INTRODUCCION

 

Son muchos los libros escritos sobre el capitalismo por marxistas y otros autores de la izquierda política, pero la mayoría de ellos adolecen de uno de estos dos defectos. Los unos son básicamente análisis lógico-deductivos que parten de definicio­nes de lo que se piensa que es en esencia el capitalismo y examinan luego hasta qué punto se ha desarrollado éste en diversos lugares y épocas. Los segundos se centran en las presuntas grandes transformaciones del sistema capitalista a partir de un punto reciente en el tiempo, y todo el tiem­po anterior sirve de contraste mitológico para considerar la realidad empírica del presente.

Lo que me parece urgente, la tarea a la que se ha consagrado en cierto sentido la totalidad de mi obra reciente, es ver el capitalismo como un sistema histórico, a lo largo de toda su historia y en su realidad concreta y única. Me he fijado, por tanto, la tarea de describir esta realidad, de delinear con precisión lo que siempre ha estado cambiando y lo que nunca ha cambiado (de tal forma que podríamos denominar la realidad en­tera bajo un solo nombre).

Creo, como muchos otros, que esta realidad es un todo integrado. Pero muchos de los que man­tienen esta opinión la defienden en forma de un ataque a otros por su supuesto «economicismo», o su «idealismo» cultural, o su excesivo hincapié en los factores políticos y «voluntaristas». Tales críticas, casi por su propia naturaleza, tienden a caer de rebote en el vicio opuesto al que atacan. Por consiguiente, he tratado de presentar muy claramente la realidad global integrada, tratando sucesivamente su expresión en los terrenos eco­nómico, político e ideológico-cultural.

Finalmente, permítaseme decir unas palabras sobre Karl Marx. Fue una figura monumental en la historia intelectual y política moderna. Nos ha dejado un gran legado, conceptualmente rico y moralmente inspirador. Sin embargo, deberíamos tomar en serio lo que dijo de que no era mar­xista, y no desecharlo como una ocurrencia.

Marx sabía, cosa que muchos de los que se di­cen discípulos ·suyos no saben, que era un hombre del siglo XIX cuya visión estaba inevitablemente limitada por esa realidad social. Sabía, cosa que muchos no saben, que una formulación teórica sólo es comprensible y utilizable en relación con la formulación alternativa a la que aquélla ataca explícita o implícitamente, y que es totalmente irrelevante para formulaciones de otros problemas basados en otras premisas. Sabía, cosa que mu­chos no saben, que había una tensión en la pre­sentación de su obra entre la exposición del capitalismo como un sistema perfecto (lo que de he­cho nunca había existido históricamente) y el aná­lisis de la realidad cotidiana concreta del mundo capitalista.

Utilicemos, pues, sus escritos del único modo sensato: como los de un compañero de lucha que sabía tanto como él sabía.

 

l. LA MERCANTILIZACION DE TODAS LAS COSAS: LA PRODUCCION DE CAPITAL

 

El capitalismo es, ante todo y sobre todo, un sis­tema social histórico. Para comprender sus orí­genes, su funcionamiento o sus perspectivas ac­tuales tenemos que observar su realidad. Por supuesto, podemos intentar resumir esta reali­dad en una serie de enunciados abstractos, pero sería absurdo utilizar tales abstracciones para juzgar y clasificar la realidad. Por tanto, en lugar de eso propongo tratar de describir cómo ha sido realmente el capitalismo en la práctica, cómo ha funcionado en cuanto sistema, por qué se ha des­arrollado de la manera en que lo ha hecho y a dónde conduce en la actualidad.

La palabra capitalismo se deriva de capital. Sería lícito, pues, suponer que el capital es un ele­mento clave en el capitalismo. Pero, ¿qué es el capital? En una de sus acepciones, es simplemen­te riqueza acumulada. Pero cuando se usa en el contexto del capitalismo histórico tiene una de­finición más específica. No es sólo la reserva de bienes de consumo, maquinaria o derechos auto­rizados a cosas materiales en forma de dinero. El capital en el capitalismo histórico sigue refi­riéndose por supuesto a estas acumulaciones de esfuerzos de un trabajo pasado que todavía no han sido gastados; pero si esto fuera todo, entonces se podría decir que todos los sistemas históricos, hasta el del hombre de Neanderthal, han sido ca­pitalistas, ya que todos ellos han tenido alguna de estas reservas acumuladas que encarnaban un trabajo pasado.

Lo que distingue al sistema social histórico que llamamos capitalismo histórico es que en este sis­tema histórico el capital pasó a ser usado (in­vertido) de una forma muy especial. Pasó a ser usado con el objetivo o intento primordial de su autoexpansión. En este sistema, las acumulacio­nes pasadas sólo eran «Capital» en la medida en que eran usadas para acumular más capital. El proceso fue sin duda complejo, e incluso sinuoso, como veremos. Pero es a ese objetivo implacable y curiosamente asocial del poseedor de capital —la acumulación de más capital—, así como a las relaciones que este poseedor de capital tenía por tanto que establecer con otras personas para conseguir ese objetivo, a los que llamamos capitalistas. Es indudable que éste no era el único propósito. En el proceso de producción interve­nían otras consideraciones. Pero la cuestión es: en caso de conflicto, ¿qué consideraciones ten­dían a prevalecer? Siempre que, con el tiempo, fuera la acumulación de capital la que regular­ mente predominara sobre otros objetivos alter­nativos, tenemos razones para decir que estamos ante un sistema capitalista.

Un individuo o un grupo de individuos podría por supuesto decidir en cualquier momento que le gustaría invertir capital con el objetivo de ad­quirir más capital. Pero, antes de llegar a un de­ terminado momento histórico, no había sido nun­ca fácil para tales individuos hacerlo con buenos resultados. En los sistemas anteriores, el largo y complejo sistema de la acumulación de capital se veía casi siempre bloqueado en uno u otro pun­ to, incluso en aquellos casos en que existía su condición inicial: la propiedad, o amalgama, de una reserva de bienes no consumidos previamen­te en manos de unos pocos. Nuestro capitalista en potencia necesitaba siempre obtener el uso de trabajo, lo que significaba que tenía que haber personas que pudieran ser atraídas o forzadas a trabajar.

Una vez conseguidos los trabajadores y producidas las mercancías, estas mercancías tenían que ser comercializadas de alguna forma, lo que significaba que tenía que haber tanto un sis­tema de distribución como un grupo de compra­ dores con medios para comprar las mercancías. Estas tenían que ser vendidas a un precio que fuera superior a los costes totales (en el punto de venta) soportados por el vendedor y, además, este margen de diferencia tenía que ser más de lo que el vendedor necesitaba para su propia subsisten­cia. En lenguaje moderno, tenía que haber una ganancia. El propietario de la ganancia tenía en­tonces que ser capaz de retenerla hasta que se diera una oportunidad razonable para invertirla, momento en que todo el proceso tenía que reno­varse en el punto de producción.

En realidad, antes de llegar a los tiempos mo­dernos, esta cadena de procesos (llamada a veces ciclo del capital) rara vez se completaba. Por un lado, muchos de los eslabones de la cadena eran considerados, en los sistemas sociales históricos anteriores, irracionales y/o inmorales por los poseedores de la autoridad política y moral. Pero aun sin la interferencia directa de aquellos que tenían el poder de interferir, el proceso se veía habitualmente frustrado por la inexistencia de uno o más elementos de proceso: reserva acumu­lada en forma monetaria, fuerza de trabajo destinada a ser utilizada por el productor, red de distribuidores, consumidores que fueran compra­dores.

Faltaban uno o más elementos porque, en los sistemas sociales históricos anteriores, uno o más de estos elementos no estaba «mercantilizado» o lo estaba insuficientemente. Esto significa que el proceso no era considerado como un proceso que pudiera o debiera realizarse a través de un «mercado».

El capitalismo histórico implicó, pues, una mercantilización generalizada de unos procesos —no sólo los procesos de intercambio, sino tam­bién los procesos de producción, los procesos de distribución y los procesos de inversión— que an­teriormente habían sido realizados a través de medios distintos al «mercado». Y, en el curso de su intento de acumular más y más capital, los ca­pitalistas han intentado mercantilizar más y más procesos sociales en todas las esferas de la vida económica. Dado que el capitalismo es un proceso asocial, de aquí se desprende que ninguna tran­sacción social ha estado intrínsecamente exen­ta de una posible inclusión. Esta es la razón de que podamos decir que el desarrollo histórico del capitalismo ha implicado una tendencia a la mer­cantilización de todas las cosas.

Pero no era suficiente mercantilizar los proce­sos sociales. Los procesos de producción estaban unidos entre sí en complejas cadenas de mercan­cías. Consideremos, por ejemplo, un producto tí­ pico que ha sido ampliamente producido y ven­dido a lo largo de la experiencia histórica del ca­pitalismo: una prenda de vestir. Para producir una prenda de vestir se suele necesitar, como míni­mo, tela, hilo, algún tipo de maquinaria y fuerza de trabajo. Pero cada uno de estos elementos ha de ser producido a su vez. Y los elementos que intervienen en su producción han de ser produ­cidos a su vez. No era inevitable —ni siquiera era habitual— que cada uno de los subprocesos en esta cadena de mercancías estuviera mercantili­zado. De hecho, como veremos, la ganancia es a menudo mayor cuando no todos los eslabones de la cadena están mercantilizados. Lo que está cla­ro es que, en tal cadena, hay un conjunto muy amplio y disperso de trabajadores que reciben algún tipo de remuneración que se registra en los libros de contabilidad como costes.

Hay también un conjunto mucho menor, pero por lo general igualmente disperso, de personas (que además no están por lo común vinculadas entre sí como so­cios económicos, sino que operan como entidades económicas distintas), las cuales comparten de alguna manera el margen final existente en la ca­dena de mercancías entre los costes totales de producción de la cadena y los ingresos totales con­ seguidos gracias a la venta del producto final.

Una vez que hubo tales cadenas de mercancías entre los múltiples procesos de producción, está claro que la tasa de acumulación para todos los «capitalistas» juntos pasó a estar en función de la amplitud del margen que se pudiera crear, en una situación en la que este margen podía fluc­tuar considerablemente. La tasa de acumulación para un capitalista en concreto, sin embargo, es­ taba en función de un proceso de «competencia» en el que las recompensas más altas eran para aquellos que tenían mayor perspicacia para juz­gar, mayor capacidad para controlar a su fuerza de trabajo y mayor acceso a las restricciones po­líticamente determinadas sobre operaciones con­ cretas del mercado (conocidas genéricamente co­mo «monopolios») .

Esto creó una primera contradicción elemental en el sistema. Aunque el interés de todos los capitalistas, tomados como clase, parecía ser redu­cir todos los costes de producción, estas reduc­ciones de hecho con frecuencia favorecían a unos capitalistas en contra de otros, y por consiguien­te algunos preferían incrementar su parte de un margen global menor a aceptar una parte menor je un margen global mayor. Además, había una segunda contradicción fundamental en el sistema. A medida que se acumulaba más y más capital, se mercantilizaban más y más procesos y se pro­ducían más y más mercancías, uno de los requi­sitos clave para mantener la circulación era que hubiera más y más compradores.

Sin embargo, al mismo tiempo, los esfuerzos por reducir los costes de producción reducían a menudo la circu­lación y la distribución del dinero, y de este modo inhibían la constante expansión de los comprado­ res, necesaria para completar el proceso de acu­mulación. Por el contrario, la redistribución de la ganancia global de una forma que pudiera haber incrementado la red de compradores reducía a menudo el margen global de ganancia. De aquí que los empresarios a nivel individual se movie­ran en una dirección para impulsar sus empresas (reduciendo, por ejemplo, sus costes de trabajo) mientras que simultáneamente se movían en otra dirección (como miembros de una clase colecti­va) para aumentar la red global de compradores (lo que inevitablemente implicaba, para algunos productores al menos, un incremento de los cos­tes de trabajo).

La economía del capitalismo ha estado, pues, gobernada por el intento racional de maximizar la acumulación. Pero lo que era racional para los empresarios, no era necesariamente racional para los trabajadores. Y, lo que es aún más importan­te: lo que era racional para todos los empresa­rios como grupo colectivo no era necesariamente racional para un empresario determinado. Por tanto, no basta decir que cada uno velaba por sus propios intereses. Los propios intereses de cada persona a menudo movían a ésta, de forma muy «racional», a emprender actividades contra­dictorias. El cálculo del interés real a largo plazo se hizo pues sumamente complejo, aun cuando ignoremos en la actualidad hasta qué punto la percepción de sus propios intereses por parte de cada uno estaba encubierta y distorsionada por complejos velos ideológicos. Por el momento, su­ pondré provisionalmente que el capitalismo his­tórico engendró realmente al homo economicus, pero añadiré que éste estaba, casi inevitablemen­te, un tanto confuso.

Había, sin embargo, una restricción «objetiva» que limitaba la confusión. Si un determinado in­ dividuo cometía constantemente errores de apre­ciación en el terreno económico, ya fuera por ig­norancia, fatuidad o prejuicios ideológicos, este individuo (o empresa) tendía a no sobrevivir en el mercado. La bancarrota ha sido el filtro de­purador del sistema capitalista que ha obligado constantemente a todos los agentes económicos a seguir más o menos los caminos trillados, pre­sionándolos para actuar de forma que colectiva­ mente hubiera una acumulación de capital cada vez mayor.

El capitalismo histórico es, pues, ese escenario integrado, concreto, limitado por el tiempo y el espacio, de las actividades productivas dentro del cual la incesante acumulación de capital ha sido el objetivo o «ley» económica que ha gobernado o prevalecido en la actividad económica funda­mental. Es ese sistema social en el cual quienes se han regido por tales reglas han tenido un im­pacto tan grande sobre el conjunto que han crea­do las condiciones, mientras que los otros se han visto obligados a ajustarse a las normas o a su­frir las consecuencias. Es ese sistema social en el cual el alcance de esas reglas (la ley del valor) se ha hecho cada vez más amplio, los encargados de aplicar estas reglas se han hecho cada vez más intransigentes y la penetración de estas reglas en el tejido social se ha hecho cada vez mayor, aun cuando la oposición social a tales reglas se haya hecho cada vez más fuerte y más organizada.

Utilizando esta descripción de lo que se entien­de por capitalismo histórico, cualquiera de nos­otros puede determinar a qué escenario integrado, concreto, limitado por el tiempo y el espacio, se refiere. Mi opinión es que la génesis de este sistema histórico se localiza en la Europa de finales del siglo xv, que el sistema se extendió con el tiempo hasta cubrir todo el globo hacia finales del siglo XIX, y que aún hoy cubre todo el globo. Me doy cuenta de que una delimitación tan super­ficial de las fronteras del tiempo y el espacio sus­cita dudas en muchas personas. Estas dudas son, sin embargo, de dos tipos diferentes. En primer lugar están las dudas empíricas. ¿Estaba Rusia dentro o fuera de la economía-mundo europea en el siglo XVI? ¿Cuándo se incorporó exactamente el Imperio otomano a la economía-mundo capita­lista? ¿Podemos considerar una determinada zo­na interior de un determinado Estado en un de­terminado momento como verdaderamente «inte­grada» en la economía-mundo capitalista? Estas preguntas son importantes, tanto por sí mismas como porque al intentar responder a ellas nos ve­mos obligados a precisar más nuestros análisis de los procesos del capitalismo histórico. Pero no es éste el momento ni el lugar adecuado para con­testar a los numerosos interrogantes empíricos sometidos a continuo debate y elaboración.

El segundo tipo de duda es el que se plantea la utilidad de la clasificación inductiva que acabo de sugerir. Hay algunos que se niegan a aceptar que se pueda decir jamás que existe el capitalismo a no ser como una forma específica de rela­ción social en el lugar de trabajo: la de un em­presario privado que emplea asalariados. Hay otros que afirman que cuando un determinado Estado ha nacionalizado sus industrias y procla­mado su adhesión a las doctrinas socialistas, ha puesto fin, con esos actos y como resultado de sus consecuencias, a la participación de ese Es­tado en la economía-mundo capitalista. Estos no son interrogantes empíricos, sino teóricos, y tra­taremos de abordarlos en el curso de este análi­sis. Abordarlos deductivamente sería inútil, sin embargo, ya que no llevaría a un debate racional, sino simplemente a un choque entre fes opuestas.

Por consiguiente, los abordaremos heurísticamen­te, afirmando que nuestra clasificación inductiva es más útil que las clasificaciones alternativas por­que abarca más fácilmente y elegantemente lo que sabemos colectivamente en la actualidad acerca de la realidad histórica y porque nos proporciona una interpretación de esta realidad que nos permite ac­tuar más eficazmente sobre el presente.

Examinemos, pues, cómo ha funcionado realmen­te el sistema capitalista. Decir que el objetivo de un productor es la acumulación de capital es decir que tratará de producir tanto como le sea posible de una determinada mercancía y ofrecerla a la venta con el mayor margen de ganancia para él. Sin embargo, esto lo hará dentro de una serie de res­tricciones económicas que, como decimos, exis­ten «en el mercado». Su producción total está for­zosamente limitada por la disponibilidad (relati­vamente inmediata) de cosas tales como factores materiales de producción, fuerza de trabajo, clien­tes y acceso al dinero efectivo para ampliar su base de inversión. La cantidad que puede produ­cir con ganancia y el margen de ganancia al que puede aspirar están también limitados por la ca­pacidad de sus «Competidores» de ofrecer el mis­mo artículo a precios de venta más bajos: en este caso no se trata de los competidores de cualquier lugar del mercado mundial, sino de los que están introducidos en los mismos mercados locales, in­ mediatos y más restringidos en los que él vende (independientemente de cómo sea definido este mercado en un caso determinado). La expansión de su producción estará también restringida por el grado en que su producción ampliada dé lugar a una reducción de los precios en el mercado «lo­cal» capaz de reducir realmente la ganancia total obtenida con su producción total.

Todas éstas son restricciones objetivas, es de­cir, que existen sin necesidad de que un determi­nado productor o participante activo en el mer­cado tome un determinado conjunto de decisio­nes. Estas restricciones son la consecuencia de un proceso social total que se da en un lugar y tiempo concretos. Por supuesto, siempre hay ade­más otras restricciones, más susceptibles de ma­nipulación. Los gobiernos pueden adoptar, pue­den haber adoptado ya, diversas medidas que de alguna forma transformen las opciones económi­cas y por consiguiente el cálculo de las ganancias. Un determinado productor puede ser el beneficia­rio o la víctima de las medidas existentes. Un de­ terminado productor puede tratar de persuadir a las autoridades políticas de que cambien las me­didas en su favor.

¿Cómo han actuado los productores para ma­ximizar su capacidad de acumular capital? La fuerza de trabajo ha sido siempre un elemento central y cuantitativamente significativo en el proceso de producción. Al productor que trata de acumular le preocupan dos aspectos diferentes de la fuerza de trabajo: su disponibilidad y su cos­te. El problema de la disponibilidad se ha plan­teado habitualmente de la siguiente manera: las relaciones sociales de producción que eran fijas (una fuerza de trabajo estable para un determi­nado productor) podían tener un coste bajo si el mercado era estable y el tamaño de la fuerza de trabajo óptima para un momento determinado.

Pero si el mercado de ese producto decaía, el hecho de que la fuerza de trabajo fuera fija in­crementaba su coste real para el productor. Y si el mercado de ese producto se incrementaba, el hecho de que la fuerza de trabajo fuera fija hacía que al productor le fuera imposible aprovechar las oportunidades de ganancia.

Por otra parte, también una fuerza de trabajo variable tenía desventajas para los capitalistas. Una fuerza de trabajo variable era por definición una fuerza de trabajo que no trabajaba necesaria­ mente de forma continua para el mismo produc­tor. A tales trabajadores debía, pues, preocupar­les, por lo que se refiere a su supervivencia, su nivel de remuneración en función de un período de tiempo lo suficientemente largo como para contrarrestar las variaciones en los ingresos rea­les. Es decir, los trabajadores tenían que ser ca­paces de sacar de los períodos en que trabajaban lo suficiente como para cubrir los períodos en los que no recibían remuneración. Por consiguien­te, una fuerza de trabajo variable a menudo cos­taba a los productores más por hora y por indi­viduo que una fuerza de trabajo fija.

 

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