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El libro fue editado en 1984.

EDITORIAL CONTRA CANTO

Apartado de Correos: 20.300. Madrid

ISBN: 84-86229-01-4

Depósito legal: M-13.915-1984

Primera edición: abril de 1984

Posteriormente el texto fue ampliado y éste es el resultado

 

1. La fundación de la OMLE en el exilio

  

La situación política en España a mediados de los años sesenta, cuando la OMLE estaba en proceso de formación, se caracterizaba por tres rasgos fundamentales, que se condicionaban mutuamente: el régimen fascista imperante, el auge del movimiento obrero y popular, y el revisionismo, que se había adueñado del Partido Comunista.

En contraste con otros países, en España el fascismo se había impuesto en 1939 después de tres años de dura guerra y no pacíficamente, por medio de unas elecciones. Esto otorgó a los militares españoles un protagonismo decisivo dentro del régimen: a diferencia de otros capitostes fascistas europeos, Franco era general del Ejército. Por tanto, lo que singulariza al franquismo, frente a sus homólogos italiano y alemán, es precisamente el decisivo protagonismo militar, tanto en la guerra como después de ella.

El fascismo en España tampoco duró unos pocos años sino que, con distintas vicisitudes, se mantiene hasta nuestros días, forjando a la clase obrera y dotándola de una experiencia de lucha que muy pocas han podido tener. La lucha de clases en España ha estado, y sigue estando, profundamente marcada por la guerra civil y una posterior y prolongada dominación fascista.

La oligarquía, con la ayuda del nazi-fascismo, aplastó en 1939 a sangre y fuego las conquistas populares e instauró un poder terrorista con el objetivo de eliminar para siempre el peligro de la revolución. Las conquistas políticas que durante el gobierno del Frente Popular habían conseguido las masas populares, fueron eliminadas, implantando la oligarquía su monopolio político. Los terratenientes y financieros se apropiaron de las tierras y de todo el capital industrial; la Iglesia recuperó sus privilegios económicos y políticos; comenzó la gran explotación del pueblo bajo la orgía de los fusilamientos en masa, de los encarcelamientos, de la liquidación de las libertades nacionales, del oscurantismo inquisitorial, etc. Esta situación se ha mantenido hasta nuestros días.

 

1.1 Peor que la guerra: la posguerra

 

Tras la guerra no llegó ni un solo instante de paz. La represión de posguerra causó aún más daño a las organizaciones comunistas, obreras y campesinas, que fueron ferozmente perseguidas y sus dirigentes asesinados por miles. El volumen de represión no ha tenido parangón en la Historia: el fascismo en España pretendió arrasar materialmente con cualquier vestigio de los comunistas españoles. Las cárceles se desbordaron, dejando su papel a los campos de concentración, espacios a la intemperie vallados y fuertemente custodiados. Finalizada la guerra, la propaganda oficial cambió los nombres por otros tales como campos de trabajo, batallones disciplinarios, colonias penitenciarias militarizadas, etc. Los presos malvivían en esa situación, sometidos a las inclemencias del tiempo, al hambre, a las plagas y a las enfermedades[1]. Aún hoy el Ejército no ha autorizado a los historiadores el acceso a los archivos de la represión[2], pero según datos oficiales de la época, un 8 por ciento de la población pasó por presidio en la posguerra; aproximadamente fueron un millón los sentenciados en consejos de guerra en los seis primeros años posteriores a la guerra, la mayor parte de ellos condenados a muerte, acusados de rebelión militar.

Los cálculos hablan de cantidades entre 700.000 y 800.000 fugitivos, de los cuales medio millón lo hicieron al final de la guerra, regresando casi la mitad nuevamente; hubo unos 300.000 que jamás pudieron regresar del exilio y otros 35.000 que fallecieron víctimas del hambre y las enfermedades en los campos de concentración franceses y norteafricanos, cantidad a la que hay que añadir otros 7.000 de los campos de exterminio nazis.

Los comunistas y antifascistas asesinados tras la guerra suman un total de unos 200.000[3]. El régimen de Franco no tuvo ninguna compasión con un Ejército republicano vencido y desarmado. Los máximos responsables de aquella gigantesca masacre, fiscales militares como José Solís Ruiz o Carlos Arias Navarro, ocuparían después los más altos cargos del régimen. Los partidos, sindicatos y asociaciones republicanos de toda clase, a los que de alguna forma próxima o remota se vinculaba al Frente Popular, fueron disueltos y sus bienes incautados, ofreciendo cobertura al pillaje organizado, sobre el que numerosos oligarcas actuales fundaron sus inmensas fortunas.

Pero las cifras de presos, muertos y exiliados no agotan el capítulo represivo de la primera época franquista. Hubo también un sector muy importante de la población que perdió su trabajo para siempre; otros no pudieron volver a ejercer su profesión, y muchos tuvieron que padecer humillantes expedientes de idoneidad. Los republicanos debíanportar consigo salvoconductos y certificados de buena conducta, que les convertían en verdaderos parias. Encarcelados, asesinados, exiliados: el fascismo no tuvo bastante y desató una vasta depuración a fin de que la más mínima sospecha de oposición ocasionara su correspondiente represalia. Familiares de los comunistas y republicanos fueron también perseguidos y tuvieron que abandonar sus puestos, profesiones y trabajos, al tiempo que sus propiedades eran confiscadas. Unos 300.000 funcionarios de la República perdieron su puesto de trabajo, cifra que es aún más significativa si tenemos en cuenta que, por ejemplo, fueron depurados el 80 por ciento de los maestros. Las cifras serían bastante más elevadas si tuviéramos en cuenta los expulsados por los tribunales de honor en los cuerpos funcionariales y profesionales, de muy difícil cuantificación por el momento, si bien en 1969 todavía había expedientes abiertos contra maestros nacionales. Una censura implacable y absoluta sobre prensa, libros, radio o teatro, se implantó en todo el país. El día de la sublevación en una alocución en Pamplona, el general Mola había advertido con claridad: Hay que sembrar el terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros.

Sobre este sepulcral panorama, el fascismo pretendió reinar eternamente y amasar fabulosas ganancias. El nivel de vida de las masas descendió hasta niveles insospechados. Al finalizar la guerra una cuarta parte de la población corría el riesgo de morir literalmente de hambre[4] y no por falta de alimentos sino por la gigantesca especulación desatada, especialmente por los grandes terratenientes y las exportaciones de todo tipo a la Alemania hitleriana durante la II Guerra Mundial, que dejaron desabastecido el mercado interior. La oligarquía acumuló inmensas fortunas con los trabajos forzados de los cientos de miles de prisioneros de guerra que engrosaron los batallones de trabajadores. Las empresas constructoras que florecieron en los años sesenta acumularon su capital a costa de la mano de obra gratuita aportada por los antifascistas en régimen de semiesclavitud[5], pero también las mineras de Almadén, MSP de Ponferrada, Duro Felguera y las del metal como Babcock & Wilcox, La Maquinista y otras. La desnutrición y la avitaminosis desataron una oleada de epidemias y enfermedades, que afectaron a toda la población. Las crónicas de la España de posguerra están llenas de estraperlo, por un lado, y de cartillas de racionamiento y hambre, por el otro. A la desmoralización por la derrota se añadía la búsqueda cotidiana del pan.

La represión dio lugar a una acelerada acumulación de capital: bastantes fortunas y ascensos en la escala de poder económico se gestaron aquí y beneficiándose también del mercado negro, el estraperlo, el hambre y la especulación de posguerra. Además del estado de guerra permanente, España padeció durante los años de la autarquía, una verdadera economía de guerra: militares estuvieron hasta 1962 al frente de ministerios como el de Industria y Comercio, o el de Obras Públicas, o la dirección del Instituto Nacional de Industria y de grandes monopolios del Estado. La oligarquía amasó fabulosas riquezas en un marco pavoroso de paro, hambre y enfermedades[6].

El Estado franquista, por tanto, no fue óbice
para que se abriera un intenso proceso de
acumulación capitalista, sino todo lo contrario:
fue uno de sus grandes motores, gracias a la
coerción persistente sobre el proletariado. El
régimen cambió todo aquello que se vio
obligado a cambiar en beneficio de la
oligarquía financiera y los grandes
monopolistas, y lo hizo sólo en el momento en
que fue necesario y pese a quien resultara
perjudicado. Bajo una triunfalista propaganda
oficial que aparentaba una dominación
monocorde de los grandes jerarcas del
régimen, subyacía una guerra sorda de
camarillas en pugna permanente por el control
del aparato del Estado; falangistas, carlistas,
católicos, monárquicos, tecnócratas, militares, etc. se relevaban o coincidían en los altos cargos en un difícil equilibrio, que sólo se mantenía por la necesidad de explotar a las masas populares y sofocar cualquier oposición a sus proyectos.

El capital monopolista había optado decididamente por la vía de la modernización desde los primeros años cincuenta, porque la vía autárquica y corporativista se agotó rápidamente. A mediados de los años cincuenta se inició la reforma administrativa del Estado, que respondía a unos criterios tecnocráticos de ineludible aprobación para permitir la acumulación y concentración de capital de los años sesenta y la reforma política de finales de los setenta. El punto de arranque de todo el proceso es la creación, en diciembre de 1956, de la Oficina de Coordinación y Programación Económica, dirigida por López Rodó bajo la tutela directa del almirante Carrero Blanco. Su primer fruto fue la aprobación al año siguiente de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado, cuyo artículo 13.6 establecía entre las competencias de la Presidencia del Gobierno, esto es, del almirante Carrero, la elaboración de los planes de desarrollo económico. Aquella reforma administrativa precedió a los planes de desarrollo que, a su vez, contenían importantes medidas administrativas.

Bajo el gobierno de los católicos del Opus Dei, la oligarquía acomete en 1959 un ambicioso programa de expansión económica, con la colaboración activa del imperialismo norteamericano, de las demás potencias occidentales y del Vaticano. Se trataba de acabar con la autarquía e introducir a España en el circuito económico imperialista, que en aquellos años comenzaba a resurgir del marasmo de la posguerra mundial. Pero España se encontraba entonces al borde de la suspensión de pagos, con números rojos en la balanza de pagos; era imposible renovar la maquinaria productiva sin hacer importaciones; los alimentos estaban racionados y el aparato productivo estaba a punto de colapsarse. Uno de los objetivos fundamentales del Plan de Estabilización de 1959 fue, pues, la convertibilidad de la peseta para aprovechar la coyuntura mundial y facilitar la integración de la economía española en la internacional. La recuperación económica estuvo directamente ligada a la integración española en el mercado internacional por tres vías conexas: inversiones extranjeras, emigración y turismo. De ahí se obtuvieron las divisas imprescindibles para la expansión económica de los sesenta.

Con el aval del embajador de Estados Unidos en Madrid, John David Lodge, España ingresa en 1959 en el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Europea de Cooperación Económica, antecedente de la OCDE que aquel mismo año publicó su primer informe sobre la economía española, en el que se exigía ya la estabilización. Según cuenta el historiador Ángel Viñas, encerrado en una habitación del hotel Palace madrileño, el director del Departamento Europeo del FMI, Gabriel Ferré, había perfilado la filosofía económica del cambio de rumbo; esta parte de su borrador, con pequeñas variantes de estilo y complementos indispensables, fue asumida enteramente por el Gobierno español en el memorándum que, con fecha 30 de junio, dirigió oficialmente a los organismos económicos internacionales y, previamente, a las autoridades norteamericanas.

A partir de 1959 el escenario económico español cambiará radicalmente: de constituir un país atrasado, dependiente y semifeudal, España pasará a integrarse en el elenco de países de capitalismo monopolista de Estado. En la década de los sesenta se lograron tasas de crecimiento anuales de alrededor del 7 por ciento. Cambiaron muchas cosas y muy rápidamente, no solamente en el plano político, sino también sociológicamente. El campo se despuebla, tanto por efecto de la emigración al exterior de dos millones de jornaleros del campo, como interior, a los nuevos núcleos industriales que se fueron creando. La emigración interior del campo a la ciudad se puede calcular en más de tres millones y medio de trabajadores sólo entre los años 1962 y 1970. La mano de obra agrícola, que suponía la mitad de la fuerza de trabajo en 1959, se reduce drásticamente, hasta reducirse a un 12'5 por ciento en 1977. España dejaba de ser un país agrícola y las viejas lacras del feudalismo desaparecían. Naturalmente el desempleo, una de las lacras del periodo autárquico, desapareció fulminantemente y se produjo un rápido crecimiento de las ciudades, que cambian aceleradamente su fisonomía, casi de la noche a la mañana, con la aparición de nuevos barrios y suburbios donde los obreros se hacinan en condiciones lamentables de falta de vivienda, sanidad, higiene, transportes, etc. La población del campo envejece y en las fábricas, por contra, el proletariado es muy joven. Son los jóvenes los que emigran: una nueva generación absorbe rápidamente las nuevas costumbres urbanas y adopta nuevos hábitos. En 1970, para una población activa inferior a los 13 millones, había más de tres millones de trabajadores en el extranjero.

 

[1] Libro blanco sobre las cárceles franquistas, Ruedo Ibérico París, 1976, pgs.63 y stes.

[2] A. Reig Tapia: Ideología e historia: sobre la represión franquista y la guerra civil, Akal, Madrid, 1984.

[3] Esta cifra ha sido la que más éxito ha tenido, después de que Charles Foltz se hiciera eco en 1948 de la cantidad referida por un funcionario franquista: 192.684 víctimas entre 1939 y 1944. Esta cantidad también es aceptada por Guy Hermet y otros. Elena de la Souchère dio la cifra de 220.000 para los tres primeros años de posguerra, mientras el general Cabanellas ha hablado de 300.000, y Stanley G. Payne ha subido la cantidad hasta llegar a los 370.000 fusilamientos.

[4] Harmut Heine: La oposición política al franquismo, Crítica, Barcelona, 1983, pg.49.

[5] En Cuelgamuros (Valle de los Caídos, en la sierra norte de Madrid) los presos eran alquilados a las empresas (Banús, San Román y Molás) por 10'50 pesetas diarias, de las que el Estado se quedaba con 10 pesetas para el mantenimiento del recluso y entregaba los 50 céntimos restantes al preso. Se trabajaba domingos y festivos, 9 horas en invierno y 10 en verano. Además eran muy frecuentes las horas extras, porque las empresas las pagaban directamente al trabajador-preso.

[6] La gran burguesía arriesgó la propia reproducción física de los trabajadores hasta tal punto que el Estado tuvo que imponer normas, como las pagas extras o el salario mínimo, que evitaran el desfallecimiento de la mano de obra por inanición. Por supuesto, el régimen utilizó demagógicamente estas normas para demostrar su posición social favorable a los obreros.

 

 

 

 

 

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