ÍNDICE
C. MARX. LA ESPAÑA REVOLUCIONARIA
La España revolucionaria.
Fragmento inédito de la serie de artículos La España revolucionaria
Fragmento de una carta del 17 de octubre de 1854 a Federico Engels
C. MARX y F. ENGELS. FRAGMENTOS DE ARTICULOS Y CRONICAS PUBLICADOS EN EL NEW YORK DAILY TRIBUNE
I. Insurrección en Madrid.
II. Noticias de la insurrección de Madrid
III. Sucesos en España.
IV. Proclamas de Dulce y O'Donnell. — Éxitos de los insurrectos.
V. La revolución española. — Lucha de partidos. Pronunciamientos en San Sebastián, Barcelona, Zaragoza y Madrid.
VI. Espartero (Editorial).
VII. La contrarrevolución pone manos a la obra
VIII. Reivindicaciones del pueblo español.
IX. La revolución española y Rusia. —El problema de las colonias. —Corrupción de los hombres públicos. —Anarquía en provincias. —La prensa de Madrid
X. Convocatoria de las Cortes Constituyentes.
— La ley electoral. —Desórdenes en Tortosa.
— Las sociedades secretas. —El Gobierno compra armas. —La Hacienda española
XI. La reacción en España. —Estado de la Hacienda.
—La Constitución de la República Federal Ibérica.
XII. Últimas medidas del Gobierno. —Los asuntos españoles en la prensa reaccionaria. —Exceso de generales.
XIII. Algunas noticias más de España.
F. ENGELS. EL EJERCITO ESPAÑOL. Fragmento del artículo. Los ejércitos de Europa
C. MARX. LA REVOLUCION EN ESPAÑA.
I
II
C. MARX y F. ENGELS. ARTICULO INSERTO EN LA NUEVA ENCICLOPEDIA AMERICANA (1858)
El Bidasoa.
F. ENGELS. ARTICULOS PUBLICADOS EN EL NEW YORK DAILY TRIBUNE (1860)
La guerra de África
C. MARX y F. ENGELS. ACERCA DE LA I INTERNACIONAL EN ESPAÑA
F. Engels. Al Consejo Federal de la región española de la Asociación Internacional de los Trabajadores
F. Engels. Al Consejo Federal de la región española de la Asociación Internacional de los Trabajadores
F. Engels. Situación de las secciones de la Internacional en los países de Europa.
F. Engels. Al Consejo Federal de la región española
F. Engels. A los ciudadanos delegados del Congreso regional español constituido en Zaragoza
F. Engels. Al Congreso de Zaragoza.
C. Marx y F. Engels. A las secciones españolas de la Asociación Internacional de los Trabajadores
F. Engels. El Consejo General a la nueva Federación Madrileña.
F. Engels. Informe sobre la Alianza de la Democracia Socialista presentado al Congreso de La Haya en nombre del Consejo General
F. Engels. Los mandatos imperativos en el Congreso de La Haya.
F. Engels. Informe del Consejo General sobre la situación en España, Portugal e Italia. 1. España
F. Engels. Cartas de Londres
F. Engels. Informaciones sobre la actividad de la Internacional en el continente.
C. Marx y F. Engels. Fragmento de La Alianza de la Democracia Socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores
I Introducción.
IV La Alianza en España.
VII. La Alianza después del Congreso de La Haya
IX. Conclusión
F. Engels. Advertencia previa al artículo Los bakuninislas en acción
F. Engels. Los bakuninistas en acción. Memoria sobre los levantamientos en España en el verano de 1873
F. Engels. Con motivo de la edición española del libro de Carlos Marx La Miseria de la Filosofía (Carta a José Mesa)
F. Engels. A los obreros españoles con motivo del Primero de Mayo de 1893
NOTAS.
INDICE DE NOMBRES
LA ESPAÑA REVOLUCIONARIA[1]
I
La revolución en España ha adquirido ahora tantos visos de situación permanente que, como nos informa nuestro corresponsal en Londres, las clases adineradas y conservadoras han comenzado a emigrar y a buscar seguridad en Francia. No es de extrañar; España jamás ha adoptado la moderna moda francesa, tan en boga en 1848, de comenzar y llevar a cabo una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados. Tres años parecen ser el tope de brevedad al que se constriñe, y, en ciertos casos, su ciclo revolucionario se prolonga hasta nueve. Así, su primera revolución en el presente siglo se extendió de 1808 a 1814; la segunda, de 1820 a 1823, y la tercera, de 1834 a 1843. Cuánto durará la presente, o qué resultado tendrá, es imposible que lo prediga ni el político más perspicaz; pero no es exagerado decir que no hay otra parte de Europa, ni siquiera Turquía y la guerra en Rusia[2], que ofrezca para el observador reflexivo un interés tan profundo como España en el presente momento.
Las insurrecciones son tan viejas en España como el gobierno de los favoritos de Palacio contra los cuales han ido usualmente dirigidas. Así, a finales del siglo XIV, la aristocracia se rebeló contra el rey Juan II y su valido don Álvaro de Luna. En el XV se produjeron conmociones más serias aún contra el rey Enrique IV y la cabeza de su camarilla, don Juan de Pacheco, marqués de Villena. En el siglo XVII, el pueblo de Lisboa despedazó a Vasconcellos, el Sartorius del virrey español en Portugal, lo mismo que hizo el de Barcelona con Santa Coloma, privado de Felipe IV.
A finales del mismo siglo, durante el reinado de Carlos II, el pueblo de Madrid se levantó contra la camarilla de la reina, compuesta de la condesa de Berlepsch y los condes de Oropesa y de Melgar, que habían impuesto un arbitrio abusivo sobre todos los comestibles que entraban en la capital y cuyo producto se repartían entre ellos. El pueblo se dirigió al Palacio Real y obligó al rey a salir al balcón y a denunciar él mismo a la camarilla de la reina. Fue después a los palacios de los condes de Oropesa y Melgar, los saqueó, los incendió e intentó prender a sus propietarios, los cuales, sin embargo, tuvieron la buena suerte de escapar a costa de un destierro perpetuo. El acontecimiento que provocó el levantamiento insurreccional en el siglo XV fue el tratado alevoso que el favorito de Enrique IV, el marqués de Villena, había concluido con el rey de Francia, en virtud del cual Cataluña debía ser entregada a Luis XI. Tres siglos más tarde, el tratado de Fontainebleau —concluido el 27 de octubre de 1807 con Bonaparte por el valido de Carlos IV y favorito de la reina, don Manuel Godoy, Príncipe ele la Paz, sobre el reparto de Portugal y la entrada de los ejércitos franceses en España— produjo una insurrección popular en Madrid contra Godoy, la abdicación de Carlos IV, la subida al trono de su hijo Fernando VII, la entrada del ejército francés en España y la subsiguiente guerra de independencia. Así, la guerra de independencia española comenzó con una insurrección popular contra la camarilla personificada entonces en don Manuel Godoy, lo mismo que la guerra civil del siglo XV se inició con el levantamiento contra la camarilla personificada en el marqués de Villena. Asimismo, la revolución de 1854 ha comenzado con el levantamiento contra la camarilla personificada en el conde de San Luis.
A despecho de estas repetidas insurrecciones, en España no ha habido hasta el presente siglo una revolución seria, a excepción de la guerra de la Junta Santa[3] en los tiempos de Carlos I, o Carlos V, como le llaman los alemanes. El motivo inmediato, como de costumbre, lo dio la camarilla que, bajo los auspicios del virrey, cardenal Adriano, un flamenco, exasperó a los castellanos por su rapaz insolencia, por la venta de los cargos públicos al mejor postor y por el tráfico abierto con las sentencias judiciales. La oposición a la camarilla flamenca era sólo la sobrefaz del movimiento; en el trasfondo estaba la defensa de las libertades de la España medieval frente a las injerencias del moderno absolutismo.
La base material de la monarquía española había sido establecida por la unión de Aragón, Castilla y Granada bajo el reinado de Fernando el Católico e Isabel I. Carlos I intentó transformar esa monarquía, aún feudal, en una monarquía absoluta. La emprendió simultáneamente contra los dos pilares de la libertad española: fas Cortes y los Ayuntamientos[4]. Aquéllas eran una modificación de los antiguos concilia góticos, y éstos, que habían perdurado casi sin interrupción desde los tiempos romanos, presentaban una mezcla del carácter hereditario y electivo propio de las municipalidades romanas. Desde el punto de vista de la autonomía municipal, las ciudades de Italia, Provenza, Galia septentrional, Gran Bretaña y parte de Alemania ofrecen clara similitud con el estado en que entonces se hallaban las ciudades españolas; pero ni los Estados Generales franceses ni el Parlamento inglés de la Edad Media pueden ser comparados con las Cortes españolas. En-la formación de la monarquía española se dieron circunstancias particularmente favorables para la limitación del poder real. De un lado, durante el largó pelear contra los árabes, la península iba siendo reconquistada por pequeñas partes, que se constituían en reinos separados. Durante ese pelear se adoptaban leyes y costumbres populares. Las conquistas sucesivas, efectuadas principalmente por los nobles, otorgaban a éstos un poder excesivo, en tanto mermaban la potestad real. De otro lado, las ciudades y poblaciones del interior alcanzaron gran importancia debido a la necesidad en que las gentes se veían de residir en plazas fuertes, como medida de seguridad frente a las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la configuración peninsular del país y el constante intercambio con Provenza c Italia dieron lugar a la creación de ciudades comerciales y marítimas de primera categoría en las costas. En el siglo XIV, las ciudades constituían ya la parte más poderosa de las Cortes, las cuales estaban compuestas de representantes de aquéllas junto con los del clero y la nobleza. También merece la pena subrayar el hecho de que la lenta redención del dominio árabe mediante una lucha tenaz de cerca de ochocientos años dio a la península, una vez totalmente emancipada, un carácter muy diferente del que presentaba la Europa de aquel tiempo. España se vio, en la época de la resurrección europea, con las costumbres de los godos y de los vándalos en el norte, y de los árabes en el sur.
Cuando Carlos I volvió de Alemania, donde le había sido conferida la dignidad imperial, las Cortes se reunieron en Valladolid para tomarle juramento a los antiguos fueros y coronarlo[5]. Carlos se negó a comparecer y envió a representantes suyos que habían de recibir, según sus pretensiones, el juramento de lealtad de parte de las Cortes. Las Cortes se negaron a recibir a esos representantes y comunicaron al monarca que si no se presentaba ante ellas y no juraba los fueros del país, no sería reconocido jamás como rey de España. Carlos se sometió; se presentó ante las Cortes y prestó juramento, como dicen los historiadores, de muy mala gana, (ion este motivo, las Cortes le dijeron: “Habéis de saber señor, que el rey no es más que un servidor retribuido de la nación”. Tal fue el principio de la hostilidad entre Carlos I y las ciudades. Como consecuencia de las intrigas reales, estallaron en Castilla numerosas insurrecciones, se constituyó la Junta Santa de Ávila, y las ciudades convocaron la Asamblea de las Cortes en Tordesillas, las cuales, el 20 de octubre de 1520, dirigieron al rey una “protesta contra los abusos”. Este respondió privándole sus derechos personales a todos los diputados reunidos en Tordesillas. Así, la guerra civil se había hecho inevitable. Los comuneros llamaron a las armas: sus soldados, mandados por Padilla, se apoderaron de la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron derrotados finalmente el 23 de abril de 1521 por fuerzas superiores en la batalla de Villalar. Las cabezas de los principales “conspiradores” rodaron por el cadalso, y las antiguas libertades de España desaparecieron.
Diversas circunstancias se conjugaron a favor del creciente poder del absolutismo. La falta de unión entre las diferentes provincias privó a sus esfuerzos del vigor necesario; pero, sobre todo, Carlos utilizó el enconado antagonismo entre la clase de los nobles y la de los ciudadanos para debilitar a ambas. Ya hemos mencionado que desde el siglo XIV la influencia de las ciudades predominaba en las Cortes, y desde el tiempo de Fernando el Católico, la Santa Hermandad[6] había demostrado ser un poderoso instrumento en manos de las ciudades contra los nobles de Castilla, que acusaban a éstas de intrusiones en sus antiguos privilegios y jurisdicción. Por lo tanto, la nobleza estaba deseosa de ayudar a Carlos I en su proyecto de suprimir la Junta Santa.
Habiendo derrotado la resistencia armada de las ciudades, Callos se dedicó a reducir sus privilegios municipales, con lo que decayeron rápidamente su población, riqueza c importancia y pronto se vieron privadas de su influencia en las Cortes. Carlos se volvió entonces contra los nobles, que le habían ayudado a destruir las libertades de las ciudades, pero que conservaban, por su parte, una influencia política considerable. Un motín en su ejército por falta de pagos le obligó en 1539 a reunir las Cortes para obtener una subvención. Pero las Cortes, indignadas por el mal empleo de los subsidios que le habían otorgado anteriormente en operaciones ajenas a los intereses de España, se negaron a concederle ninguno más. Carlos las disolvió, colérico; a los nobles que insistían en su privilegio de exención de impuestos les contestó que quienes reclamaban tal privilegio perdían el derecho a figurar en las Cortes y, en consecuencia, los excluyó de dicha asamblea. Esto fue un golpe mortal para las Cortes, y, desde entonces, sus reuniones se redujeron al desempeño de una simple ceremonia palaciega. El tercer elemento que constituía antiguamente las Cortes, a saber, el' clero, alistado desde los tiempos de Fernando el Católico bajo la bandera de la Inquisición, había dejado de identificar sus intereses con los de la España feudal. Por el contrario, mediante la Inquisición, la Iglesia se había transformado en el más poderoso instrumento del absolutismo.
Si después del reinado de Carlos I la decadencia de España, tanto en el aspecto político como en el social, ha exhibido todos los síntomas de ignominiosa y lenta putrefacción que fueron tan repulsivos en los peores tiempos del Imperio turco, en los de dicho emperador las antiguas libertades fueron al menos enterradas en un sepulcro suntuoso. Eran los tiempos en que Vasco Núñez de Balboa hincaba la bandera de Castilla en las costas de Darién, Cortés en México, y Pizarro en el Perú; en que la influencia española tenía la supremacía en Europa, y la imaginación meridional de los iberos se encandilaba con la visión de Eldorado, de aventuras caballerescas y de una monarquía universal. Entonces desapareció la libertad española en medio del fragor de las armas, de los ríos de oro y de los tétricos resplandores de los autos de fe.
Pero, ¿cómo podemos explicar el singular fenómeno de que, pasados casi tres siglos de dinastía de los Habsburgo, seguida de una dinastía borbónica —cualquiera de las dos harto suficiente para aplastar a un pueblo—, las. libertades municipales de España sobrevivan en mayor o menor grado? ¿Cómo podemos, explicar que precisamente en el país donde la monarquía absoluta se desarrolló en su forma más acusada antes que en todos los demás Estados feudales, jamás haya conseguido arraigar la centralización? La respuesta no es difícil. Fue en el siglo XVI cuando se formaron las grandes monarquías, que se erigieron en todas partes sobre la base de la decadencia de las clases feudales en conflicto: la aristocracia y las ciudades. Pero en los otros grandes Estados de Europa la monarquía absoluta se presenta, como un centro civilizador, como la iniciadora de la unidad social. Allí era la monarquía absoluta el laboratorio en que se mezclaban y trataban los distintos elementos de la sociedad hasta permitir a las ciudades trocar la independencia local y la soberanía medievales por el dominio general de las clases medias y la común preponderancia de la sociedad civil. En España, por el contrario, mientras la aristocracia se hundía en la decadencia sin perder sus privilegios más nocivos, las ciudades perdían su poder medieval sin ganar en importancia moderna.
Desde el establecimiento de monarquía absoluta, las ciudades han vegetado en un estado de continua decadencia. No podemos examinar aquí las circunstancias, políticas o económicas, que han destruido en España el comercio, la industria, la navegación y la agricultura. Para nuestro actual propósito basta recordar simplemente el hecho. A medida que declinaba la vida comercial e industrial de las ciudades, se hacían más raros los intercambios internos y menos frecuentes las relaciones entre los habitantes de las distintas provincias, los medios de comunicación se fueron descuidando, y los caminos reales quedaron gradualmente abandonados. Así, la. vida local de España, la independencia de sus provincias y de sus municipios, la diversidad de su vida social, basada originalmente en la configuración física del país y desarrollada históricamente en función de las diferentes formas en que las diversas provincias se emanciparon de la dominación mora y crearon pequeñas comunidades independientes, se afianzaron, y acentuaron finalmente a causa de la revolución económica que secó las fuentes de la actividad nacional. Y como la monarquía absoluta encontró en España elementos que por su misma naturaleza repugnaban a la centralización, hizo todo lo que pudo para impedir el crecimiento de intereses comunes derivados de la división nacional del trabajo y de la multiplicidad de los intercambios internos, única base sobre la cual puede crearse un sistema uniforme de administración y de aplicación de, leyes generales.
Así pues, la monarquía absoluta en España, que sólo por encima se parece a las monarquías absolutas europeas en general, debe ser clasificada más bien junto a las formas asiáticas de gobierno. España, como Turquía, siguió siendo una aglomeración de repúblicas mal administradas con un soberano nominal a su cabeza. El despotismo cambiaba de carácter en las diferentes provincias según la interpretación arbitraria que a las leyes generales daban virreyes y gobernadores; si bien el gobierno era despótico, no impidió que subsistiesen las provincias con sus diferentes leyes, costumbres, monedas, banderas militares de colores distintos y sus respectivos sistemas de contribución. El despotismo oriental sólo ataca la autonomía municipal cuando ésta se opone a sus intereses directos, pero permite de buen grado la supervivencia de dichas instituciones en tanto que estás le eximen del deber de hacer algo y le evitan la molestia de ejercer la administración con regularidad.
Así ocurrió que Napoleón, quien, como todos sus contemporáneos, creía a España un cadáver exánime, se llevó una sorpresa fatal al descubrir que[..................]