INDICE

      Prefacio

D) LA UNIÓN SOVIÉTICA Y EL MUNDO NO CAPITALISTA

      82. La URSS y el  Oriente
      83. El Oriente Medio
      84. La China revolucionaria: I.La subida de la marea
      85. La China revolucionaria: II. El reflujo
      86. La India en fermentación
      87. Indonesia
      88. América Latina
      89. El problema negro
      90. Conclusión
 Nota E. El feudalismo en China
 Nota F. La secretaría sindical panpacífica
 Lista de abreviaturas
 Índice analítico

     

PREFACIO

  

Mi primera impresión al sentarme a escribir el prefacio de este último volumen de mi Historia de la Rusia Soviética es de grato alivio por haber podido terminar el proyecto que inicié hace más de treinta años. De haber comprendido entonces la enorme magnitud de la tarea quizá no hubiera sido tan osado como para emprenderla. Mi objetivo, al escribir el prefacio del primer volumen, era «no escribir la historia de los acontecimientos de la revolución, sino del orden político, social y económico que resultó de ella»; y jamás me propuse ir más allá del establecimiento de la dictadura de Stalin, que corrió una cortina impenetrable de silencio en torno a los debates y las diferencias en materia política dentro del partido. Pero incluso con estas limitaciones, la obra me fue creciendo constantemente entre las manos, debido en parte a que iba aumentando mi propia conciencia de las complejidades y las ramificaciones del tema, y en parte a la publicación de materiales hasta entonces desconocidos o no disponibles; el acceso a documentos raros también fue haciéndose progresivamente más fácil al ir aumentando las instalaciones de microfilm y fotocopia. No estoy del todo seguro de qué era lo que contemplaba cuando empecé a investigar y a escribir. Pero era algo mucho más reducido y de alcance más limitado que lo que ha ido apareciendo.

Uno de los problemas de importancia menor en este proceso de crecimiento es la farragosa numeración de los volúmenes. Empecé con la idea de dividir el todo en varias grandes secciones o episodios con títulos separados: éstos han tomado la forma de La revolución bolchevique 1917-1923, El interregno 1923-1924, El socialismo en un solo país 1924-1926 y Bases de una economía planificada 1926-1929.

 A mediados del decenio de 1950 contemplaba que cada una de estas secciones (salvo El Interregno, que era un solo volumen-puente) comprendiera tres volúmenes, dedicados a los asuntos políticos, económicos e internacionales. Así serían diez volúmenes en total. Al final, dos de estos volúmenes se dividieron en dos, y uno en tres, de modo que los diez volúmenes «ideales» están representados por catorce volúmenes «físicos». Ahora se publica la última parte como tercera parte del tercer volumen de Bases de una economía planificada. [Las referencias en las notas a las dos partes anteriores van por números de página, con todo el volumen en paginación continua. Las referencias a los volúmenes 1 ó 2 son a los dos volúmenes anteriores de Bases.] Sé que esta numeración ha causado confusión a veces, por lo cual no puedo menos de presentar excusas.

El transcurso de treinta años ha introducido cambios más profundos. La Historia no es inmutable, ni lo es el historiador. Si lo estuviera escribiendo hoy día, daría a mi primer volumen una forma muy diferente, destacando menos las disposiciones constitucionales formales del nuevo régimen y más el medio ambiente geográfico, social y económico en que funcionó. Los primeros intentos de elaborar una constitución, ideada para transformar a los soviets revolucionarios de obreros y campesinos en órganos permanentes de gobierno, estuvieron muy influidas por modelos occidentales. El resultado fue incongruente. Tanto las primeras constituciones soviéticas como las más recientes tenían un aire irreal. Tuvieron muy poco impacto en la sociedad para la que estaban ideadas, y se vieron moldeadas por ella en formas muy distintas de las intenciones y declaraciones de quienes las redactaron. Es en la estructura global de la sociedad donde debe buscarse la clave de esta evolución de los acontecimientos. Por otra parte, ahora me parece que la insistencia en la continuidad en el capítulo 2 de El socialismo en un solo país, pese a no ser errónea, era un tanto exagerada.

Mi empresa quizá haya sido osada en otro aspecto. Hasta medio siglo después de la Revolución Francesa no se hizo ningún intento serio de escribir una historia de aquel acontecimiento. Lo que más me llama la atención al considerar retrospectivamente los últimos sesenta años son las extraordinarias variaciones en el clima de las reacciones occidentales a la revolución, variaciones determinadas más directamente por el cambio de las actitudes y las políticas en el occidente que por lo que estaba ocurriendo en la Unión Soviética. Los años intermedios del decenio de 1920 se caracterizacion por una oleada de intensos sentimientos antisoviéticos en Gran Bretaña y en Francia, y por la continuación del boicot por parte de Estados Unidos de América; pero en la Unión Soviética ese fue un interludio relativamente tranquilo de recuperación y flexibilización, tras las miserias y la violencia de la revolución y la guerra civil, y antes de las intensas presiones del plan quinquenal y de las provocaciones de la dictadura de Stalin. En la Unión Soviética, el decenio de 1930 fue el período de la colectivización de la agricultura, de una acusada depresión de los niveles de vida y de las grandes purgas; y, sin embargo, éste fue el período en que el entusiasmo acrítico por la Unión Soviética llegó a su punto culminante en occidente.

Un clima de opinión tan voluble va en contra de la escritura de la historia, y difícilmente podía dejar de afectar a cualquier estudioso occidental ocupado del estudio de la Revolución Rusa. Cuando empecé a planear mi trabajo, inmediatamente después de la guerra, parecía natural (aunque sin duda era una tontería) esperar que la cooperación dificultosamente establecida durante la guerra continuara y se desarrollase después de la victoria. Cuando se publicó mi primer volumen, en 1950, el enfrentamiento entre el este y el oeste había llegado a un punto álgido de exasperación. Las «democracias populares» habían desmentido su nombre y estaban empezando a brotar las semillas del maccartismo. Tras las «revelaciones» de Jruschof de 1956 se estableció un clima más suave, lo que alentó al historiador en la tarea de establecer un equilibrio entre los logros de la revolución y las iniquidades del régimen stalinista. Esto duró un decenio. Después, los acontecimientos de París de mayo de 1968, y todavía más la ocupación soviética de Praga tres meses después, produjeron otra aguda exacerbación de sentimientos antisoviéticos en occidente. Hoy día, al cabo de otro decenio, el ambiente de mutua incomprensión y de recriminación es equiparable al de la guerra fría del decenio de 1950 o a las animosidades declaradas de 1927. Estas fluctuaciones transitorias de opinión no sólo han afectado a la conducta de las relaciones contemporáneas entre la Unión Soviética y el mundo occidental, sino que han proyectado su sombra sobre ias evaluaciones actualmente de moda, tanto en el este como en el oeste, de los acontecimientos del pasado de los que me vengo ocupando. He hecho todo lo posible por aislarme de ellas y por llegar a conclusiones que soporten la prueba de una perspectiva a plazo más largo. Son otros quienes deben juzgar hasta qué punto lo he logrado. Pero nunca he pretendido ver la Revolución Soviética —ni, por ejemplo, tampoco la Revolución Francesa— como algo de un blanco sin mácula o de un negro sin matices; y no creo que mi veredicto al respecto en ningún momento hubiera diferido de forma importante de lo que he escrito en el último capítulo del presente volumen.

En el prefacio que escribí en mayo de 1976 a la primera parte de este volumen dejaba constancia de mi permanente gratitud a muchos de los ayudantes cuyos nombres figuran en los prefacios a los volúmenes anteriores de la Historia. Quizá huelgue el que en esta ocasión siga mi práctica habitual de exonerarlos de toda responsabilidad por cualesquiera errores u opiniones que hayan aparecido en estas páginas. Casi la mitad de la presente parte III del último volumen se dedica, y con razón, a las relaciones soviéticas con China. El profesor Nikiforov, del Instituto del Extremo Oriente de la Academia Soviética de Ciencias, me ha orientado hacia importante material ruso, y el profesor Stuart Schram, uno de los pocos eruditos de este país que domina tanto las fuentes rusas como las chinas, me ha ayudado y estimulado en mis imperfectas tentativas de superar la barrera del idioma. A ambos les agradezco mucho su ayuda, así como a la señorita Ruth McVey por sus expertos consejos sobre la cuestión de Indonesia. El señor Douglas Matthews ha vuelto ha ocuparse de la pesada tarea de establecer el índice onomástico.

Al escribir estas últimas líneas debo destacar mi especial agradecimiento, entre las muchas instituciones que han fomentado y apoyado mi labor, por la generosa contribución de mi propio colegio universitario y los esfuerzos del personal de su biblioteca por ayudarme. Recuerdo también la inapreciable colaboración del profesor R. W. Davies en uno de los volúmenes clave de toda la serie. Pero mi homenaje final de agradecimiento debe reservarse una vez más a Tamara Deutscher. Tengo plena conciencia de que sin su ayuda infatigable en los últimos cinco años en todos los aspectos del trabajo, no hubiera podido terminarlo.

 

E. H. CARR

30 de noviembre de 1977

   

D) LA UNION SOVIETICA Y EL MUNDO NO CAPITALISTA

  

Capítulo 82

LA URSS Y EL ORIENTE

 

El mundo oriental se presentó al principio a los bolcheviques como la fuente de un vasto potencial revolucionario. En Turquía, en Persia y en China había movimientos revolucionarios que se habían inspirado en la revolución rusa de 1905. Sería destino de la Revolución Rusa victoriosa dar aliento y dirección a las revoluciones del oriente. En un artículo de 1912, con el título deliberadamente paradójico de «Europa atrasada y Asia avanzada», Lenin escribía que «los centenares de millones de trabajadores de Asia tienen un aliado de confianza en el proletariado de todos los países civilizados», y que la victoria de este último proletariado «liberará a los pueblos de Europa y a los pueblos de Asia»[1]. Cuando, sobre todo después del estallido de la guerra en 1914, se empezó a ahondar en los problemas de la autodeterminación y la liberación nacionales, no hacía falta decir —y por ende no se dijo demasiadas veces— que la liberación de las naciones orientales era parte tan integrante de su programa como la de las naciones occidentales; la cuestión «colonial» era una faceta de la cuestión nacional. Es cierto que, cuando Lenin inició durante la guerra un estudio en profundidad del imperialismo, lo que le preocupaba —igual que a Rosa Luxemburgo antes que a él— eran sus consecuencias para las potencias imperialistas occidentales, más que sus efectos para sus víctimas. Pero se había dado un nuevo matiz y un nuevo impulso a la causa de los pueblos coloniales orientales, cuya liberación del yugo imperialista asestaría un golpe mortal al capitalismo occidental.

Sin embargo, aunque cabía concebir la revolución en el oeste y la revolución en el este como elementos naturalmente complementarios en un solo proceso, persistía una clara diferencia entre ellas. No es que pudiera establecerse una distinción tajante entre la revolución «social» en el oeste y la revolución «nacional» en el este. La liberación nacional seguía en el orden del día de la revolución en el oeste, y la revolución en el este nunca estuvo carente de contenido social. La diferencia entre ellas se reveló en las diferentes formas de considerarla que se sucedieron desde el punto de vista de Moscú. Para los bolcheviques de 1917, la perspectiva de la revolución en los países capitalistas avanzados del oeste era el faro que ofrecería guía y ejemplo, y prometía la ayuda sin la cual no podían aspirar ni siquiera a sobrevivir. Las revoluciones en el este necesitarían naturalmente la inspiración, la orientación y quizá la tutela de quienes habían hecho la gloriosa Revolución Rusa. La diferencia se centraba en la cuestión de clase, que a su vez reflejaba la diferencia entre países avanzados y atrasados. Las revoluciones del oeste serían revoluciones proletarias, incluso en un sentido más cabal que el prototipo ruso. Las revoluciones orientales que ahora esperaban los bolcheviques ocurrirían en países en que el proletariado, si es que existía, era débil, estaba desorganizado, y hasta entonces carecía de conciencia de clase, y en los que todavía no se pensaba en establecer partidos comunistas, y ni siquiera partidos socialistas. En esas condiciones no cabía eludir el problema del carácter de clase de esas revoluciones. ¿Debían considerarse, conforme al ejemplo de la revolución de 1905 en Rusia, como revoluciones burguesas que abrirían camino con el tiempo a una revolución proletaria, pero que de momento aspiraban a objetivos fundamentalmente nacionales, burgueses y democráticos? ¿O debían considerarse, al igual que la revolución bolchevique de 1917, como revoluciones proletarias, con objetivos sociales, pero que consumaban los objetivos incumplidos de la democracia burguesa y del nacionalismo en su avance triunfante? Este problema siguió ................. [................]

 

  Ver el documento completo.