Durante la guerra fría, los escritores y los artistas en general se enfrentaron a un inmenso desafío: en el mundo soviético se esperaba de ellos que produjeran obras que glorificasen la militancia, la lucha y el optimismo permanente; en Occidente se hacía alarde de la libertad de expresión como la posesión más preciada de la democracia liberal. Pero esa libertad podía tener su precio.
En este libro se documenta la extraordinaria fuerza de una campaña secreta por la que algunos de los más elocuentes exponentes de la libertad intelectual en el mundo occidental se convirtieron en instrumento —lo supiesen o no, les gustase o no— de los servicios secretos estadounidenses.
Frances Stonor Saunders demuestra cómo la CIA logró infiltrarse en todos los espacios de la cultura. Las organizaciones que le servían de tapadera y las fundaciones «filantrópicas» que canalizaban su dinero organizaban congresos, exposiciones, conciertos y giras de orquestas sinfónicas por todo el mundo y subvencionaban ambiciosos programas editoriales y costosas traducciones; las revistas de toda Europa y de otros lugares del mundo compensaban sus pérdidas gracias a generosos mecenas tras los cuales se escondía la CIA.
Una brillante y crítica biografía colectiva, una historia apasionante y fácil de leer acerca de un sistema de mecenazgo clandestino sin precedentes en la historia contemporánea.
¿Qué fortuna o destino antes del postrer día aquí te trae?
¿Y quién es este que muestra el camino?
Y yo: «Allá arriba, en la vida serena —le respondí— me perdí
por un valle, antes de que mi edad fuese perfecta».
DANTE, Infierno, Canto XV
Sé que es un secreto porque de él se murmura por doquier.
WILLIAM CONGREVE, Love for Love
Agradecimientos
He escrito este libro como si, durante mucho tiempo, me hubiese tomado en nómada: de un lado para otro he ido arrastrando las ajadas cajas que constituyen mi equipaje. Por su amabilidad al aceptarme con ellos, junto con esta caravana cargada con el botín de los archivos, y ofrecerme la oportunidad de trabajar con tranquilidad, quiero expresar mi agradecimiento a Elizabeth Cartwright–Hignett, Frank Dabell, Nick Hewer, Eartha Kitt, Hermione Labron-Johnson, y a Claudia y a Marceno Salom. Con Ann Pasternak Slater y con Craig Raine, he adquirido una deuda especial, por su permanente apoyo y por su fe inquebrantable. A través de ellos conocí a Ben Sonnenberg en Nueva York, y por esa floreciente y (por la parte que le toca a Ben) erudita amistad, también estoy en deuda con ellos. Ann Pasternak Slater también contribuyó a facilitarme el trabajo al escribir una carta de recomendación, que si exceptuamos sus propios y generosos halagos, describía el borrador del libro con precisión asombrosa. La ayuda de Carmen Callil llegó en una de las últimas etapas en el proceso de elaboración del libro, pero ha sido una poderosa fuente de inspiración por su fe total y absoluta en un momento que casi había perdido yo la mía. La ayuda de Jay Weissberg fue de un valor inestimable: como historiador del cine aún no he conocido a nadie que se le pueda aproximar, ni en la profundidad ni en la amplitud de sus conocimientos. Mi gratitud ha de hacerse también extensiva a aquellos que se convirtieron en copartícipes de un proyecto que tuvo su parte de desventuras, pero que soportaron los baches del camino sin perder su sentido del humor: mi editor, Neil Belton, mi representante, Felicity Rubinstein, todo el personal de Granta Books, la correctora Jane Robertson, Jeremy Bugler, Tony Cash, Tony Carew y Lawrence Simanowitz. Por su gran amistad y su paciencia extraordinariamente elástica, estoy agradecido en un grado tal que no se puede expresar con palabras a Madonna Benjamin, Zoë Heller, Conrad Roeber, Domitilla Ruffo, Roger Thornham y Michael Wylde. Si no fuera por mi madre, Julia Stonor, y mi hermano, Alexander Stonor Saunders, la vida fuera de este libro hubiese sido un callejón sin salida. Por sus ánimos, cariño e incesante apoyo, les ofrezco, sin pudor alguno, mi hiperbólico agradecimiento, y la dedicación de este libro.
Cuando empecé a investigar la guerra fría cultural, tenía muchas esperanzas de sacar provecho de la Ley de Libertad de Información de Estados Unidos. Ciertamente, amparándose en esta ley, muchos documentos gubernamentales, hasta ahora secretos, han sido puestos a disposición de los investigadores, y recientes estudios sobre el FBI han enriquecido considerablemente el resultado. Pero conseguir información de la CIA es harina de otro costal. Aún espero su respuesta a mi primera solicitud de 1992. De otra petición posterior, recibí el acuse de recibo, aunque se me advirtió de que el coste total para suministrarme los documentos que solicitaba estaría en torno a los 30.000 dólares. Con todo y eso, como el coordinador de Información y de Seguridad Documental de la CIA me explicaba a continuación que la probabilidad de que mi solicitud surtiese efecto alguno era prácticamente nula, no tenía mucho de que preocuparme. La Ley de Libertad Informativa ha sido muy cacareada por los historiadores británicos que, ciertamente, se enfrentan a unas dificultades muchísimo mayores para investigar documentos relacionados con cuestiones de la defensa de su país. Sin embargo, su aplicación, al menos en lo que respecta a la CIA, es lamentable. Como compensación existe una gran riqueza documental en colecciones privadas. Históricamente, las sucesivas administraciones de Estados Unidos se han ido extendiendo hacia el sector privado. Especialmente durante la guerra fría, la política exterior norteamericana fue compartida entre los diferentes departamentos gubernamentales y una especie de consorcio de personas e instituciones independientes, pero cuasi gubernamentales. Es esta división de competencias incluso en el caso de operaciones clandestinas o encubiertas, lo que, paradójicamente, ha hecho que tales operaciones se puedan investigar. Allí está toda la información, para todos los que quieran ir a pescar, en un mar de documentos privados que se extiende por los archivos de Estados Unidos.
Naturalmente, cualquier trabajo que se base fundamentalmente en materiales de estos archivos, ha de estar en deuda con la multitud de archiveros y bibliotecarios que de manera tan experta han encauzado al investigador para poder entrar, navegar por ellos, y salir de nuevo, de las complejidades de sus colecciones archivísticas. Son estas personas los pilares sobre los que se asienta el edificio de la historia, aunque añadiría inmediatamente que cualquier responsabilidad por los fallos estructurales o arquitectónicos corresponde por completo a la autora. Por su ayuda y consejos, quiero expresar mi agradecimiento al personal de la Tamimemt Library de Nueva York, de la Joseph Regenstein Library de Chicago, la Dwight D. Eisenhower Library, de Abilene, los National Archives, de Washington, la Butler Library, de la Universidad de Columbia, al George Meany Center, de Washington, al Harry Ransom Humanities Research Center, y a la Lyndon Baines Johnson Library, ambos en Austin, Texas, a la John F. Kennedy Library, de Boston, a la Harry S. Truman Library, en Indepcndence. También querría dar mis gracias a los archiveros de la Public Records Office, de Londres y de la Biblioteca de la Universidad de Reading.
Son muchas las personas que accedieron a ser entrevistadas para poder escribir este libro, y que soportaron mis repetidas visitas, llamadas, faxes y cartas, con elegancia no exenta de paciencia. Todos los entrevistados figuran en Fuentes, al final del libro. A todos ellos, mi agradecimiento, pero en particular, a Diana Josselson, que me dedicó su tiempo con enorme generosidad, por lo que el libro ha salido enormemente beneficiado de su enorme memoria, su apoyo fume (no exento de crítica) y las fotografías de su colección personal.
Introducción
La mejor manera de hacer propaganda es que no
parezca que se está haciendo propaganda.
RICHARD CROSSMAN
Durante los momentos culminantes de la guerra fría, el Gobierno de Estados Unidos invirtió enormes recursos en un programa secreto de propaganda cultural en Europa occidental. Un rasgo fundamental de este programa era que no se supiese de su existencia. Fue llevado a cabo con gran secreto por la organización de espionaje de Estados Unidos, la Agencia Central de Inteligencia. El acto central de esta campaña encubierta fue el Congreso por la Libertad Cultural, organizado por el agente de la CIA, Michael Josselson, entre 1950 y 1967. Sus logros fueron considerables y su propia duración no fue el menor de ellos. En su momento álgido, el Congreso por la Libertad Cultural tuvo oficinas en 35 países, contó con docenas de personas contratadas, publicó artículos en más de veinte revistas de prestigio, organizó exposiciones de arte, contaba con su propio servicio de noticias y de artículos de opinión, organizó conferencias internacionales del más alto nivel y recompensó a los músicos y a otros artistas con premios y actuaciones públicas. Su misión consistía en apartar sutilmente a la intelectualidad de Europa occidental de su prolongada fascinación por el marxismo y el comunismo, a favor de una forma de ver el mundo más de acuerdo con «el concepto americano».
Recurriendo a una extensa y enormemente influyente red, integrada por personal del servicio de inteligencia, estrategas políticos, los grandes magnates y antiguos alumnos de las universidades de la Ivy Lcague, la incipiente CIA comenzó, a partir de 1947, a construir un «Consorcio» cuya doble tarea era vacunar al mundo contra el contagio del comunismo y facilitar la consecución de los intereses de la política exterior estadounidense en el extranjero. El resultado fue una red de personas, notablemente compenetrada, que trabajó codo con codo con la Agencia para promover una idea: que el mundo precisaba una pax americana, una nueva época ilustrada, a la que se bautizaría como «el Siglo Americano».
El consorcio que construyó la CIA —consistente en lo que Henry Kissinger calificó como «aristocracia dedicada al servicio de esta nación en nombre de unos principios que están más allá de los enfrentamientos entre los partidos»— fue el arma secreta con la que lucharían los Estados Unidos durante la guerra fría, un arma que, en el campo cultural, tuvo un enorme radio de acción. Tanto si les gustaba como si no, si lo sabían como si no, hubo pocos escritores, poetas, artistas, historiadores, científicos o críticos en la Europa de posguerra cuyos nombres no estuvieran, de una u otra manera, vinculados con esta empresa encubierta. Sin sentirse amenazado por nadie y sin ser detectado durante más de veinte años, el espionaje estadounidense creó un frente cultural complejo y extraordinariamente dotado económicamente, en Occidente, para Occidente, en nombre de la libertad de expresión. A la vez que definía la guerra fría como «batalla por la conquista de las mentes humanas», fue acumulando un inmenso arsenal de armas culturales: periódicos, libros, conferencias, seminarios, exposiciones, conciertos, premios.
Entre los miembros de este consorcio había un surtido grupo de intelectuales radicales y de izquierda cuya fe en el marxismo y en el comunismo se había hecho añicos ante la evidencia del totalitarismo estalinista. Nacida de la Década Rosa de los años treinta, calificada, con pena, por Arthur Koestler de «abortada revolución del espíritu, renacimiento fallido, falso amanecer de la historia» , su desilusión se vio acompañada por un deseo de formar_ parte de un nuevo consenso, de consolidar un nuevo orden que sustituyese las exhaustas fuerzas del pasado. La tradición de oposición radical, en la que los intelectuales habían tomado bajo su responsabilidad investigar los mitos, cuestionar las prerrogativas institucionales, y perturbar la complacencia del poder, quedó anulada a favor de un apoyo a la «propuesta americana»[*]. Refrendado y financiado por poderosas instituciones, este grupo no comunista monopolizó la vida intelectual de Occidente en la misma medida que el comunismo lo había hecho unos años antes (y además, muchas de las personas fueron las mismas en ambos grupos).
[*] A lo largo de toda la traducción se va a emplear el siguiente criterio para la traducción de los términos «América» o «american», que en los países de lengua anglosajona se refieren exclusivamente a «Estados Unidos» y «americano/a», respectivamente. Cuando son citas entrecomilladas; se dejarán casi siempre como «América» y «americano/a»: cuando son palabras de la autora del libro, se traducirá por su sentido más preciso como «Estados Unidos» el primer término y como «estadounidense» o «norteamericano» el segundo. (N. del T.).
«Llegó un tiempo… en el que, aparentemente, la vida perdió su capacidad de organizarse a sí misma —dice Charlie Citrine, narrador de El legado de Humboldt de Saul Bellow—, tenía que ser organizada. Los intelectuales hicieron suya esta tarea. Desde, por ejemplo, la época de Maquiavelo, a la nuestra propia, esta organización ha sido un imponente proyecto, maravilloso, tentador, engañoso y desastroso. Un hombre como Humboldt, inspirado, astuto, chiflado, rebosaba de entusiasmo ante el descubrimiento de que la empresa humana, tan grandiosa e infinitamente variada, tenía que ser organizada por personas excepcionales. Él era una persona de excepción, por lo que era un posible candidato al poder. Bueno, ¿por qué no?» . Al igual que tantos Humboldts, aquellos intelectuales que habían sido traicionados por el falso ídolo del comunismo se consideraron a sí mismos ante la posibilidad de construir una nueva Weimar, una Weimar estadounidense. Si el Gobierno y su brazo ejecutor encubierto, la CIA, estaban dispuestos a ayudar en este proyecto, ¿por qué no?
El que aquellos ex izquierdistas acabaran vinculados a la CIA en la misma empresa no es tan absurdo como a primera vista pudiera parecer. Existía una verdadera comunidad de intereses y de convicciones entre la Agencia y los intelectuales reclutados, incluso si no lo sabían, para librar la guerra fría de la cultura. La influencia de la CIA no fue «Siempre, o con frecuencia, reaccionaria o siniestra» , escribió el preeminente historiador liberal de Estados Unidos, Arthur Schlesinger. «Según mi experiencia su liderazgo fue políticamente inteligente y correcto ». Esta concepción de la CIA como paraíso del liberalismo fue un poderoso incentivo para colaborar con ella, o, al menos, para coincidir con el mito de que sus motivos eran fundados. Sin embargo esta percepción no casa bien con la reputación de la CIA de instrumento despiadadamente intervencionista y peligrosamente fuera de todo control por parte del poder de Estados Unidos durante la guerra fría. Ésta fue la organización que estuvo tras el derrocamiento del primer ministro Mossadegh en Irán, en 1953, del derrocamiento del gobierno de Arbenz en Guatemala, en 1954, de la desastrosa operación de la bahía de Cochinos, en 1961, del infausto Programa Phoenix, en Vietnam. Espió a decenas de miles de ciudadanos de Estados Unidos, hostigó a dirigentes de otros países democráticamente elegidos, planeó asesinatos, negó todas estas actividades ante el Congreso y, en ese proceso, elevó el arte de la mentira a nuevas cumbres. ¿Por qué arte de birlibirloque consiguió la CIA presentarse a sí misma ante intelectuales de sólidos principios como Arthur Schlesinger, como máxima valedora de la anhelada libertad?
El grado en que el espionaje norteamericano extendió sus tentáculos hacia las cuestiones culturales de sus aliados occidentales, actuando como posibilitador en la sombra de una amplia variedad de actividades creativas, colocando a los intelectuales y a su obra como piezas de ajedrez para jugar en el Gran Juego, sigue siendo uno de los legados más sugerentes de la guerra fría. La defensa organizada por los abogados de este periodo —basada en la afirmación de que la sustanciosa inversión financiera de la CIA no exigía condiciones— aún no ha sido puesta en cuestión de manera seria. Entre los círculos intelectuales de Estados Unidos y Europa occidental, sigue existiendo propensión a aceptar como cierto que la CIA estaba meramente interesada en ampliar las posibilidades de la manifestación cultural libre y democrática. «Sencillamente ayudarnos a la gente a decir lo que de todas formas hubieran dicho», es la principal línea de defensa, que, en el fondo es otorgar un cheque en blanco a los manejos de la Agencia. Si los beneficiarios de los fondos de la CIA hubiesen desconocido el hecho, continúa la línea argumental, y si su comportamiento, consecuentemente, no se hubiese modificado, entonces su independencia como intelectuales críticos no habría podido verse afectada.
Sin embargo, los documentos oficiales relacionados con la guerra fría cultural sistemáticamente socavan este mito del altruismo. De los individuos e instituciones subvencionados por la CIA se esperaba que actuasen como parte de una amplia campaña de persuasión, de una guerra de propaganda, en la que de «propaganda» se definía como «todo esfuerzo o movimiento organizado para distribuir información o una doctrina particular, mediante noticias, opiniones o llamamientos, pensados para influir en el pensamiento y en las acciones de determinado grupo» . Un componente esencial de este esfuerzo era la «guerra psicológica», definida como «El uso planificado de la propaganda y otras actividades, excepto el combate, por parte de una nación, que comunican ideas e información con el propósito de influir en las opiniones, actitudes, emociones y comportamiento de grupos extranjeros, de manera que apoyen la consecución de los objetivos nacionales». Más aún, se definía como «el tipo de propaganda más efectivo», aquella en la que «el sujeto se mueve en la dirección que uno quiere por razones que piensa son propias» . No sirve de nada poner en cuestión estas definiciones. De ellas están plagados los documentos gubernamentales, son los datos de partida de la diplomacia cultural estadounidense de posguerra.
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