INDICE

Prefacio
Parte I. El escenario
1.  El legado de la historia
2. El cambio de actitud
3. Las clases y el partido
4. Personalidades
Parte II. El renacimiento económico
5.La agricultura
6. La industria
7. Las cuestiones laborales
8. Comercio interior y exterior
9. Las finanzas y el crédito
10. La planificación
Nota A. Las migraciones y la colonización
Nota B. Los presupuestos de las repúblicas
Lista de abreviaturas

 

PREFACIO

 

Este volumen, el primero de una trilogía titulada El socialismo en un solo país, 1924-1926, nos trae al fondo de mi tema. Como ya dije en el prefacio al primer volumen de La revolución bolchevique, 1917-1923, mi ambición era «escribir, no la historia de la revolución, sino del orden político, económico y social que fue su consecuencia». Los volúmenes hasta aquí publicados han sido, hasta cierto punto, preparatorios de este objetivo principal. Como la historia no conoce fronteras fijas y delimitadas entre las diversas épocas, es más justo decir que el nuevo orden que resultó de la revolución de 1917 comenzó a tomar forma concreta sólo a mediados de la década de 1920. Los años 1924-1926 marcaron una época crítica y dieron al régimen revolucionario, para bien y para mal, su característica decisiva.

A manera de presentación de estos años centrales, he agrupado cuatro capítulos bajo el título general de «El escenario». En el primero trato de definir el nexo de la revolución con la historia rusa, nexo que por primera vez se puso claramente en evidencia en este periodo (parte de este capítulo apareció en el volumen Essays Presented to Sir Lewis Namier, en 1956); en el segundo, procuro iluminar la moral y el clima intelectual de la época, estudiando campos periféricos que descuidé en los volúmenes anteriores; en el tercero, investigo la oscura e importante cuestión de las fuerzas motrices de la nueva sociedad; en el cuarto, describo las características personales de algunos de los principales protagonistas e indico el lugar que ocupan en la historia. El resto del volumen trata de la historia económica de la época, desde la primavera de 1924 hasta la de 1926. En el segundovolumen, sexto de la serie, describiré la lucha intestina que causó la ruptura del triunvirato y la primera derrota de Zinóviev, junto con la evolución política y constitucional del periodo. El volumen siguiente tratará de las relaciones exteriores.

Como ocurre siempre, el problema más difícil de la exposición lo ha constituido la forma de ordenarla. Le he dado precedencia al relato del desarrollo económico; porque, aunque la rivalidad entre los líderes del partido fue el rasgo más destacado, y superficialmente el más dramático, de estos años, las características que fue tomando esa rivalidad dependían de problemas básicos de tipo económico. Esta manera de ordenar el libro, aunque necesaria, tiene la desventaja de que me he visto precisado a tratar en el mismo ciertos aspectos de la lucha en el partido y las relaciones entre los líderes, asuntos ambos que, en su mayor parte, quedan reservados para el próximo volumen. Incluso en los capítulos económicos no pude evitar algunas superposiciones. Para que el material fuera manejable había que tratar por separado diversos sectores de la economía; pero era natural que los problemas y las decisiones sobre la línea política a seguir, aunque se refirieran a un sector, repercutieran en los demás. Si en este volumen el capítulo sobre la agricultura es, con mucho, el más largo, considérese como justo tributo al predominio de la agricultura en la economía soviética y en las preocupaciones de los políticos soviéticos. Pero en parte se debe también al hecho de que, como éste es el primero de los capítulos económicos, las cuestiones que afectan a todos los sectores de la economía surgen aquí por primera vez y es mejor referirse a ellos de manera general al principio y no posteriormente. He de pedir que se me perdonen ciertas repeticiones y, acaso, un número excesivo y aburrido de referencias cruzadas.

Al avanzar en mi trabajo me he visto dominado, como sucede por lo general, por la gran complejidad de las cuestiones que trato. Lo que yo considero opinión convencional respecto a la historia soviética de los años posteriores a la revolución, es decir que fue la obra de hombres decididos —precursores iluminados, según unos; granujas endurecidos, según otros— que sabían muy bien lo que querían y a donde iban, me parece casi por completo desorientadora. Tampoco se ajusta a la verdad la opinión muy extendida de que los jefes bolcheviques, o Stalin en particular, abrigaran en primer lugar el deseo de perpetuar su mandato. Indudablemente todos los gobiernos tratan de mantenerse en el poder el mayor tiempo posible. Pero no siempre las decisiones políticas que se tomaron fueron las más propicias para que quienes ocupaban el poder lo siguieran disfrutando sin problemas. La situación era tan compleja y variaba tanto según los lugares y los grupos de población, que la tarea de ir desenredando los factores decisivos del proceso ha sido excepcionalmente desconcertante. El material abunda en este campo, pero suele ser confuso y a veces contradictorio, y en él he tenido pocos predecesores y pocas huellas que seguir: apenas si se han escrito estudios especiales sobre aspectos o puntos concretos de esta historia. Que esto me sirva de excusa por haber recargado algunas partes de mi relato con, acaso, una profusión de detalles innecesarios. He preferido correr el riesgo de incluir lo superfluo antes que omitir cuestiones que pueden ser significativas cuando por fin se disponga de un cuadro más completo.

En el invierno de 1956-57 una larga visita a los Estados Unidos fue causa de que me retrasara para completar este volumen, pero por otra parte me dio la oportunidad de lograr mucho material nuevo para él y para su sucesor. El Russian Research Center de Harvard me brindó su ayuda y su generosa hospitalidad; y es para mí motivo de especial satisfacción agradecer muy calurosamente la asistencia y la amabilidad que encontré en el profesor William Langer, su director, en Mr. Marshall Shulman, su subdirector, y en los demás miembros del Centro. La Widener Library y la Law Library de Harvard poseen abundante material soviético de la época, y tuve el privilegio de investigar en los archivos de Trotski, que se conservan en la Houghton Library; en la actualidad el profesor George Fischer prepara el catálogo de los archivos de Trotski, lo que los hará más accesibles y facilitará la referencia sistemática de los mismos. Además de las bibliotecas de Harvard, visité las inigualables colecciones de la New York Public Library y de la Hoover Library en Stanford. También pude documentarme en la Library of Congress y en la Columbia University Library; la biblioteca de la Brandéis University (donde diserté en el primer semestre de mi estancia) me prestó un señalado servicio al localizar diversos libros y al prestármelos. Quisiera expresar mi más cálido agradecimiento a los bibliotecarios de todas estas instituciones y a su personal. En especial, tengo una deuda de gratitud con el profesor Herbert Marcuse, de la Brandéis University, por las estimulantes charlas que tuve con él sobre problemas teóricos; con Mrs. Olga Gankin, de la Hoover Library, por su consejo y su ayuda, siempre prontos, al tratar de hallar fuentes poco conocidas; con el Dr. S. Heitman por prestarme su bibliografía inédita de los escritos de Bujarin, y con muchos otros amigos americanos, que me han ayudado y alentado de muchas maneras.

Sin embargo, aunque las etapas finales de investigación de este volumen se llevaron a cabo en los Estados Unidos, las bases se echaron en este país, y es aquí donde realicé la mayor parte de la labor. Una vez más Mr. J. C. W. Home y su equipo de la sala de lectura del British Museum me han atendido sin desmayo; y a los recursos del Museum hay que añadir el aporte de las bibliotecas de la London School of Economics, de la School of Slavonic Studies y del Department of Soviet Institutions de la Universidad de Glasgow. Más cerca de casa, la Cambridge University Library posee una colección muy útil, recientemente enriquecida con nuevas adquisiciones, de microfilms de documentos y periódicos soviéticos; y la Marshall Library of Economics tiene el ejemplar, que le dieron al difunto Lord Keynes en Moscú en septiembre de 1925, de un libro extremadamente raro, las primeras «cifras de control» del Gosplan, volumen que se describe más adelante, en la página 513. El bibliotecario y el subibliotecario del Trinity College merecen mi especial gratitud por la bondad y paciencia con que han atendido mis requerimientos de que pidieran en préstamo no pocos títulos a otras bibliotecas.

Este prefacio se alargaría más de la cuenta, si fuera a nombrar a todos los amigos que de una manera u otra, dejándome libros o folletos, dirigiendo mi atención a fuentes que había pasado por alto o discutiendo los problemas de la época, me facilitaron nuevo material y me estimularon en mi tarea. Espero que me perdonarán por testimoniarles mi gratitud de esta manera anónima y global, aunque no por eso menos sincera. Sin embargo, debo mencionar en particular a Mr. R. W. Davies, autor de un libro que acaba de aparecer, The Soviet Budgetary System, y quien me ha ayudado en el capítulo económico. A Mrs. Degras le soy de nuevo deudor por su laboriosa tarea de leer las pruebas de imprenta; el Dr. Ilya Neudstadt ha prestado otra vez un servicio inestimable tanto al lector como a mí, al compilar el índice; y sobre Miss J. E. Morris recayó casi todo el peso de mecanografiar este volumen y los anteriores.

Como he trabajado casi simultáneamente sobre este volumen y sobre su sucesor, este último está a punto de concluirse y es posible que vea la luz el año que viene. El tercer volumen, que trata de las relaciones exteriores será, si se realizan mis esperanzas e intenciones actuales, bastante más corto que los otros dos, y no tardará mucho en aparecer. Al final del tercer volumen vendrá la bibliografía.

E.H. Carr

28 mayo 1958

 

PARTE I. EL ESCENARIO

 

 

Capítulo I

EL LEGADO DE LA HISTORIA

  

La tensión que se produce entre los principios contrapuestos de la continuidad y del cambio constituye la dinámica de la historia. Nada de lo que parece permanente en la historia se salva de la sutil erosión transformadora de sus estructuras; pero, por otra parte, ningún cambio, por muy violento y radical que parezca, rompe del todo la continuidad entre el pasado y el presente. Las grandes crisis: la conversión del Imperio romano al cristianismo, la Revolución inglesa del siglo XVII, la francesa y la bolchevique representan esa tensión en su forma más aguda y, como hitos dramáticos que jalonan la historia, reflejan, y ponen en movimiento, nuevas fuerzas sociales que alteran el destino y las perspectivas de la humanidad. En su clásico estudio sobre la Revolución francesa, Tocqueville señal a las dos características principales del cambio revolucionario: el schok repentino de su impacto y su alcance casi universal:

En la Revolución francesa... la mente del hombre se desarraigó por completo; ya no sabía a qué aferrarse ni dónde detenerse; surgieron revolucionarios de un tipo nuevo que hacían gala de una audacia rayana en la locura, que carecían por completo de escrúpulos y que jamás vacilaban ante cualquier empresa. No se crea que estas nuevas criaturas eran productos aislados y pasajeros del momento, destinados a desaparecer con él: desde entonces han constituido una raza que se ha reproducido y extendido por todo el mundo civilizado y que en todas partes conserva la misma fisonomía, las mismas pasiones y el mismo carácter[1].

A este respecto, la revolución bolchevique no fue a la zaga de su prototipo; nunca como entonces se rechazó con tanta violencia y de manera tan radical la herencia del pasado; nunca como entonces se pregonó tan rotundamente la universalidad de una idea; en ninguna otra revolución anterior pareció tan absoluta la ruptura con la continuidad.

Con todo, las revoluciones no solucionan la tensión entre la continuidad y el cambio, sino que, por el contrario, la agravan, ya que la dinámica revolucionaria estimula todas las fuerzas en juego. En el ardor del momento, el afán de cambio parece dominar por entero sobre las inclinaciones conservadoras. Pero la tradición no tarda en manifestarse como potente antídoto contra el cambio; en realidad, permanece aletargada en tiempos normales, y sólo percibimos su resistencia al cambio cuando entra en contacto con cualquier otra «tradición» que se enfrenta a la nuestra. De esta manera, mientras la revolución toma cuerpo, el cambio y la continuidad combaten codo a codo, a veces peleando entre sí, a veces fundiéndose, hasta que se establece una nueva síntesis durable. El proceso puede durar unos pocos años o unas cuantas generaciones. Pero, en términos generales, mientras más lejos queda en el tiempo el impacto inicial de la revolución, con más fuerza se impone el principio de continuidad sobre el principio del cambio. Esto obedece, al parecer, a tres motivos.

En primer lugar las revoluciones, por muy universales que sean en sus aspiraciones y en su alcance, son obra de un entorno material concreto y de unos hombres educados en una determinada tradición......................[..................] 

 

 

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