Categoría: LISSAGARAY, Olivier
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Índice

Primera Parte: EL DESASTRE
1. Prologo del combate. El derrumbamiento del segundo imperio. Francia antes de la guerra.
2. Cómo los prusianos se apoderaron de París y los rurales de Francia.
3. Primeros ataques de la coalición contra París. Los batallones de de la guardia nacional se federan y se incautan los cañones. Los prusianos entran en París.
4. Los monárquicos abren el fuego contra París
Segunda Parte: LA COMUNA
5. El 18 de marzo
6. El Comité Central convoca a los electores. Los alcaldes de París y los diputados del Sena se alzan contra aquél.
7. El Comité Central se proclama, reorganiza los servicios y se adueña de París.
8. Los alcaldes, los diputados, los periodistas y la Asamblea se lanzan contra París. La reacción se enfrenta a los federados.
9. El Comité Central vence todos los obstáculos y obliga a los alcaldes a capitular.
10. Proclamación de la Comuna.
11. La Comuna en Lyon, en Saint-Etienne, en Le Creussot.
12. La Comuna de Marsella, Toulouse y Narbone.
13. Primeras sesiones de la Comuna. Deserción de los alcaldes y adjuntos.
14. Salida del 3 de abril. Los parisienses son rechazados en todas partes. Flourens y Duval asesinados. Los versalleses asesinan a los prisioneros.
15. La Comuna vencida en Marsella y en Narbona.
16. Los grandes recursos de la Comuna. Las debilidades de su Consejo. El Comité Central. Decreto sobre los rehenes. La Banca.
17. Los primeros combates de Neuilly y de Asniéres. Organización y derrota de los conciliadores.
18. El manifiesto de la Comuna. Las elecciones complementarias del 16 de abril hacen que surja una minoría. Primeras disputas. Gérmenes de derrota.
19. Las parisienses. Suspensión de hostilidades para la evacuación de Neuilly. El ejército de Versalles y el de París.
20. Los servicios públicos: Hacienda, Guerra, Policía, Relaciones Exteriores, Justicia, Enseñanza, Trabajo y Cambio.
21. Los francmasones se unen a la Comuna. Primera evacuación del fuerte de Issy. Creación del Comité de Salud Pública.
22. Rossel sustituye a Cluseret. Estallan las rivalidades. Rencillas en la Comuna. Rossel continúa la obra de Cluseret. La defensa del fuerte de Issy.
23. París bombardeado. El fuerte de Issy sucumbe. La Comuna renueva su Comité de Salud pública. Rossel huye.
24. Las conspiraciones contra la Comuna.
25. La política de Thiers con las provincias. La traición de la izquierda.
26. Impotencia del segundo Comité de Salud Pública. Son evacuados el fuerte de Vanves y el pueblo de Issy. El manifiesto de la minoría. La explosión de la Avenida Rapp. Cae derribada la columna Vendôme.
27. París en vísperas de la muerte. Versalles.
Tercera Parte: LUCHA A VIDA O MUERTE
28. Los versalleses entran el domingo 21, a las tres de la tarde. Se disuelve la asamblea de la Comuna.
29. El lunes, 22. Los versalleses invaden los barrios del este. París se alza.
30. Martes, 23. Torna de Montmartre. Las primeras matanzas en bloque. Arde París. La última noche del Hótel-de-Ville.
31. Miércoles, 24. Los miembros de la Comuna evacúan el Hótel-de-Ville. Toma del Panteón. Los versalleses fusilan a los parisienses en masa. Los federados fusilan a seis rehenes. La
noche del cañón.
32. Jueves, 25. Toda la orilla izquierda en manos de las tropas. Muerte de Delescluze. Los brassardiers activan la matanza. La alcaldía del XI, abandonada.
33. La resistencia se concentra en Belleville. El viernes, 26, son fusilados 48 rehenes en la calle Haxo. El sábado, 27, es invadido todo el distrito XX. Toma del Pére-Lachaise. El domingo, 28, termina la batalla a las once de la mañana. El lunes, 29, se rinde el fuerte de Vincennes.
Cuarta Parte: LA VENGANZA
34. La furia versallesa. Los mataderos. Los tribunales prebostales. Muerte de Varlin. La peste. Los enterramientos.
35. Los convoyes de prisioneros. El invernadero Satory. Las detenciones. Los delatores. La prensa. La extrema izquierda maldice a los vencidos. Manifestaciones en el extranjero.
36. Los pontones. Los primeros procesos.
37. Los consejos de guerra. Los suplicios. Balance de las condenas.
38. Nueva Caledonia. El destierro.
39. La Asamblea de la desgracia. El mac-mahonado. Los indultos. El gran regreso.

 

Primera Parte: EL DESASTRE

1. Prologo del combate. El derrumbamiento del segundo imperio. Francia antes de la guerra.

El Imperio es la paz.

Luis Napoleón Bonaparte. (Octubre de 1891.)

 

Nueve de agosto de 1870. En tres días, el Imperio ha perdido tres batallas. Douay, Frossard, MacMahon se han dejado sorprender, aplastar. Alsacia está perdida, el Mosela al descubierto, Emile Ollivier ha convocado al Cuerpo Legislativo. Desde las once de la mañana, París se ha echado a la calle, llena la plaza de la Concordia, los muelles, la calle Bourgogne, rodea el Palais-Bourbon.

París espera la consigna de los diputados de la izquierda. Son, desde la derrota, la única autoridad moral. Burgueses, obreros, todos se les unen. Los talleres han vomitado un verdadero ejército a la calle; capitaneando los grupos, se ven hombres de probada energía.

El Imperio cruje; está a punto de derrumbarse. Las tropas, formadas delante del Cuerpo Legislativo, están emocionadas, dispuestas a pasarse al pueblo, a pesar del viejo mariscal Baraguey-d’Hilliers, gruñón y cubierto de entorchados. Gritos: “¡A la frontera!” Los oficiales murmuran: “¡Nuestro puesto no está aquí!”

En la sala de Pas-Perdus, republicanos que han forzado la consigna, apostrofar a los diputados adictos al Imperio y claman por la República. Los mamelucos, pálidos, se escabullen por entre los grupos. Thiers llega, asustado; le acosan y responde: “¡Implantadla, pues, vuestra República!” Pasa el presidente Schneider hacia el sillón presidencial. Gritos: “¡Abdicación! ¡Abdicación!”

Los diputados de la izquierda, a quienes acosan los delegados de los que aguardan fuera, acuden aturdidos: “¿A qué esperáis? ¡Está todo preparado! ¡Presentaos en lo alto de la escalinata o en la verja!” “¿Hay bastante gente? ¿No sería mejor dejarlo para mañana?” No hay, en efecto, más que cien mil hombres. Alguien viene a decir a Gambetta: “En la plaza Bourbon aguardaremos varios millares”. Otro, el que escribe, apremia: “Haceos cargo del poder, que aún es tiempo; mañana os veréis obligados a afrontar la situación, cuando sea ya desesperada”. De aquellos cerebros embotados no brota una idea; de las bocas abiertas no sale una palabra.

Se abre la sesión. Jules Favre invita a la asamblea del desastre a que tome en sus manos el gobierno. Los mamelucos, furiosos, amenazan, y, en la sala de Pas-Perdus, se presenta, desgreñado, Jules Simon: “Quieren fusilarnos”: yo me presenté en medio del recinto con los brazos cruzados y les dije: “¡Fusiladnos si queréis!” Una voz le grita: “¡Acabad de una vez!” “¡Sí —dice— es preciso acabar!”, y vuelve a sentarse, con gesto trágico.

Se acabaron las contemplaciones. Los mamelucos, que conocen bien a la gente de la izquierda, recobran el aplomo, y, quitándose de encima a Emile Ollivier, imponen por la fuerza un ministerio encabezado por Palikao, el saqueador del Palacio de Verano. Schneider levanta la sesión precipitadamente. El pueblo, suavemente rechazado por las tropas, vuelve a apelotonarse a la entrada de los puentes, corre detrás de los que salen de la Cámara, a cada instante cree proclamada la República. Jules Simon, ya lejos de las bayonetas, le cita para el día siguiente en la plaza de la Concordia. Al día siguiente, la policía ocupa todas las bocacalles.

La izquierda dejaba en manos de Napoleón III los dos últimos ejércitos de Francia. El 9 de agosto, hubiera bastado un empujón para barrer aquel despojo de Imperio; Pietri, el prefecto de policía, lo ha reconocido. Guiado por su instinto, el pueblo brinda sus brazos. Pero la izquierda rechaza la revuelta liberadora, y abandona al Imperio el cuidado de salvar a Francia. Hasta los turcos tuvieron en 1876 más inteligencia y más ímpetu.

Francia pasa tres semanas enteras rodando al abismo, ante la impasibilidad de los imperialistas y los apóstrofes declamatorios de la izquierda.

En Burdeos, meses más tarde, una asamblea aúlla contra el Imperio, y en Versalles se alza un clamor entusiasta cuando un gran señor declama: “¡Varus, devuélvenos nuestras legiones!” ¿Quién increpa y quién aplaude de esta suerte? La misma alta burguesía que se pasó dieciocho años muda, besando el polvo y entregando a Varus sus legiones.

Aceptó el segundo Imperio por miedo al socialismo, como sus padres se habían entregado al primero para clausurar la revolución. Napoleón I le prestó dos grandes servicios, que no se pagan con la apoteosis, por grande que ésta sea. Impuso a Francia una centralización y mandó a la tumba a cien mil miserables, que caldeados aún por el vendaval revolucionario, podían alzarse el día menos pensado, reclamando la parte que les correspondía en los bienes nacionales. A cambio de esto, la dejó aparejada para los amos de mañana. Al arribar al régimen parlamentario, adonde Mirabeau quería exaltarla de un salto, estaba absolutamente incapacitada para gobernar. Su motín de 1830, transformado en revolución por el pueblo, fue una irrupción de estómagos glotones. La alta burguesía de 1830 no tenía más que una aspiración, como la del 89; atracarse de privilegios, artillar la fortaleza que defendía sus dominios, subyugar y explotar al nuevo proletariado. Con tal de engordar, el porvenir del país le importa poco. Para dirigir a Francia y embarcarla en sus aventuras, el rey orleanista tiene carta blanca, como el César. Cuando en el 48 un nuevo arranque del pueblo le entrega el timón, no acierta a empuñarlo más de tres años en su mano gotosa, a pesar de todas las proscripciones y matanzas, y el primer advenedizo se alza insensiblemente con él.

Del 51 al 69 reanuda sus orgías de Brumario. Jubilosa de ver salvados sus privilegios, deja que Napoleón III desangre el país, lo enfeude a Roma, lo deshonre en Méjico, lo aísle en Europa, lo entregue al prusiano. Lo puede todo, por sus influencias, por su riqueza, y no protesta ni con un voto ni con un murmullo. En el año 69, otro empujón del pueblo la enfrenta con el poder; no tiene más que veleidades de eunuco: se lanza a besar la bola del tirano, y pone lecho de rosas al plebiscito que rebautiza la dinastía.

¡Pobre Francia! ¿Quién pugna por salvarte de la invasión? El humilde, el trabajador, el que, desde hace tantos años, lucha por rescatarte al Imperio.

Al llegar aquí, tenemos que detenernos un momento. ¿A quién se debe esta jornada del 9 de agosto de 1870, esta guerra, esta invasión, estos hombres, estos partidos? Viene obligado un prólogo en las tragedias que van a reseñarse. Lo menos árido posible, pero el lector que quiera enterarse deberá estar atento a él.

 

Ojeada retrospectiva. 

Seis años después de 1852, el Imperio industrial soñado por los saint-simonianos estaba flamante todavía. Muy rezagado respecto a sus más humildes vecinos, el país seguía siendo un gran taller, alimentado por la fuente hasta entonces misteriosa del ahorro. Enriquecida por nuevos mercados, la provincia se había olvidado de los siete u ocho mil deportados y proscritos, hábilmente seleccionados por el terror.

El clero, tan crecido por la instauración del sufragio universal, acogía con los brazos abiertos a aquel emperador “salido de la legalidad para reintegrarse al derecho”, como había dicho de él el obispo Darboy, comparándole con Carlomagno y con Constantino. La alta y la media burguesía, brindábanse solícitas para todos los servicios que placiese al amo encomendarles. El Cuerpo Legislativo, galoneado como un lacayo, humillado y sin derechos, se hubiera aterrado de tenerlos. Una vasta red de policía, hábil y alerta, vigilaba los menores movimientos. Estaban suprimidos los periódicos de oposición, salvo cinco o seis atraillados, suspendido el derecho de reunión y asociación; el libro y el teatro, castrados; con tal de asegurarse la paz, el Imperio cerraba herméticamente todas las válvulas.

De tarde en tarde, en París una estrofa de la Marsellesa, un grito de libertad en el entierro de Lamennais o en el de David d’Angers; una silba en la Sorbona, durante las palinodias de Nisard; algún que otro manifiesto clandestino de los proscritos de Londres o de Jersey, a que apenas se prestaba oído; un destello de los Castigos, de Victor Hugo; ni un ligero estremecimiento de la masa; la vida animal lo absorbía todo. Napoleón III, ridículo fantoche cesáreo, podía decir en el 56 a las víctimas de la inundación del Ródano: “Las inundaciones son como la revolución, y a una y a otras hay que volverlas a su cauce para que no se salgan nunca más de él”. Sus prodigiosas empresas, su riqueza multiplicada, las fanfarrias de la guerra de Crimea, con la que Napoleón III pagó su deuda a los ingleses, todo en el mundo hablaba de Francia, excepto la propia Francia.

Los obreros de París se rehacían, no del golpe de Estado del 51, que apenas les había salpicado, sino de la matanza de junio del 48, que ametralló sus barrios y fusiló y deportó a millares de trabajadores. Ganaban el pan, sin creer debérselo al Imperio, osando, incluso, manifestarse contra él a las veces. En las elecciones del 57, salieron elegidos por París cinco candidatos hostiles, entre ellos Darimon, discípulo de Proudhon, y Emile Ollivier, porque, hijo de un proscrito, había pronunciado estas palabras: “Yo seré el espectro del 2 de diciembre”. Al año siguiente, otros dos candidatos de la oposición: Ernest Picard, abogado de lengua acerada, y Jules Favre, celebridad del foro, defensor de los insurrectos bajo Luis-Felipe, ex constituyente del 48, que acababa de cobrar nuevo prestigio con su defensa de Orsini.

Este italiano tuvo la fortuna de vencer con su derrota. Las bombas de enero de 1858 respetaron la única víctima que buscaban. Napoleón III, de cuyo yugo quería Orsini liberar a Italia, fue precisamente su libertador. Siguió en seguida una reacción que arrojó a las prisiones y al destierro una nueva hornada de republicanos; pero, a los pocos meses de morir ejecutado Orsini, el ejército francés marchaba sobre Austria. Esta guerra de liberación encontró el calor de la opinión francesa; el arrabal de Saint-Antoine aclamaba al emperador, y cada victoria obtenida era una fiesta en nuestros hogares. Y cuando Napoleón III volvió al país sin acabar la campaña de liberación de Italia, el alma francesa se llenó, como la italiana, de amargura.

Creyó aplacar los ánimos de la nación con una amnistía general que no benefició a casi nadie, pues la mayoría de los vencidos de diciembre gozaban ya de libertad desde hacía tiempo. Apenas quedaban unos centenares de víctimas en Argelia, en Francia, y los desterrados más ilustres o más conocidos: Victor Hugo, Raspail, Ledru-Rollin, Louis Blanc, Pierre Leroux, Edgard Ouinet, Bancel, Félix Pyat, Schoelcher, Clément Thomas, Edmond Adam, Etienne Arago, etc. Unos pocos, los más famosos, se aferraban al pedestal del destierro, que les daba fama y quietud. De todos modos, su actuación política hubiera sido estéril; no era la hora de los hombres de acción. A Blanqui volvieron a meterle en la cárcel apenas ponerle en libertad y le condenaron a cinco años[1] de prisión, acusado de conspirar contra el régimen.

Se tramaban verdaderas conspiraciones contra el Imperio, se preparaban acontecimientos. Al año de sellarse la falsa paz con Austria, Garibaldi reanuda la campaña de emancipación de Italia, desembarca en Sicilia con mil hombres, franquea el estrecho, marcha sobre Nápoles, y el 9 de noviembre de 1860, pone en manos de Víctor Manuel un nuevo reino. Napoleón III, que quiere cubrir la retirada del rey de Nápoles, se ve obligado a retirar su flota. Pronto le dará orden de que zarpe rumbo a Méjico.

 

Méjico. 

España e Inglaterra tenían créditos que liquidar. También los tenía Jecker, un suizo, aventurero de grandes vuelos y acreedor usurario del gobierno clerical de Miramon, que había huido ante el gobierno legal de Juárez. Jecker púsose de acuerdo con Morny, hermano del emperador y presidente del Cuerpo Legislativo, elegante empresario del 2 de diciembre, príncipe de los grandes agiotistas enriquecidos en las innúmeras empresas de los últimos años. Convinieron el precio, y el segundo hijo de Hortensia se encargó de poner al cobro los créditos del suizo con una expedición del ejército francés. Ya antes había sido éste mancillado con la expedición a China, en la que el general Cousin-Montauban le condujo al saqueo, reservando un collar ofrendado a la emperatriz, la cual le premió ridículamente con el título de duque de Palikao.

Esta mujer —que no era francesa, como no lo fue ninguna de las soberanas que se distinguieron en nuestros desastres—, hábilmente influida por Morny, por el arzobispo de Méjico, por Almonte y Miramon, solicitada por el clero y los realistas mejicanos, fue ganada en seguida para la idea de la expedición. Su marido, un soñador, sonrió ante la perspectiva de conquistar a Méjico para el Imperio, aprovechándose de la guerra de secesión que dividía a los Estados Unidos. En enero del 62, las fuerzas francesas e inglesas desembarcaban en Veracruz, donde los españoles las habían precedido. Inglaterra y España se dan cuenta en seguida de que no van allí más que a gestionar los intereses de Jecker y de una dinastía cualquiera, y se retiran, dejando solas a las tropas francesas, mandadas por Lorencey. Corren rumores de que Almonte negocia la corona de Méjico con Maximiliano, hermano del emperador de Austria, de acuerdo con las Tullerías. El ministro Billault niega descaradamente; un mes después, Lorencey se pronuncia por Almonte y declara la guerra a la República mejicana. El general Forey acude a Méjico con refuerzos; la opinión se alarma. La izquierda, Emile Ollivier, Picard, Jules Favre, hablan en nombre de Francia. Billault les contesta con un .............. [.............]

 

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