Prefacio a la edición española
Los diez años transcurridos desde la publicación de la edición francesa de este trabajo no parecen haber desvirtuado sus conclusiones ni el método seguido en su elaboración. Permítasenos incluso afirmar lo contrario. La historia del partido comunista (bolchevique) de la Unión Soviética constituye sin lugar a dudas uno de los datos clave para la comprensión del mundo contemporáneo pero muchas de las explicaciones ofrecidas a este respecto desde hace medio siglo chocan contra una serie de puertas cerradas a piedra y lodo, y ello cuando no se pierden en los tortuosos laberintos de la razón de estado, caminos estos igualmente cerrados por barreras no menos infranqueables.
El pasado debe servirnos para comprender e interpretar el presente y esta convicción es la que nos ha sugerido la necesidad de lleva a cabo un balance para nuestros lectores españoles con ocasión de esta nuestra primera edición de El Partido Bolchevique en lengua castellana.
Los acontecimientos que, desde hace diez años han venido desarrollándose en la Unión Soviética y en los demás países del Este, constituyen una especie reveladora de la validez de los análisis que con anterioridad han sido llevados a cabo a su respecto. El estallido a plena luz del día del conflicto entre los partidos comunistas de China y Rusia, las consecuencias de lo que en China ha dado en llamarse la ”revolución cultural”, las polémicas e incluso las crisis que se producen en el seno de los partidos comunistas de todo el mundo grandes o pequeños, legales o clandestinos, ya ocupen el poder o se encuentren en la oposición, resultaban hasta cierto punto previsibles para todo aquel que en su análisis histórico hubiese empleado un método científico. Probablemente el lector de la primera edición de nuestra obra no se habrá visto sorprendido ni por la crisis interna del partido comunista checo, y su decisión de enero de 1968 de inaugurar una etapa de reformas en profundidad ni por el movimiento de los estudiantes, los obreros y los intelectuales, que se lanzaban a la brecha abierta desde la cúspide del partido, ni tampoco por la intervención armada del 21 de agosto de 1968 que sancionó, en contra de la manifiesta voluntad del pueblo, la vuelta a un cierto orden que en honor de la ocasión recibió el apelativo de ”normalización”. Igualmente previsible era la espontánea revuelta de los obreros de los astilleros de Gdansk y de Szczecin en diciembre de 1970, y el papel asumido en ella por los comités de huelga transformados en verdaderos soviets que trataron de igual a igual a los organismos oficiales del partido y el Estado. Y es que el conocimiento y la comprensión de los mecanismos de la historia pretérita iluminan las fuerzas que se enfrentan hoy, pone de relieve la continuidad o bien la resurrección de unas tradiciones profundas o de unas corrientes reprimidas durante largos años, disimuladas tal vez por la utilización de un mismo léxico o por las continuas referencias a una ideología común al menos en lo que a los principios se refiere.
En resumen, en nuestra opinión, este trabajo, publicado en 1962, constituye un instrumento que permite comprender la crisis por la que atraviesan en nuestros días los partidos y Estados que se autodenominan socialistas y usufructúan de un modo u otro la experiencia de la Unión Soviética, y opinamos así porque continuamente se hace referencia en sus páginas a la acción de unas fuerzas y de unas presiones sociales que nunca ha n desaparecido por completo y que siguen constituyendo la estructura, contradictoria a veces, de tales partidos y Estados. Cualquier tipo de explicación global, ya se refiera al “marxismo-leninismo” concebido como un dogma o bien a su naturaleza ”totalitaria” o ”dictatorial”, resulta de todo punto inoperante a este respecto, es decir, en cuanto concierne a las realidades contemporáneas de crisis, desgarramiento, antagonismos y conflictos en el propio seno del sistema. Incluso la versión que durante varios años defendió el llorado Isaac Deustcher, aquella que se refería a la posibilidad de una ”reforma desde arriba”, avalada durante cierto tiempo por la experiencia jrushoviana, revela plenamente en la actualidad su impotencia, a la hora de interpretar una crisis que se traduce en una serie de conflictos de carácter puramente revolucionario. De hecho, el tema que aquí se aborda es tal vez el más difícil que puede plantearse la Historia contemporánea. En efecto, sobre esta cuestión, nadie puede alardear de neutralidad – y el historiador puede hacerlo tan poco como el político o el periodista –, todo autor, todo lector, expresan, consciente o inconscientemente, una serie de apriorismos hostiles o favorables que no son sino los reflejos de una concepción del mundo que no se siente obligada a tener en cuenta el imperio de los datos objetivos o la constelación de rigurosas exigencias que se imponen al trabajo del historiador. Por otra parte, los acontecimientos cotidianos y lo que éstos ponen en juego, contribuyen, en tales cuestiones, a falsear los datos básicos de la propia labor historiadora, aunque sólo fuese por su contribución, directa o indirectamente, a la deformación, falsificación, sustracción o supresión de los documentos que integran su insustituible materia prima.
A este respecto resulta además altamente significativo el hecho de que la trama básica de condiciones de investigación acerca de la Unión Soviética, desde la revolución de octubre de 1917 hasta nuestros días, tanto desde el punto de vista de la ubicación de documentos como desde el de la mera historiografía, se articule de forma perfectamente natural en torno a las fechas que suponen decisivos virajes en la historia política del país. Así, 1924 supone la muerte de Lenin pero también el enunciado de las premisas de lo que sería dictadura estaliniana y 1956 marca el principio de la denuncia del ”culto a la personalidad” de Stalin a cargo de sus lugartenientes de ayer convertidos en sus sucesores.
Después de la revolución, los primeros años del nuevo régimen presenciaron un enorme esfuerzo dirigido hacia la publicación de los materiales de la historia para la Historia, panfletos y artículos, actas y documentos oficiales, memorias y recuerdos, encuestas, antologías de artículos o de discursos fueron así dados a la luz en una actividad cuya única limitación fue la mediocridad de los medios materiales disponibles y las imperiosas presiones primero de la guerra civil y más tarde de la reconstrucción económica. No obstante esta abundancia, de incalculable valor para la investigación histórica y la reflexión política –, fue tristemente efímera. A partir de 1924, la política cotidiana de los dirigentes domina directamente no sólo la elaboración del propio proceso histórico sino también la mera publicación o al menos la disponibilidad de los documentos más elementales. A partir de su tercera edición, las obras completas de Lenin aparecen mutiladas de todas aquellas frases que podían ser interpretadas como una premonitoria condena de la política de sus sucesores, mientras que la mayor parte de su correspondencia es ocultada a los investigadores y, naturalmente, al público en general. Las obras de los autores que han sido anatemizados en el terreno político como Trotsky, Bujarin, Zinóviev y muchos más son retiradas de la circulación y su impresión queda terminantemente prohibida, mas no se detiene en este punto la represión cultural contra los vencidos, también las obras menos importantes, aquellas que se limitan a mencionar a estos hombres, dando una visión justa del papel desempeñado realmente por ellos en la fundación del nuevo régimen, son objeto de idéntico tratamiento. La conclusión para el estudio es que todo documento proveniente de la Unión Soviética debe ser objeto de un examen cuidadoso no ya en función de su contenido sino con vistas a la fecha de su publicación, resultante en casi todos los casos de un cálculo político basado en los intereses del momento y desprovisto de todo tipo de interés para la historia política.
En tales condiciones, este documento, al que es necesario aplicar la duda metódica por principio, pierde toda significación por sí mismo convirtiéndose en un mero indicio de un trasfondo que permanece inaccesible. El trabajo de investigación se torna entonces punto menos que imposible. La situación se hace todavía más grave a partir de 1930; durante todo el periodo posterior a esta fecha los documentos oficiales de la U.R.S.S. son prácticamente inutilizables en su totalidad. Por esta época se produce, como buena prueba de lo dicho, la somera condena de que Stalin hace objeto al historiador Slutsky, que se suicidó tras de su expulsión del partido, con el siguiente somero veredicto que convierte de paso a la historia en un menester impracticable: ”¡Sólo los burócratas incurables y las ratas de biblioteca pueden fiarse de unos documentos que no son más que papel!” Esta es la tónica general hasta 1956.
Sin embargo, el historiador dispone de algunas fuentes documentales. Para el periodo que va de 1917 hasta 1939 cuenta con los importantes archivos de León Trotsky que fueron depositados en Amsterdam y Harvard tras su expulsión de la Unión Soviética; se trata de una serie de documentos, densos y continuos hasta 1928, que empiezan a serlo menos posteriormente; no obstante, la mayor parte de la correspondencia está vedada a la investigación hasta 1980. Los documentos más esenciales de estos archivos han sido reproducidos en las principales obras de Trotsky y en la prensa ”trotskista” internacional. Hasta 1939, el historiador podía contar además con otros datos de valor: los aportados en los escritos de Victor Serge, si bien estas informaciones debían ser contrastadas cuidadosamente pues el escritor había reproducido sus informaciones de memoria al haberle sido incautados sus archivos en Moscú, y las memorias del veterano comunista yugoslavo Anton Ciliga, que consiguió escapar de un campo de concentración donde tuvo ocasión de recoger un sinnúmero de confidencias personales y de interpretaciones de los grandes acontecimientos de la historia de la U.R..S.S.. Asimismo, el estudioso puede contar con las informaciones vertidas en las publicaciones mencheviques como Courrier Socialiste del historiador Boris Nikolayevsky, al que debemos la publicación de la misteriosa ”Carta de un viejo bolchevique”, repleta de informaciones inéditas sobre el período anterior e inmediatamente posterior al asesinato de Kirov.
A partir de 1945 el investigador ya no dispone de fuentes como estas, perfectamente utilizables a pesar del compromiso político de sus detentadores o autores. El lugar ocupado por estos testimonios de los grandes protagonistas queda ocupado por un verdadera avalancha de relatos, memorias, e informes que emanan en general de ”personas desplazadas”, es decir de una serie de ciudadanos soviéticos que se negaron a ser repatriados a su país de origen al finalizar la guerra. La materia de análisis es pues abundante, excesiva incluso puesto que su origen la hace sospechosa en la generalidad de los casos. En efecto, los testimonios directos son elaborados a posteriori y las encuestas son realizadas por una serie de especialistas de la acción psicológica, cuya preocupación fundamental no es, sin duda, la consecución de la verdad histórica. Al propio tiempo se crea una verdadera ”industria” de supuestas memorias susceptibles de convertirse, merced a la acción de unos falsificadores habilidosos, en una pingüe fuente de ingresos: a este respecto podríamos evocar la aventura de un gran especialista anglosajón en historia soviética que sin duda no habrá olvidado todavía la confusión que le hizo tomar por auténticas ciertas falsas memorias del comisario del pueblo Maxim Litvinov. Por otra parte, de todo el conjunto de materiales recogido de esta forma, sólo se publican los documentos que se consideran rentables, es decir, vendibles, ya sea en el plano puramente comercial – lo sensacional – como en el político – el más burdo esquematismo. De todo el alud documental de la posguerra sólo puede citarse una excepción de gran importancia: los archivos de la organización del partido de la región de Smolensk, recogidos primero por el ejército alemán en 1941 y pasados en 1945 a las manos del ejército americano; en base a ellos, el historiador americano Merle Fainsod ha escrito un estudio que constituye una ventana abierta sobre los mecanismos del poder y de la vida cotidiana en la Unión Soviética sin precedentes para ningún otro país.
En cuanto a la historiografía, su destino parece coincidir de forma natural con el de los documentos. Hasta 1956 – a partir la muerte de Lenin –, la historiografía soviética no es sino la versión, manipulada por añadidura, de la historia del país conforme a lo que en todo momento quieren hacer creer sobre ella los dirigentes, se trata de una justificación de su política, la pasada o la actual, es decir, de una especie de artificio político–policíaco opuesto objetivamente a la realidad. Sin duda, el investigador puede, con algún fruto, estudiar las diferentes versiones y comparar las sucesivas ediciones para tomar nota de las contradicciones y supresiones con el fin de ofrecer una interpretación política de la situación durante el período de la publicación,, pero eso es todo... Semejante quehacer sólo puede engendrar una serie de mitos, efímeros algunos y duraderos los más, carentes todos ellos de una verdadera ligazón con la realidad histórica y válidos únicamente a la hora de conocer las necesidades políticas de los hombres que detentaban el poder en la coyuntura de su elaboración.
Comparada con la historiografía soviética, la anglo–sajona ilumina ampliamente la etapa que nos ocupa. Ciertamente dispone de muchos menos materiales de primera mano pero en cambio se beneficia de una gran flexibilidad en la organización de sus tareas. Durante los últimos años algunas universidades han comprado, pagando su peso en oro, todos los documentos a los que podían acceder, han alquilado los servicios de los más eminentes investigadores emigrados y formado valiosos equipo de trabajo. En general la información básica que sustentan las obras de estos historiadores es de una solidez a toda prueba y aun en nuestros días es considerada como un caudal enormemente valioso por el propio investigador o estudiante soviético que no ha tenido este material a su disposición. No obstante, su interpretación de los hechos suele a menudo ser discutible, y ello en primer lugar porque los emigrados tienen una tendencia inevitable a escribir la historia dejándose guiar por su rencor, pero también porque dan prueba en ciertas ocasiones de una cierta sensibilidad a las exigencias de la competencia en el mercado, que les suele llevar a ciertos excesos de audacia en la interpretación y a una serie de afirmaciones perentorias en lo referente a algunas cuestiones susceptibles tal vez de una mayor prudencia y circunspección. Además, esta historiografía, como la anterior, responde casi siempre a una serie de objetivos que perturban su rigor científico en la medida misma en que se trata no ya de analizar una realidad histórica de difícil aprehensión, compleja y contradictoria, sino de justificar la superioridad de un sistema sobre otro o de sancionar la victoria de una ideología o de un bando; es esta pues, en definitiva, una concepción tan dogmática como la precedente y a manera de reverso de la misma medalla, tan estéril como ella, incluso cuando llega a unas conclusiones perfectamente utilizables cuando la honradez de ciertos historiadores les permite ofrecer, a falta de una autentica interpretación, los materiales fundamentales sobre los que tal interpretación debería basarse. Este es el caso sobre todo de la obra de Edward Hallett Carr, su monumental Historia de la Rusia Soviética, cuyos siete primeros volúmenes han sido publicados. ¿Qué decir de la historiografía francesa sobre este tema durante los últimos años? En general destaca por su mediocridad como consecuencia de una prudente tradición en materia de investigación histórica que ha venido prescindiendo sistemáticamente de los temas demasiado recientes o excesivamente polémicos; pero no es esta la única razón de estas limitaciones, pues también tiene una considerable influencia la prudencia comercial necesaria donde existe un poderoso partido comunista mantenedor de una determinada versión de la historia de la U. R. S. S. y del partido bolchevique.
Hasta aquí la tónica general de hace no demasiados años, pero los datos básicos del trabajo histórico se han visto brutalmente influidos por lo que ha dado en llamarse la ”desestalinización”. Y ello no sólo por el número y la importancia de las ”revelaciones” de Nikíta Jruschov y sus lugartenientes como se apresuró a vocear en sus titulares la prensa de todo el mundo. De hecho no hubo entonces ninguna verdadera revelación en el sentido estricto sino una serie de confirmaciones de gran importan cia ciertamente. A favor de este proceso se publicaron las Cartas de Lenin cuya existencia habla ya sido afirmada por Trotsky cuando el régimen de Stalin negaba que hubieran sido siquiera redactadas. De esta forma el texto de la ”Carta al Congreso”, conocida con el nombre de Testamento de Lenin, divulgada años antes en Occidente por el americano Max Eastman y confirmado en su autenticidad por Trotsky, en la actualidad ha sido sacado a la luz por los epígonos de Stalin. Asimismo las ”rehabilitaciones” que empiezan a producirse a partir de 1956 ofrecen, por medio de las biografías de los personajes históricos a los que se refieren, un valioso cúmulo de datos a la historia económica, social y política e incluso a la puramente fáctica. Los discursos de Jruschov ante el XX y el XXII Congresos confirman y dan peso y consistencia a los análisis de Trotsky acerca de los orígenes del terror de la década de los treinta así como a la hipótesis, formulada desde 1935 por él, de que la pista dejada por los asesinos de Kirov conducía directamente a Stalin y a su camarilla cuando este crimen había sido ya imputado a los ”trotskistas”, desencadenando una tremenda ola de persecuciones. A su vez, un articulo de Iván Shumián, publicado con ocasión del XXX aniversario del XVII Congreso, ha confirmado rotundamente que por entonces se produjo en la cúspide del partido una conspiración cuyo objetivo era instalar a Kirov en el lugar de Stalin, corroborando pues, en lo más esencial, lo que ya habla afirmado la famosa ”Carta de un viejo bolchevique” muchos años antes. El fin de las represalias contra las familias ha permitido que se desvelasen igualmente algunos secretos: por ejemplo, Nikolayevsky, sin poner en peligro a los supervivientes de la familia de Bujarin, ha podido revelar en las páginas del Courrier Socíaliste que había sido él mismo quien había redactado la ”Carta” basándose para ello en las informaciones que le había dado Bujarin personalmente durante una estancia en París.
No obstante, esta revolución en materia documental apenas si ha tenido fruto en la propia U.R.S.S. quedando tan limitada la ”revolución historiográfica” como la propia ”desestalinización”, tras algunos efímeros intentos – prohibidos casi inmediatamente – como el del historiador Burázhalov que intentó precisar el papel verdaderamente desempeñado por Stalin en 1917. El balance de esta escaramuza resalta en sus grandes líneas la pobreza persistente: sustitución de nuevas versiones que siguen siendo parciales y carecen de una reelaboración del contexto histórico en su conjunto, nuevas supresiones de hombres y de hechos que hacen de la trama general algo incomprensible – pues la ”eliminación” de Stalin es tan absurda como la de Trotsky –; desprecio de unos documentos que se consideran ”desfasados” por el mero hecho de ser antiguos, persistencia de mutilaciones, cortes y falsificaciones inclusive, una vez más, en las propias obras de Lenin, mantenimiento de archivos cerrados, negativa a la publicación de todo tipo de memorias o trabajos históricos que se consideren susceptibles de adquirir nuevas resonancias en el momento presente o de nutrir intelectualmente a una oposición al régimen. El resultado de todas estas restricciones es la circulación bajo cuerda, en forma de samizdat, de abundante literatura histórica que, al traspasar las fronteras resulta en definitiva mejor conocida por los extranjeros que por los propios soviéticos, como lo prueba, por no dar más que un ejemplo, el éxito obtenido en Occidente por la obra de Roy Medvedev, auténtica ”summa” acerca de El Estalinismo, que todavía no ha sido publicada en el país donde fue escrita.
En consecuencia, ha sido la historiografía occidental la que ha recogido todos los beneficios de la ”desestalinización” es decir, de la relativa apertura de las fuentes documentales y de la fehaciente contrastación de unas fuentes que hasta la fecha han sido discutibles. Isaac Deutscher, al que apenas se conocía por su Stalin, obra en la que se esforzaba en justificar la presencia del dictador por la existencia de un ”principio de necesidad” y en la que llegaba a sostener la tesis del ”complot de los generales” de 1937, se hace sensible a las nuevas corrientes, y se convierte en el insigne biógrafo de... Trotsky. Los autores anglo-sajones como Schapiro, Robert V. Daniels y los franceses como Pierre Sorlin, Jean-Jacques Marie, F. X. Coquin y Marc Ferro, en lo sucesivo dejan de vacilar en la consideración de determinados documentos de dudosa autenticidad hasta la fecha y pasan a utilizar todos aquellos de los que disponen, basando sobre ellos diferentes interpretaciones acordes con su s respectivas ideas políticas o filosóficas; es indiscutible que todos ellos han llevado a cabo una enorme aportación al fondo de nuestro conocimiento histórico precisamente en el momento en el que una moda novísima volvía a poner a disposición de los lectores los escritos protagonistas de la historia rusa del último medio siglo que durante mucho tiempo habían sido prácticamente inaccesibles.
Fue en el seno de estas nuevas condiciones decididamente favorables cuando decidimos emprender la tarea de escribir la historia del partido bolchevique: un estudio que considerase los hechos en todo su espesor, sus contradicciones, su luz y sus sombras, sus hechos ciertos y sus incertidumbres, la vida y la muerte de hombres y cosas y no ya una historia en blanco y negro de buenos y malos, con ”hijos del pueblo” y ”víboras lúbricas”. Salvo en forma de alusión o de ilustración, nadie debe esperar encontrar aquí ese cliché que presenta a los bolcheviques como unos hombres-con-el-cuchillo-entre-los-dientes o con la no menos proverbial máscara de asesinos de niños, pero tampoco hallará el lector de estas páginas la versión que les presenta como un ejército de arcángeles infalibles e hiperlúcidos que todo lo habían previsto, que todo lo habían preparado, que eran capaces de realizarlo todo. No pensamos que ni el movimiento comunista, ni su organización ni sus partidos constituyen, dentro de la Historia, una privilegiada categoría que pueda escapar a sus leyes. No creemos que exista una esencia del ”comunismo” y menos aún que ésta pueda ser ”buena” o ”mala”. Muy al contrario, opinamos que el comunismo – su partido y su Estado – no son más que fenómenos humanos, nacidos en un contexto preciso que, a su vez les ha influido y modificado y que, como contrapartida, han recibido su influencia, modificándose a su vez ellos mismos por su influjo de manera profunda. De los partidos pensamos – al igual que Valéry opinaba respecto de las civilizaciones – que son mortales, que el partido de Lenin murió bajo Stalin y que tras la muerte de éste, no ha resucitado si bien aún puede renacer y erguirse ante la caricatura que lleva su nombre y, por último, que tendrá que luchar duramente si quiere sobrevivir...Tales afirmaciones parecen corroborarse con la crisis generalizada de los partidos comunistas, con el desconcierto que se trasluce tras los enfrentamientos ideológicos entre los diferentes partidos y en su propio seno, y con la serie de conflictos que se producen en el ámbito socialista con una ferocidad creciente: los ”partidos” – incluidos los partidos comunistas – no son omnipotentes instrumentos de la Historia sino meros fenómenos históricos y, como tales, contingentes.
Así pues, al apartar cualquier tipo de prejuicio exterior al tema de nuestra investigación, lo que inevitablemente nos habría obligado a suprimir algunos hechos para hacer hincapié sobre otros, hemos tratado ante todo de reconstruir un movimiento histórico adoptando como punto de vista general la única hipótesis metodológica verdaderamente fecunda para un trabajo histórico, a saber, la de considerar el hecho tan obvio y tan olvidado de que nada estaba realmente ”escrito” de antemano, que sin embargo, tal movimiento resultaba históricamente necesario y que el nacimiento del partido bolchevique no era ni un accidente ni un mero fruto del azar, pero también que su victoria o su derrota en 1917, su pleno y fecundo desarrollo o su posterior degeneración estaban en ambos casos hondamente arraigados en las realidades de la época. En otras palabras, hemos trabajado guiados por la certidumbre de que, tanto antes como después de 1917, en la Unión Soviética se enfrentaron una serie de fuerzas sociales, económicas y políticas, antagónicas y contradictorias –, en un escenario común y casi siempre bajo un pabellón idéntico, dando como resultado una serie de conflictos cuya solución no estaba determinada de antemano.
A estas alturas resulta tal vez innecesario precisar que tal actitud por parte del historiador implica una gran dosis de simpatía por su tema, la comprensión, e incluso a veces el amor, por todos aquellos que intentan hacer o rehacer la historia, cambiando el mundo y la vida, llegando a compartir a posteriori su convicción de combatientes de que todo es posible y de que son los hombres los dueños de su propia historia a condición de que se dé en ellos la consciencia de que bien pudiera ocurrir que resultase una historia diferente de la que ellos habían querido.
Esta fue, esta es aún nuestra postura y, por ello queremos advertir a nuestros lectores: el historiador no es ni un censor ni un juez, simplemente trata de devolverle un hálito de vida al pasado humano y no de reconstruir unos mecanismos inhumanos. Mutilará la vida todo aquel que, en sus páginas, no deje arder la pasión, que consumió a otros hombres, florecer la esperanza o llorar la decepción, todo aquel que no siga creyendo, como el viejo bolchevique Preobrazhensky, hace tiempo asesinado por los suyos, que poco importa que perezca el sembrador con tal de que algún día la cosecha madure.
- B.
estudios críticos insoslayables sobre los estudios culturales, los análisis poscoloniales y las versiones posmodernas de la teoría social y política de nuestros tiempos.
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