ÍNDICE
Prólogo, 9
27 ¿Reforma o revolución?,
85 Milicia y militarismo,
102 La causa de la derrota,
108 Y por tercera vez el experimento belga,
124 El movimiento obrero y la socialdemocracia,
128 La cuestión del terrorismo en Rusia,
134 En memoria del partido “Proletariado”,
181 Esperanzas truncadas,
188 Problemas de organización de la socialdemocracia rusa,
206 Socialdemocracia y parlamentarismo,
214 La revolución en Rusia [I],
223 Después del primer acto,
228 La revolución en Rusia [II],
231 El problema de los “cien pueblos”,
236 La revolución en Rusia [III],
244 La revolución en Rusia [IV],
252 Al resplandor de la revolución,
257 En la hora revolucionaria: ¿Y ahora qué? [I],
268 En la hora revolucionaria: ¿Y ahora qué? [II],
284 Los debates de Colonia,
289 En la hora revolucionaria: ¿Y ahora qué? [III],
311 Huelga de masas, partido y sindicatos,
376 Discurso en el Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia,
400 ¿Y después qué?,
410 ¿Desgaste o lucha?,
438 La teoría y la práctica,
478 La huelga política de masas y los sindicatos,
496 Referencias bibliográficas,
PROLOGO
POR BOLÍVAR ECHEVERRÍA
[...] Der historische Materialist rückt ...
nach Massgabe des Mííglíchen von [der
Überlieferung] ab. Er betrachtet es ais seine
Aufgabe, die Geschichte gegen den Strich zu
bürsten.*
* [...] El materialismo histórico toma distancia,
en la medida de lo posible, de lo reconocido
tradicionalmente. Considera como tarea suya
la de pasar el cepillo sobre la historia, pero
a contrapelo.
Benjamín, Tesis sobre filosofía de la historia.
Rosa Luxemburgo fue una mujer de apariencia física nada favorable: su cuerpo, notoriamente pequeño, era poco agraciado y de andar un tanto defectuoso. A su rostro, en el que sorprendían la belleza y la viveza de sus ojos, acudía con frecuencia una sonrisa insegura, irónica y agresiva. Aparte de su unión con Leo Jogiches, su amante de juventud y su camarada de toda la vida, sus relaciones afectivas fueron escasas y distanciadas; prefería el retiro, amaba la naturaleza.
Rosaba Luxenburg fue además judía y, concretamente, judía polaca. De su familia, en la que había también un pasado germano, heredó la tradición ilustrada y cosmopolita de ese tipo de gente propiamente “europeo” (de la época de la libre competencia) que pertenecía enteramente a su país, pero era extranjero en su estado nacional. Por esta razón, no obstante que ella discutía con igual presencia lo mismo las cuestiones polacas de su partido de origen que las alemanas de su partido de adopción, y pese a que se inmiscuía sin ningún reparo, ni siquiera idiomático, lo mismo en el contorno republicano de un Jaurés que en el ambiente conspirativo de un Lenin, nunca fue aceptada del todo en los medios socialistas “nacionales”, especialmente en la socialdemocracia alemana, donde no se olvidaba el hecho de que provenía de una nación sojuzgada o “de segunda”.
Dos datos atípicos que se constatan en la vida de Rosa Luxemburgo: en su condición de mujer y en su condición de individuo nacional.[1] Son dos datos que de por sí no dicen nada. Ambiguos, ya que pueden encontrarse en biografías muy diferentes. Interesan sólo porque indican dos situaciones extremas que, al ser enfrentadas por Rosa Luxemburgo a su manera, pasaron a definirla a ella misma o a caracterizar de manera especial la sustancia de la que ella decidió estar hecha; la sustancia revolucionaria.
Ya a fines del siglo XIX, una mujer que se encontraba en el “error objetivo” de no poder ser “atractiva” tenía la oportunidad de salirse de él si cultivaba como gracias compensatorias las virtudes “masculinas”, pero si lo hacía de manera propiamente “femenina”, es decir, disminuida o como imitación que sirviera al modelo para verse confirmado en su superioridad. Si demostraba la validez del espíritu de empresa productivista (“masculino”). y burgués —compuesto básicamente de ambición, pero inteligente, voluntarioso y realista— al mostrarlo en una versión defectuosa, que sólo resultase explicable por la acción del inmediatismo, la inconsistencia y la exageración propios de lo “femenino”. Que la vida de Rosa Luxemburgo se hallaba encaminada a lograr un efecto de esta clase —reivindicarse en lo privado sometiéndose para ello doblemente a las normas establecidas— era algo que pudo creerse incluso en medios bastante afines y cercanos a ella dentro del partido. La originalidad de “Rosa, la roja” —oradora encendida, polemista implacable, teórica iconoclasta, trabajadora incansable y llena de amor propio— no parecía expresar para ellos ningún exceso propiamente revolucionario. Su “extremismo” y su “pathos” eran comprendidos por ellos como el aporte de “temperament” o el toque “femenino” que una mujer de ambiciones excepcionales le entregaba a su institución, sin afectarla de manera decisiva en su esencia política.[2]
Sin embargo, la empresa en que se encontraba empeñada Rosa Luxemburgo era de un orden totalmente diferente. La experiencia, ineludible en su caso, de la situación femenina de opresión y sobreexplotación fue convertida por ella en una vía de acceso clara y definitiva a la experiencia de la necesidad de la revolución comunista: una experiencia que, en la belle époque del imperialismo, tendía a volverse menos intensa y más rara incluso en las propias filas del proletariado metropolitano. El contenido de la problemática femenina que se le planteaba personalmente fue integrado (que no reducido o disuelto) por ella en el de otra —menos ancestral y básica pero más actual y decisiva—, la problemática de la explotación de clase en el sistema social capitalista. Por esta razón, su autorreivindicación como mujer se realizó bajo la forma de una intervención muy peculiar en la historia del movimiento obrero organizado. Rosa Luxemburgo pudo emprender una tarea cuya necesidad otros no atinaban ni siquiera a vislumbrar: el rescate o la conquista de la radicalidad comunista como condición de existencia y eficacia no sólo del movimiento revolucionario sino del movimiento obrero sin más. El arribo a metas mínimas e inmediatas o de transición por parte del partido revolucionario del proletariado sólo es efectivo políticamente, aun en términos de mero realismo, si está organizado de tal manera, que anticipa o hace presentes, en el contorno histórico concreto, las metas máximas y lejanas del movimiento comunista: la conquista del poder, la abolición del capitalismo y la propiedad privada, de las clases y el Estado, la instauración de la comunidad democrática. Esta sería la ley de la radicalidad comunista —aparentemente sencilla pero no fácil de cumplirse— que llegó a guiar siempre la actividad y el discurso políticos de Rosa Luxemburgo.
Formando parte del mismo proceso en que Rosa Luxemburgo integró a su problemática femenina como elemento radicalizador de la problemática política general se encuentra también la elaboración a la que ella sometió a su conflictiva condición de judía polaca en Alemania. En lugar de “ganarse” privadamente una “nación de primera”, al aceptar la propuesta de convertirse en el “departamento eslavo” del Partido Socialdemócrata Alemán (para que éste pudiera llenar así un requisito principal de “internacionalismo” sin tener que abandonar su cerrazón chauvinista); en lugar de afirmarse mirando hacia el pasado, como miembro de un Estado nacional polaco (que estaba destruido y sólo podía reconstituirse como dependiente del imperialismo). Rosa Luxemburgo supo encontrarle otra solución al problema de su falta de pertenencia a una nación-Estado. Lo convirtió en el punto de partida de una lucha que no ha vuelto aún a ser tan decisiva y prometedora como lo fue entonces: la lucha por despertar y difundir el carácter “histórico-mundial” (Marx) de la revolución comunista. Y aquí también su actividad y su discurso encontraron un postulado guía: el internacionalismo proletario no puede resultar de una coincidencia automática de los intereses proletarios en los distintos y enfrentados Estados nacionales; debe ser levantado de manera consciente y organizada mediante una política que haga presente el alcance mundial de toda conquista comunista, incluso en las que parecen más internas, locales o nacionales de las luchas proletarias.
El intento de potenciar en sentido comunista el comportamiento de la clase proletaria y sus instrumentos organizativos, he aquí la línea central y determinante que imprime coherencia y continuidad a la serie de empresaspolíticas teórico-prácticas de Rosa Luxemburgo,[3] cuya sucesión constituye lo principal de su vida.[4]
La línea de la radicalidad comunista luxemburguiana se presenta ya en plenitud y de manera ejemplar en la primera de las intervenciones de Rosa en la historia general del movimiento obrero revolucionario: en su polémica contra la posición reformista (“revisionista”) dentro de la socialdemocracia alemana y de toda la II Internacional socialista, que Eduard Bernstein, en los últimos años del siglo XIX, propuso que prevaleciera sobre la posición marxista revolucionaria, heredada de la I Internacional.
Revisar el marxismo para encontrar lo que en él falte o haya caducado y estorbe a su operatividad; introducir o sustituir esas partes faltantes o caducas; adaptar el marxismo a las nuevas necesidades de la lucha socialista. Esta era la inobjetable intención manifiesta —y del todo sincera— de Bernstein cuando (en 1898) publicó su libro Las premisas del socialismo. La caducidad del marxismo que en él detectaba sólo afectaba, en definitiva, a uno de los teoremas centrales, el que afirma la agudización creciente del carácter contradictorio del modo de producción capitalista. Teorema que, como lo explicaba en la primera parte de la obra (cap. 1 y 2), era sólo retóricamente, no científicamente central, pues provenía más de una falla o carencia en el método del marxismo —la ausencia de un concepto de dialéctica no hegeliano o no centrado en la idea de contradicción como incompatibilidad esencial— que de este método en su conjunto o del saber producido con él.
Bernstein consultaba las estadísticas, y ellas le señalaban un mejoramiento en las condiciones de trabajo y de restauración de los obreros, una concentración del capital con participación de la clase media, la tendencia a una prosperidad permanente y sin crisis. Dando por presupuesta una definición cuantitativista del “carácter contradictorio del capitalismo”, interpretaba estos síntomas y llegaba a diagnosticar que dicho carácter se debilitaba: que el orden privado, irracional o “anárquico” de las relaciones de apropiación privada cedía el paso a un proceso de “socialización” o “democratización” de la propiedad del capital y al desarrollo de un control regulador del mecanismo macroeconómico; y que, al reducirse la forma privada o irracional de la propiedad sobre la riqueza, se reducía también su contradicción o falta de concordancia con el funcionamiento básico de las fuerzas productivas, que es necesariamente socializador,
De esta segunda parte (cap. 3), propiamente “científica”, de la revisión del marxismo, Bernstein pasaba a la tercera y conclusiva (cap. 4 y 5), de orden netamente político.
Decía Bernstein, para alcanzar el socialismo -—el último paso en la historia del progreso de la democracia, el paso en que ella se enriquece con la institucionalización de la democracia económica—, el movimiento socialdemócrata debe desechar la idea utópica del Marx hegeliano acerca de la necesidad de un mundo sustancialmente diferente del capitalista, al que sólo se puede llegar mediante la conquista y el uso proletario del poder político, mediante el cambio revolucionario violento. No existe la necesidad de ese otro mundo porque éste, el capitalista, ha dejado paulatinamente de ser lo que antes era; su propio progreso le ha hecho incorporar elementos socialistas, adentrarse ya en el futuro. De lo que se trata es de continuar y acelerar intencionalmente esta revolución lenta y pacífica que está ya en movimiento: convencer a toda la sociedad para que reconozca la superioridad ética del orden socialista y lo adopte constitucionalmente en sustitución del capitalismo. Se trata de ganar una mayoría de adeptos para esta idea socialista en todas las clases de la sociedad, y el partido socialdemócrata podría lograrlo si sólo “quisiera aparentar lo que él ya es en realidad: un partido para la reforma democrático-socialista” (“eine demokratisch-socialistische Reformpartei”). Si aceptara que sus únicas armas deben ser: los sindicatos (y las cooperativas), en lo económico, y el parlamento (“encamación de la voluntad de la sociedad, al margen de las clases”), en lo político.
La crítica de Rosa Luxemburgo, expuesta en su folleto ¿Reforma social o revolución? (1899), abarca los tres planos del razonamiento de Bernstein —el metodológico, el económico y el político— pero combinados o entrecruzados en una sola totalidad argumental. Se trata de un acoso al revisionismo, que ataca su objetivo una y otra vez desde todos los ángulos y en los más variados tonos, con la intención de demostrar que no representa una actualización o un adelanto de la teoría marxista ortodoxa, sino por el contrario su liquidación o su regresión: su reconversión de teoría proletaria o libre de obligaciones en teoría burguesa u obligada a la conservación del orden dominante.
Allí está, ante todo, la demostración de que la creación de un sistema monopólico y financiero en el capitalismo desarrollado, lejos de aminorar, acentúa las contradicciones entre la potenciación exorbitante de las fuerzas productivas, con su tendencia a volverse sociales y mundiales, por un lado, y la apropiación capitalista-privada y nacional de la riqueza, por otro lado; entre los intereses proletarios, por un lado, y los intereses burgueses, por otro. Allí, la observación de que las crisis capitalistas, con su mayor o menor frecuencia y con su mayor o menor intensidad, sólo son una de las formas de manifestación de estas contradicciones.
Allí está también la demostración de que se puede perfeccionar en términos reformistas, con la acción de los sindicatos (y las cooperativas) y con el fortalecimiento del parlamento, no es la democracia que pretende instaurar el movimiento comunista en términos revolucionarios. La democracia económica que pueden alcanzar los sindicatos —por lo demás, en una interminable tarea de Sísifo— no puede ir más allá de la generalización del respeto de los capitalistas por el valor real de la fuerza de trabajo obrera, siempre como simple mercancía, y por el tiempo que ella necesita para su reproducción “normal”. No puede convertirlos en el sujeto comunitario autárquico del proceso de vida social. Y la democracia política que se puede alcanzar en el parlamento no puede ser más que la situación de igualdad de los individuos (capitalistas o proletarios) ante el Estado, pero ante un Estado que es la institucionalización de la violencia de toda la clase capitalista al defender y desarrollar sus privilegios económicos.
Pero sobre todo, y es lo que interesa destacar aquí, allí está una de las más ricas y complejas y al mismo tiempo claras y precisas exposiciones del marxismo ortodoxo sobre la necesidad del progreso a una forma de sociedad esencialmente diferente de la capitalista y sobre el carácter ineludiblemente revolucionario que debe adoptar dicho progreso.
Después de Marx y Engels, nadie como Rosa Luxemburgo ha sabido definir el carácter total, es decir, unitariamente objetivo y subjetivo de la situación revolucionaria.[5] Según ella, la posibilidad real o concreta del progreso histórico hacia el comunismo se va constituyendo durante todo un periodo excepcional en el cual el agravamiento de la explotación capitalista durante un momento de crisis desata al mismo tiempo una serie de respuestas, cada vez más amplias, sutiles y potentes, por parte del proletariado consciente y organizado, y una reacción de la burguesía que, reduzca o no el tipo de explotación inicial, pone al descubierto otros tipos de explotación, más complejos, decisivos e insolubles. Este periodo de maduración de la situación revolucionaria es precisamente el mismo en el que el contenido de la revolución que se plantea se vuelve cada vez más radical. De esta manera, la conquista del poder político y su uso proletario .............. [.............]