RECONOCIMIENTOS

Cuando acepté escribir este libro, recibí, por casualidad, una invitación de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, España, para dar un seminario de verano sobre "análisis de sistemas-mundo". El curso consistiría en cinco conferencias. Los participantes eran en su mayoría alumnos graduados y profesores jóvenes de universidades españolas, quienes, en su mayoría, habían tenido escaso contacto con el análisis de sistemas-mundo. Eran alrededor de cuarenta. Aproveché así la ocasión para presentar una primera versión de los cinco capítulos de este libro. Y me he beneficiado por los comentarios recibidos. A ellos les agradezco.

Cuando terminé de escribir el borrador de este libro, le pedí a cuatro amigos que lo leyeran y criticaran. Estos amigos son personas en cuyo juicio como lectores y experiencia docente confío. Pero todos tenían cierto grado de participación e interés en el análisis de sistemas-mundo. Esperaba por tanto obtener una variada gama de reacciones, y eso fue lo que sucedió. Como es el caso con un ejercicio semejante, les estoy agradecido por rescatarme de zonceras y pasajes oscuros. Me ofrecieron sus avezadas sugerencias, las cuales incorporé. Pero, por supuesto, persistí en mi opinión acerca del tipo de libro que yo consideraba más útil escribir, y los lectores merecen mis disculpas por ignorar parte de sus sugerencias. Así y todo, el libro es mejor gracias a las cuidadosas lecturas de Kai Erickson, Walter Goldfrank, Charles Lemert y Peler Taylor.

 

PARA COMENZAR: COMPRENDER EL MUNDO EN EL QUE VIVIMOS

 

Los medios, así como también los científicos sociales, repiten constantemente que hay dos cosas que dominan el inundo en que vivimos desde los últimos decenios del siglo xx: la globalización y el terrorismo. Ambos se nos presentan como fenómenos sustancialmente nuevos: el primero rebosante de esperanzas y el segundo, de peligros temibles. El gobierno de los Estados Unidos parece desempeñar un papel central en el avance de uno y la lucha contra el otro. Pero por supuesto, estas realidades no son meramente estadounidenses sino mundiales. Lo que subyace a gran parte de este análisis es el eslogan de la señora Thatcher, primer ministro de Gran Bretaña entre 1979 y 1990: TINA ("There is NO Alternative", en español: "No Hay Ninguna Alternativa"). Se nos dice que no hay ninguna alternativa a la globalización, a cuyas exigencias todos los gobiernos deben someterse. Y se nos dice que, si queremos sobrevivir, no hay ninguna alternativa más que aplastar sin piedad al terrorismo en todas sus manifestaciones.

La caracterización no es falla de verdad, pero sí muy parcial. Si observamos la globalización y el terrorismo como fenómenos definidos en un tiempo y escena limitados, tendemos a llegar a conclusiones tan efímeras como los periódicos. En general, no hemos sido capaces de comprender el significado de estos fenómenos, sus orígenes, su trayectoria y, más importante aún, cuál es su lugar en el orden mayor de las cosas. Solemos ignorar su historia. Somos incapaces de juntar las piezas del rompecabezas y nos sorprendemos constantemente de que no se cumplan nuestras expectativas a corto plazo.

¿Cuántas personas esperaban en los años ochenta que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se desmoronase tan rápida y pacíficamente como lo hizo? ¿Y cuántos esperaban en 2001 que el líder de un movimiento del que pocos habían oído hablar, al-Qaeda, atacase las torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono el 11 de septiembre, provocando tanto daño? No obstante, vistos desde cierta perspectiva, ambos hechos forman parte de un escenario mayor cuyos detalles pudiéramos no haber conocido por adelantado pero cuyos rasgos generales eran más que predecibles.

Parte del problema es que hemos estudiado estos fenómenos en compartimientos estancos a los que hemos dado nombres especiales —política, economía, estructura social, cultura— sin advertir que dichos compartimientos eran construcciones de nuestra imaginación más que de la realidad. Los fenómenos de los que nos ocupábamos en dichos compartimientos estancos estaban tan estrechamente entrelazados que cada uno presuponía al otro, cada uno afectaba al otro y cada uno era incomprensible sin tener en consideración a los demás compartimientos. Y otra parte del problema es que tendemos a dejar fuera de nuestras consideraciones analíticas acerca de aquello que es "nuevo" o no los tres puntos de inflexión importantes del sistema-mundo moderno:

1) el largo siglo XVI, durante el cual nuestro sistema-mundo moderno vio la luz como economía-mundo capitalista;

2) la Revolución francesa de 1789, como acontecimiento mundial que dio lugar a la dominación subsiguiente, durante dos siglos, de una geocultura para este sistema-mundo, cultura que fue dominada por un liberalismo centrista, y

3) la revolución mundial de 1968, que presagió la larga fase terminal del sistema-mundo moderno en que nos encontramos y que socavó la geocultura liberal centrista que mantenía al sistema-mundo unificado

Quienes proponemos el análisis de sistemas-mundo, lema del que trata este libro, venimos hablando acerca de la globalización desde mucho antes de que el término fuera inventado (no, empero, como de algo nuevo sino como de algo que había sido un elemento básico para el sistema-mundo moderno desde que éste comenzara en el siglo XVI). hemos argumentado que los compartimientos estancos de análisis —lo que en las universidades se denomina disciplinas— son un obstáculo y no una ayuda en la comprensión del mundo. Hemos argumentado que la realidad social en que vivimos y determina cuáles son nuestras opciones no ha sido la de los múltiples estados nacionales de los que somos ciudadanos sino algo mayor, que hemos llamado sistema-mundo. Hemos dicho que este sistema-mundo ha contado con muchas instituciones —estados y sistemas interestatales, compañías de producción, marcas, clases, grupos de identificación de todo tipo—y que estas instituciones forman una matriz que permite al sistema operar, pero al mismo tiempo estimula tanto los conflictos como las contradicciones que calan en el sistema. Hemos argumentado que este sistema es una creación social, con una historia, con orígenes que deben ser explicados, mecanismos presentes que deben ser delineados y cuya inevitable crisis terminal necesita ser advertida.

Este punto de vista no sólo nos ha enfrentado a la sabiduría oficial de quienes detentan el poder, sino también a buena parte del conocimiento convencional propuesto por los científicos sociales a lo largo de los últimos dos siglos. Por tal motivo, decimos que es importante mirar de un nuevo modo no sólo el modo en que funciona el mundo en que vivimos, sino también cómo hemos llegado a pensar acerca de este mundo, Los analistas de sistema-mundo se ven a sí mismos, por lo tanto, como participantes de una protesta fundamental contra los modos en los que hemos pensado que conocíamos el mundo. Pero también creemos que la emergencia de este modo de análisis es un reflejo, una expresión, de la protesta concreta contra las profundas desigualdades del sistema-mundo que ocupan el centro político de nuestro tiempo.

Yo mismo me he dedicado y he escrito acerca de análisis de sistemas-mundo durante los últimos treinta años. Lo he utilizado para describir la historia y los mecanismos del sistema-mundo moderno. Lo he utilizado para delinear las estructuras del saber. Lo he discutido como un método y un punto de vista. Pero jamás había intentado presentar en un mismo lugar la totalidad de lo que entiendo por análisis de sistemas-mundo.

En estos últimos treinta años, el tipo de trabajo catalogado bajo este título se ha vuelto más común y su práctica se ha difundido geográficamente. Sin embargo, aún continúa siendo una visión minoritaria, una visión opuesta, en el mundo de las ciencias sociales históricas. Lo he visto elogiado, atacado y con frecuencia mal explicado y mal interpretado, a veces por críticos hostiles y no muy bien informados, pero otras veces por individuos que se consideraban a sí mismos partidarios o al menos simpatizantes. Decidí entonces que me gustaría explicar cuáles son las que considero sus premisas y principios, dar una visión holística de una perspectiva que sostiene ser un llamado a la constitución de una ciencia social histórica holística.

Este libro se dirige simultáneamente a tres públicos. Está escrito para el lector medio que no cuenta de antemano con el conocimiento de un especialista. Dicha persona puede ser tanto un alumno que recién ingresa al sistema universitario como un miembro del público general. En segundo lugar, está escrito para el alumno de grado en ciencias sociales históricas interesado en una seria introducción a los temas y perspectivas encuadrados bajo el título de análisis de sistemas-mundo. Y finalmente está escrito para el estudioso que desea examinar mi punto de vista particular dentro de una incipiente pero pujante comunidad académica.

El libro comienza trazando lo que muchos lectores considerarán un camino que no conduce a nada. El primer capítulo es una discusión acerca de las estructuras de saber del sistema-mundo moderno. Es un intento por explicar los orígenes históricos de este modo de análisis. En los capítulos 2 a 4 discutimos los mecanismos concretos del sistema-mundo moderno. Y es sólo en el capítulo 5, el último, que discutimos el futuro posible al que nos enfrentamos y por ende, nuestras realidades contemporáneas. Algunos lectores preferirán dirigirse directamente al capítulo 5, y convertirlo en su capítulo 1. Si he estructurado mi argumentación de la manera en que lo he hecho es porque creo firmemente que para entender el análisis de sistemas-mundo el lector (incluso el joven y principiante) necesita "impensar" mucho de lo que ha aprendido de la escuela primaria en adelante, reforzado cotidianamente por los medios de comunicación masivos. Es sólo mediante la confrontación directa de cómo hemos llegado a pensar del modo en que lo hacernos como podemos comenzar a liberarnos para pensar de maneras que, creo, nos permitan analizar de forma más coherente y útil nuestros dilemas contemporáneos.

Los libros son leídos de distintas maneras por personas distintas, y supongo que cada uno de los tres grupos de lectores a quienes está dirigido este libro lo leerá de manera diferente. Sólo puedo esperar que cada grupo, cada lector individual, lo encuentre de utilidad. Ésta es una introducción al análisis de sistemas-mundo. No tiene la pretensión de ser una summa. El libro intenta cubrir todo el espectro de temas, pero sin duda algunos lectores entenderán que faltan ciertos elementos, otros se encuentran sobre-valuados y, desde ya, algunos de mis argumentos son, simplemente, erróneos. El libro se plantea como una introducción a un modo de pensar, siendo por ende también una invitación a un debate abierto, del que espero participen los tres públicos.

 

1. ORÍGENES HISTÓRICOS DEL ANÁLISIS DE SISTEMAS-MUNDO: DE LAS DISCIPLINAS DE LAS CIENCIAS SOCIALES A LAS CIENCIAS SOCIALES HISTÓRICAS

 

El análisis de sistemas-mundo se originó a principio de los años setenta como una nueva perspectiva acerca de la realidad social. Algunos de sus conceptos habían estado en uso durante largo tiempo y otros eran nuevos o al menos no habían recibido un nombre hasta el momento. Los conceptos sólo pueden entenderse dentro del contexto de su tiempo. Esto es más cierto todavía en lo que respecta a perspectivas cuyos conceptos adquieren significado primariamente en relación con los demás, según el modo en que todos se combinen en un enfoque. Las nuevas perspectivas, además, por lo general se entienden mejor si uno las considera como una protesta contra otras anteriores. Las nuevas perspectivas sostienen siempre que las antiguas, las que gozan de mayor aceptación en su momento, son por un lado significativamente inadecuadas, erradas o tendenciosas, y por el otro que se convierten más en una barrera para la comprensión de la realidad social que en una herramienta para analizarla.

Como cualquier otra perspectiva, el análisis de sistemas-mundo se construyó sobre la base de argumentaciones y críticas previas. En cierto sentido, prácticamente ninguna perspectiva puede ser enteramente nueva. Por lo general, siempre hay alguien que ha dicho ya algo similar algunos decenios o incluso siglos antes. Por ende, cuando decimos que una perspectiva es nueva, esto bien puede sólo significar que por primera vez el mundo está listo para considerar seriamente las ideas que encarna, y que, además, tal vez dichas ideas han sido reformuladas de manera tal que resultan más convincentes y accesibles a un número mayor de personas.

La historia de la emergencia del análisis de sistemas-mundo está imbricada en la historia del sistema-mundo moderno y las estructuras de saber que se desarrollaron como parte de ese sistema. Es por demás útil rastrear los comienzos de esta historia particular no en los años setenta sino a mediados del siglo XVIII. La economía-mundo capitalista había existido ya por espacio de dos siglos. El imperativo de la incesante acumulación de capital había generado una necesidad de cambio tecnológico constante, y una constante expansión de las fronteras (geográficas, psicológicas, intelectuales, científicas).

Surgió, como consecuencia, la necesidad de saber cómo sabemos y debatir acerca de cómo debemos saber. La afirmación milenaria según la cual las autoridades religiosas se arrogaban el ser la única vía de saber la verdad venía siendo desafiada en el sistema-mundo moderno hacía tiempo ya. Las alternativas seculares —esto es, no religiosas— recibían cada vez mejor aceptación. Los filósofos se prestaban a dicha tarea, sosteniendo que los seres humanos podían adquirir saber mediante el empleo de su intelecto, en oposición a la recepción de una verdad revelada por medio de autoridades o textos religiosos. Filósofos tales como Descartes y Spinoza —al margen de las diferencias entre uno y otro— buscaban relegar el saber teológico a un rincón privado, separado de las principales estructuras del saber.

Mientras los filósofos desafiaban los dictados de los teólogos, afirmando que los seres humanos podían discernir la verdad directamente mediante el uso de sus facultades racionales, un grupo cada vez más numeroso de intelectuales se manifestaba de acuerdo respecto de la función de los teólogos, pero argumentaba también que la denominada intuición filosófica era una fuente de verdad tan arbitraria como la revelación divina. Estos intelectuales insistían en darle prioridad al análisis empírico de la realidad. Cuando Laplace a comienzos del siglo xix escribió un libro sobre los orígenes del sistema solar, Napoleón, a quien presentara el libro, le hizo notar que no había mencionado a Dios una sola vez en su grueso volumen. Laplace respondió: "No tengo necesidad de tal hipótesis, señor." Estos intelectuales serían a partir de entonces llamados científicos. No obstante, debemos recordar que al menos hasta fines del siglo XVIII no había una distinción clara entre ciencia y filosofía a la hora de definir el saber. En aquellos tiempos, Immanuel Kant encontraba perfectamente adecuado dar conferencias sobre astronomía y poesía, así como también sobre metafísica. Escribió además un tratado sobre relaciones entre estados. El saber era considerado aún un campo unificado.

Aproximadamente en ese momento a fines del siglo XVIII, ocurrió lo que hoy denominamos "divorcio" entre la filosofía y la ciencia. Fue por insistencia de quienes defendían las "ciencias" empíricas que ocurrió este divorcio. Afirmaban que el único camino a la "verdad" era la teoría basada en la inducción a partir de observaciones empíricas, y que dichas observaciones tenían que ser realizadas de modo tal que otros pudieran repetirlas luego y así verificar dichas observaciones. Sostenían que las deducciones metafísicas eran especulativas y no poseían valor de "verdad". Se resistían, por tanto, a considerarse a sí mismos "filósofos".

Fue también en esta época, y de hecho en gran parte como resultado de este divorcio, cuando tuvo nacimiento la universidad moderna. Construida sobre las bases de la universidad medieval, la universidad moderna es en realidad una estructura diferente. A diferencia de la universidad medieval, cuenta con profesores pagos, de tiempo completo, que casi nunca son clérigos y se agrupan no sólo en "facultades" sino también en "departamentos" o "cátedras" dentro de dichas facultades. Cada departamento afirma ser el lugar de una "disciplina" particular. Y los estudiantes prosiguen curriculum de estudios que a su vez desembocan en títulos definidos por el departamento dentro del cual han realizado sus estudios.

La universidad medieval estaba dividida en cuatro facultades: teología, medicina, leyes y filosofía. Lo que ocurrió en el siglo XIX fue que en casi todas partes la facultad de filosofía se dividió en cuando menos dos facultades independientes: una que abarcaba las "ciencias", y otra, los demás temas, denominados a veces "humanidades", "artes" o "letras" (o ambos), o bien conservando el antiguo nombre de "filosofía".

La universidad institucionalizó así lo que C. P. Snow denominaría después "las dos culturas". Y ambas culturas estaban en guerra entre sí, cada una afirmando ser la única, o al menos la mejor, fuente de saber. Las ciencias ponían el acento en la investigación empírica (incluso experimental) y en la comprobación de hipótesis. Las humanidades ponían el acento en la intuición por empatía, denominada luego comprensión hermenéutica. El único legado que mantenemos hoy de aquella unidad perdida es que todas las artes y ciencias en la universidad ofrecen como título más alto el de PhD, doctor en filosofía. *

* En las Universidades estadunidenses los títulos de doctorado son invariablemente "PhD" (Philosophiæ Doctor), a diferencia de las universidades de Hispanoamérica, cuyos títulos de doctorado llevan siempre por complemento la disciplina a la que corresponden ("Doctor en Historia", "Doctor en Física", "Doctor en Letras", "Doctor en Leyes", etcétera) [T.].

Las ciencias le negaron a las humanidades la capacidad de discernir la verdad. Durante el anterior periodo, del saber unificado, la búsqueda de la verdad, lo bueno y lo bello estaba intrínsecamente relacionada, cuando no era idéntica. Pero ahora los científicos insistían en que su trabajo no tenía nada que ver con la búsqueda de lo bueno o lo bello, sino, simplemente, con lo verdadero. Dejaron la búsqueda de lo bueno y lo bello a los filósofos. Y muchos entre los filósofos aceptaron esta división del trabajo. Así, la división del saber en dos culturas devino en la creación de un alto muro divisorio entre la búsqueda de la verdad y la búsqueda de lo bueno y bello. Esto justificaba la afirmación de que los científicos eran neutrales frente a los "valores".

En el siglo XIX, las facultades de ciencias se dividieron en múltiples campos denominados disciplinas: física, química, geología, astronomía, zoología, matemática y otras. Las facultades de humanidades se dividieron en campos tales como filosofía, estudios clásicos (esto es, griego, latín y los escritos de la antigüedad), historia del arte, musicología, lenguas nacionales y literatura y los idiomas y literaturas de otras zonas lingüísticas.

La pregunta más compleja era dentro de qué facultad debía posicionarse el estudio de la realidad social. La urgencia de tal estudio fue puesta en relieve por la Revolución francesa en 1789 y la agitación cultural que causó en el sistema-mundo moderno. La Revolución francesa propagó dos ideas bastante revolucionarias. La primera que el cambio político no era excepcional ni extraordinario sino algo normal y, por ende, constante. La segunda fue que la "soberanía" —el derecho de un estado a tomar decisiones autónomas dentro de su territorio— no radicaba en (pertenecía a) un monarca o legislatura sino al "pueblo" quien, por sí mismo, podía legitimar un régimen.

Ambas ideas ganaron popularidad y fueron ampliamente adoptadas, sin importar los reveses políticos que sufriera la propia Revolución francesa. Si el cambio político se consideraba ahora normal y la soberanía radicaba en el pueblo, entonces se convertía en un imperativo común entender qué era y qué explicaba la naturaleza y ritmo del cambio, y cómo llegaba, o podía llegar, la "gente" a esas de- cisiones que se decía tomaba. Éste es el origen social de lo que más adelante se denominó ciencias sociales.

Pero ¿qué eran las "ciencias sociales" y cómo se posicionaban en esta nueva guerra entre "las dos culturas?" No son preguntas fáciles de responder. De hecho, uno podría sostener que la cuestión nunca ha sido satisfactoriamente resuelta. En principio, lo que uno vería es que las ciencias sociales tendieron a ubicarse entre medio de las "ciencias puras" y las "humanidades". En medio, pero no cómodamente en el medio. Los científicos sociales no evolucionaron de modo independiente en una tercera vía de saber; en realidad se dividieron entre quienes se inclinaban más hacia lo "científico" o una "visión científica" de las ciencias sociales y quienes se inclinaban más hacia una concepción "humanística". Las ciencias sociales parecían atadas a dos caballos que tiraban en dirección opuesta y las despedazaban.

La más antigua de las ciencias sociales es desde luego la historia, actividad y etiqueta que se remonta a miles de años atrás. En el siglo XIX tuvo lugar una "revolución" en la historiografía vinculada al nombre de Leopold Ranke, quien acuñó el eslogan de que la historia debía ser escrita wie es eigentlick gewesen ist (como sucedió en realidad). Se oponía a la práctica de los historiadores dedicados a la hagiografía, narración de cuentos que glorificaba a monarcas o naciones, incluyendo cuentos inventados. Ranke proponía una historia más científica, que rechazara la especulación y la fábula.

Ranke proponía también un método específico mediante el cual dicha historia podía ser escrita: la búsqueda de la descripción del acontecimiento en documentos de la misma época en que éste tuvo lugar. Finalmente, dichos documentos llegarían a ser almacenados en aquello que denominamos archivos. Al estudiar los documentos de los archivos, los nuevos historiadores partían del supuesto de que los actores de antaño habían escrito no para los futuros historiadores sino para revelar aquello que realmente pensaban en su momento, o al menos lo que querían que oíros creyeran. Desde ya, los historiadores aceptaban que dichos documentos debían ser cuidadosamente estudiados, para verificar que no hubiera fraude, pero una vez verificados, dichos documentos deberían ser considerados, por lo general, exentos de cualquier intromisión tendenciosa por parte de los historiadores posteriores. Para minimizar cualquier tendencia aún más, los historiadores sostendrán que sólo es posible escribir la historia del "pasado" y no la del "presente", ya que la escritura del presente traería consigo la impronta de las pasiones del momento. En todo caso, los archivos (controlados por las autoridades políticas) eran rara vez "abiertos" al historiador antes de transcurrido un largo periodo (entre cincuenta y cien años), por lo que normalmente no tenían acceso de ningún modo a los documentos relevantes del presente. (A fines del siglo XX, muchos gobiernos se vieron presionados por los políticos de la oposición a abrir sus archivos con mayor celeridad. Si bien dicha apertura ha tenido algún efecto, también parece cierto que los gobiernos han encontrado nuevos modos de guardar sus secretos.)

Sin embargo, a pesar de este perfil más "científico", los nuevos historiadores no eligieron ubicarse en la facultad de ciencias sino en la de humanidades. Esto podría parecer extraño, ya que dichos historiadores rechazaban a los filósofos por sus afirmaciones especulativas. Además eran empiristas, y por lo tanto uno hubiese esperado que tuvieran una simpatía natural por los científicos. Pero eran empiristas que sospechaban, en general, de las generalizaciones a gran escala. No les interesaba llegar a leyes científicas, ni siquiera formular hipótesis, insistiendo con frecuencia en que cada "suceso" particular tenía que ser analizado en función de su propia historia particular. Sostenían que la vida social de los hombres era distinta de los fenómenos físicos analizados por los científicos puros debido a la influencia de la voluntad humana, y tal énfasis puesto en lo que hoy denominaríamos agencia humana los llevó a pensarse a sí mismos como "humanistas" antes que "científicos".

Pero ¿qué sucesos fueron dignos de su consideración? Los historiadores tenían que tomar decisiones frente a los objetos de estudio. Que se basaran en documentos escritos en el pasado mostraba ya cierto prejuicio acerca de lo que podían estudiar, ya que dichos documentos de archivo habían sido escritos por personas vinculadas a las estructuras políticas (diplomáticos, burócratas, líderes políticos). Estos documentos revelaban muy poco acerca de los fenómenos que no estuvieran signados por acontecimientos políticos o diplomáticos. Más aún, esta aproximación presuponía que los historiadores se abocaban a una zona de estudio sobre la cual existían documentos escritos. En la práctica, los historiadores del siglo XIX tendían por lo tanto a estudiar principalmente su propio país y en segunda instancia otros países considerados "naciones históricas", lo que parecía significar naciones con una historia que podía ser documentada en archivos.

 

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