). Que esta triple personalidad era consecuencia de dos “procesos” (processiones): de la generación (generatio) del Hijo a partir del Padre y de la “exhalación” (spiratio) del Espíritu entre el Padre y el Hijo. Que esos dos “procesos” equivalían a cuatro «interacciones» (relationes): la calidad de padre y la de hijo, la exhalación y el ser exhalado, y esas cuatro “interacciones” dan a su vez cinco “particularidades” (proprietates, notiones). Que al final, todo esto, en mutua “compenetración” (perichóresis, circuminsessio) daría sólo un Dios:

¡actus purissimus! Por más que hayan dado de sí los quebraderos de cabeza a lo largo de los siglos, los teólogos saben “que cualquier trabajo intelectual sobre el dogma de la Trinidad seguirá siendo una ‘sinfonía inacabada’ “(Anwander) o, por mucho que se profundice en ello, “un misterio de fe impenetrable”, como escribe humildemente el benedictino Von Rudioff, aseverando con toda seriedad que nada de ello “habla en contra de la razón. No decimos que tres sea igual a uno [...] sino que tres personas son un ser”. Y eso sin decir que se profundizó en el tema multitud de veces, y que puede seguir haciéndose. Sin embargo, en 1977, a Karl Rahner le parece “evidente que la historia de los dogmas (en el sentido más amplio de la palabra) continúa y debe continuar [...] por lo tanto la historia de los dogmas continúa [...]”.[7]

Por mucho que puedan decir los teólogos ― un proceso sin fin de conceptos a menudo nebulosos, sobre todo porque en la historia de los dogmas han impuesto sus creencias por todos los medios, incluso recurriendo también a la violencia―, al no haber sido nunca tales disputas más que una discusión por las palabras y porque nunca poseyeron, ni poseen, ninguna base de la experiencia, precisamente por eso, y hablando por boca de Helvetius, “el reino de la teología se contempló siempre como el dominio de las tinieblas”.[8]

En el siglo IV se intentó arrojar luz sobre estas tinieblas, con lo cual todo se volvió todavía más oscuro. “Todo el mundo sospecha de su prójimo ― reconoce el padre de la Iglesia Basilio―; se han soltado las lenguas blasfemas.[9]” Pero los concilios, en los que, iluminados por el Espíritu Santo, se intentaba aclarar los misterios, sólo contribuyeron a crear mayor confusión. Incluso Gregorio Nacianceno, santo padre de la Iglesia, se burla de las conferencias clericales y admite que rara vez llegan a buen fin, avivando más la polémica en lugar de suavizarla: “Evito las reuniones de obispos pues hasta el momento nunca he visto que ningún sínodo acabara bien; no resuelven ningún mal sino que simplemente crean otros nuevos [...] En ellos sólo hay rivalidad y luchas por el poder”.

Diversas circunstancias dificultan la orientación. Por un lado, del importante Concilio de Nícea (325) apenas se ha conservado nada, lo mismo que de algunos otros sínodos. Por otro lado, los vencedores impidieron la circulación de los escritos de sus opositores, cuando no llegaron a destruirlos. Sólo unos pocos fragmentos de Arrio, o de Asterio de Capadocia, un arriano moderado, han llegado hasta nosotros a través de citas en escritos de réplica. Aunque los tratados católicos se difundieron con frecuencia, sobre todo muchos de los redactados por los padres de la Iglesia Hilario de Poitiers (fallecido en 367) y Atanasio de Alejandría (fallecido en 373), se trata sólo de productos propagandísticos subjetivos. Los no menos tendenciosos historiadores del siglo V Sócrates, Sozomeno, Teodoreto y Filostorgio, de estricta tendencia arriana (o dicho con mayor precisión: eunomiánica), son ya de generaciones posteriores.[10]

Una buena idea de la historiografía espiritual de esta era y de su tendencia sin escrúpulos a falsear nos la proporciona la primera historia global de la Iglesia después de Eusebio, la de Gelasio de Cesárea (fallecido entre 394 y 400). Desconocida hasta hace poco tiempo, se la ha reconstruido en gran parte y su importancia se acrecienta por el hecho de tomar como fuente principal de sus descripciones a historiadores de la Iglesia del siglo V (Rufino, el más antiguo de Occidente, Sócrates y Gelasio de Quícicos). Gelasio fue también sucesor (el segundo) de Eusebio, un alto dignatario y arzobispo de Cesárea con jurisdicción en toda Palestina.[11]

Friedrich Winkelmann ha presentado de manera muy concisa el método de esta única y gran historia contemporánea de la Iglesia durante la disputa trinitaria: la difamación estereotipada del adversario. El arzobispo autor de la obra apenas se preocupa de los avances o las diferenciaciones producidos. De los arríanos sólo relata reticencias e intrigas; no son más que perturbadores inconvertibles, “títeres del diablo, que habla por su boca”. Gelasio atribuye a Arrio un perjurio. Miente también al afirmar que no fue Constancio sino su hijo, el emperador Constantino, quien quería rehabilitar a Arrio. Por otro lado, Constantino ― una nueva mentira ― no desterró a Atanasio, el contrincante de Arrio, sino que le envió de nuevo a Alejandría colmado de honores. Gelasio es también el primero en exponer la falsedad de que Constantino nombró en su testamento a Constantino II, el Católico, heredero de su reino, pero que un presbítero amano dio el testamento a Constancio a cambio de la promesa de apoyar al arrianismo. El obispo de Cesárea no solamente enmascara todo lo negativo, pasando por alto la mayoría de los sucesos, sino que también deja correr simplemente su imaginación, en contra de la verdad estricta; en suma, lo que se manifiesta es “un gran complejo de una burda falsificación de la historia”.[12]

Pero ¿fue Atanasio, doctor de la Iglesia, menos escrupuloso, menos agitador y apologista? Reprueba de manera global a los arríanos: “¿A quién no han ultrajado [...] a su antojo y arbitrio? ¿A quién no [...] han maltratado hasta el punto que haya muerto en la miseria o hayan resultado perjudicados sus parientes? [...] ¿Dónde hay un lugar que no muestre algún recuerdo de su maldad? ¿A qué adversario no han aniquilado, esgrimiendo además pretextos inventados a la manera de Jezabel?”.[13]

Incluso el benedictino Baur habla de una “guerra civil entre católicos y arríanos”, en la que, naturalmente, lo mismo que sucede con todos los auténticos apologetas católicos, los arríanos ― cuyo nombre pronto se convertiría en uno de los peores insultos de la historia de la Iglesia ― eran presa del diablo y envilecían el nombre cristiano ante un mundo, todavía medio pagano, “con intrigas abominables, rabia persecutoria, mentiras e infamias de todo tipo, incluso mediante asesinatos en masa”; por consiguiente, ya era hora “de que desapareciera por fin del mundo esta planta venenosa”.[14]

En el centro de esta disputa entre teólogos estaba la cuestión de si Cristo era Dios verdadero, si tenía la misma naturaleza que el propio Dios. Los ortodoxos, aunque a veces desavenidos, así lo afirmaban, mientras que los arríanos, la mayoría de los obispos orientales en el apogeo de su poder (después del Concilio de Milán, 355), lo negaban. Cuando parecía que casi habían ganado, se escindieron en radicales, anomoítas, que consideraban al “Hijo” y al “Padre” como totalmente dispares y diferentes (anhomoios), semiarrianos, homoítas, que en su opinión se consideraban más o menos homousianos, y un partido que rechazaba a los dos anteriores y defendía el homoísmo, señalando la similitud (que se dejaba intencionadamente vaga) o igualdad de “Padre” e “Hijo”, pero no la “identidad de naturaleza”, el homoúsios de los nicénicos. Los arríanos y los ortodoxos se mantuvieron aferrados al monoteísmo, pero para los primeros, sin duda más cercanos a la fe cristiana primitiva, el “Hijo” era totalmente diferente del “Padre”, era una criatura de Dios, si bien completa y muy por encima de todas las restantes. Arrio habla de él con el máximo respeto. Para los ortodoxos Jesús era, en boca de Atanasio, “Dios hecho carne” (theos sarkophoros), pero no un “hombre, que lleva a Dios” (anthropos theophoros), siendo el “Padre” y el “Hijo” una única naturaleza, una unidad absoluta; eran homoúsios, de la misma naturaleza. Pues sólo así era posible sostener el dogma de la doble, o incluso triple, divinidad y orar al “Hijo”, el nuevo, lo mismo que al “Padre”, como hacían ya los judíos. A los arríanos se les acusaba de “politeísmo” y de “tener un Dios grande y otro pequeño”.[15]

A los ortodoxos, entonces y más tarde, les resultó también difícil pensar de un modo dogmáticamente correcto, tal como da a entender el teólogo Grillmeier, S.J.: “La insistencia en el alma humana de Jesucristo parece muchas veces un tanto artificial”. Incluso en la cristología de Cirilo, el santo doctor de la Iglesia, en cualquier caso en su fase anterior a Éfeso, el jesuita encuentra “a menudo poco examinada a fondo la idea de la “humanidad completa” del Señor [!]”, de modo que, sorprendido por la escasa intervención del Espíritu Santo, se asombra de “lo difícil que les resultó a los círculos eclesiásticos elaborar una síntesis”.[16]

Para las masas populares de Constantinopla, que, como en todas partes, acudían multitudinariamente a la “Iglesia nacional” preferida, la cuestión de fe era al parecer cautivadora y fascinante, alcanzando la disputa cristológica una gran popularidad en calles, plazas y teatros, como manifiesta con ironía un contemporáneo de finales del siglo IV:

“Esta ciudad está llena de artesanos y esclavos que son profundos teólogos, que predican en las tiendas y en las calles. Si quieres cambiar una moneda con un hombre, primero te informará acerca de dónde radica la diferencia entre Dios Padre y Dios Hijo, y si preguntas por el precio de una barra de pan, en lugar de responderte te explicarán que el Hijo está por debajo del Padre; y si quieres saber si tienes el baño preparado, el bañero te contestará que el Hijo ha sido creado de la nada [...]”.[17]

 

No se luchó por la fe, sino por el poder y por Alejandría

El exacerbado interés hacia la fe no era en realidad más que el anverso de la cuestión. Desde un principio, en esa disputa secular se trataba menos de diferencias dogmáticas que del núcleo de una típica política clerical. “El pretexto era la salvación de las almas ― admitía incluso Gregorio Nacianceno, hijo de obispo, y santo obispo a su vez, que evitaba inmiscuirse en cuestiones mundanas y que a menudo eludía sus cargos eclesiásticos mediante la huida, y el motivo era el ansia de dominio, por no hablar de los tributos y los impuestos.” Las ambiciones jerárquicas de poder y las disputas por las sedes episcopales, en cuyo curso se olvidaban con frecuencia las rivalidades teológicas, dieron duración y vehemencia a aquellas enemistades. No sólo excitó a la Iglesia sino que, al menos en Oriente, también al estado. No sólo los padres conciliares se enzarzaban a veces en peleas hasta que hablaba el Espíritu Santo, sino que también los laicos se batían de manera sangrienta en público. Cualquier disputa producida allí entre el clero, amano y monofisita, el iconoclasmo, desborda los límites de una mera querella entre frailes y conmociona durante siglos toda la vida política y social. Esto hace afirmar, de manera lapidaria, a Helvetius: “¿Cuál es la consecuencia de la intolerancia religiosa? La ruina de las naciones.” Y Voltaire llega a asegurar que ”Si se cuentan los asesinatos perpetrados por el fanatismo desde las reyertas entre Atanasio y Arrio hasta nuestros días, se verá que estas disputas han contribuido al despoblamiento de la Tierra más que los enfrentamientos bélicos [...]”, lo que sin duda ha sido muy a menudo consecuencia de la complicidad entre el trono y el altar.[18]

Sin embargo, lo mismo que las políticas del Estado y de la Iglesia estaban íntimamente entrelazadas, también lo estaban esta última y la teología. Por supuesto, no existía ninguna doctrina oficial acerca de la Trinidad, sino únicamente tradiciones diversas. Las decisiones vinculantes “sólo se tomaron en el curso ya del conflicto” (Brox). A pesar de ello, cada una de las partes, en especial el santo Atanasio, gustaba de llamar cuestión de fe a sus ansias de prestigio y poder, pues así podían presentarse y justificarse constantemente acusaciones. Atanasio teologiza de inmediato cualquier ímpetu político y trata de herejes a sus rivales. De la política se hace teología y de ésta, política. “Su terminología no es nunca lo suficientemente clara, la cuestión es siempre la misma” (Loofs). “Con Atanasio no se trata nunca de fórmulas” (Gentz). Lo que más bien caracteriza al “padre de la ortodoxia” es que deja su postura dogmática sumamente confusa, utilizando él mismo hasta la década de 350, para designar la “fe verdadera”, aquellos tópicos que más tarde se emplearían para estigmatizar la “herejía” amana o semiarriana: que él, el defensor de Nícea y del homoúsios, rechazó durante mucho tiempo la teoría de las hipóstasis, retrasando con ello la unión, y que él, el baluarte de la ortodoxia, incluso despejó el camino para una “doctrina herética”, el monofisismo. Por esa razón, los católicos de los siglos V y vi tuvieron que “retocar” los tratados dogmáticos de su doctor de la Iglesia. Sin embargo, durante mucho tiempo los arríanos propusieron una fórmula de profesión que coincidía literalmente con la utilizada a menudo por Atanasio, pero que luego apareció como “herejía amana”, puesto que dijera lo que dijese el adversario, siempre era malo de antemano, maligno y diabólico, y cualquier enemigo personal era un “amano”.[19]

Todo este estado de cosas se vio facilitado por el hecho de que desde hacía tiempo imperaba una total confusión en los conceptos teológicos, y los arríanos volvieron a escindirse. Incluso Constantino II, que paulatinamente les había ido favoreciendo de forma cada vez más radical —“a todos los obispos corruptos del Imperio” (Stratmann, católico), “a las caricaturas del obispo cristiano” (Ehrhard, católico)-, se hartó tanto de la disputa sobre la “naturaleza” de Cristo que acabó por prohibirla.............................

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