ÍNDICE
9 Víctor Serge: una voz para el tiempo presente. Jean Rière
19 Nota del editor. Jean Rière
25 1. Mundo sin evasión posible (1906-1912)
81 2. Una razón para vivir: vencer (1912-1919)
113 3. El desaliento y el entusiasmo (1919-1920)
165 4. El peligro está en nosotros (1920-1921)
215 5. Europa en el viraje oscuro (1922-1926)
275 6. La revolución en el callejón sin salida (1926-1928)
329 7. Los años de resistencia (1928-1933)
377 8. Los años de cautiverio (1933-1936)
423 9. La derrota de Occidente (1936-1941)
485 10. Plena espera
499 Mi ruptura con Trotsky. Víctor Serge
503 Víctor Serge (Víctor Lvóvich Kibálchich). Referencias biográficas
517 Génesis de Memorias de un revolucionario (1905-1945). Jean Rière
523 Bibliografía de Víctor Lvóvich Napoleón Kibálchich, conocido como Víctor Serge. Jean Rière
537 Índice onomástico
MEMORIAS DE UN
REVOLUCIONARIO
VICTOR SERGE
La búsqueda de la verdad es un combate por la vida; la verdad, que nunca está hecha, pues está siempre haciéndose, es una conquista incesante recomenzada con una aproximación más útil, más estimulante, más viva de una verdad ideal tal vez inaccesible.
Victor Serge, Carnets
No, el destino de Serge no terminó aquella noche funesta y solitaria del 17 de noviembre de 1947 evocada por su viejo amigo y camarada Julián Gorkin quien,[1] después de haberlo dejado hacia las 10 de la noche en el centro de México, habría de volver a encontrarlo poco después de medianoche, muerto, en la comisaría a la que lo había llevado el taxista que lo llevaba:[2] «En un cuarto desnudo y miserable de paredes grises, [Serge] estaba tendido sobre una vieja mesa de operaciones, mostrando unas suelas agujereadas, un traje raído, una camisa de obrero [...] Una venda de tela le tapaba la boca, esa boca que todas las tiranías del siglo no habían podido cerrar. Parecía un vagabundo recogido por caridad. ¿No había sido, en efecto, un eterno vagabundo de la vida y del ideal? Su rostro llevaba todavía la huella de una ironía amarga, una expresión de protesta, la última protesta de Victor Serge, de un hombre que se había alzado contra las injusticias durante toda su vida.»
Sobre Serge, rara vez los términos son precisos, detallados y matizados, ya sea sobre su apariencia física (su gestualidad, su manera de hablar, de mirar, de escuchar a los otros, etc.), ya sea sobre su personalidad intelectual y militante: sus métodos de pensar y de trabajar, su curiosidad cultural, sus imperativos categóricos y morales, en definitiva, sus maneras de ser y de hacer.
Desde esta perspectiva, este texto de Gorkin es uno de los más precisos:[3] inspirado y justificado por una larga camaradería (que no excluirá, durante esos años de común exilio, las desavenencias consideradas en los disensos en la interpretación de los acontecimientos o en la práctica militante...), añade a la justicia y a la exactitud de las observaciones, la honestidad intelectual de reconocer, a posteriori y públicamente, que de los dos, fue el amigo prematuramente desaparecido, quien fue siempre visto con justicia y generosidad. No es posible citarlo aquí al completo, pero el lector curioso que quiera saber más podrá informarse con gran provecho.
Su destino (con o sin mayúscula), lejos de haberse «acabado» en esos años lejanos, tal vez no hacía sino empezar… Y no es la menor de las paradojas y de los méritos de Memorias de un revolucionario el hecho de suscitar entre sus lectores esa impresión espontánea, pronto metamorfoseada en certidumbre evidente, de encontrarse delante de un gran ser vivo cuya presencia intensa y densa se impone de buenas a primeras. O, como decía Malraux del «Tío Gide», de encontrarse delante de «un contemporáneo capital».
Muchos autores (y actores) del siglo XX, franceses o extranjeros,[4] se han ido alejando de nosotros, o nosotros de ellos, de forma irreversible…
¡Y esto ha sucedido incluso mucho antes de su desaparición «oficial»! Paradójicamente —justicia tardía de la Historia— Serge está, por el contrario, cada vez más presente y su valor real como hombre, como militante revolucionario y, sobre todo y ante todo (al menos desde nuestra perspectiva), como escritor esencial, se impone de forma igualmente irrevocable, se ha visto y se verá confirmada y ampliamente reconocida, tanto en Francia como en el extranjero.
Sus Memorias de un revolucionario no sólo plantean y exponen —después de muchas otras [memorias] ciertamente, pues ese género literario tiene varios siglos de existencia— los problemas existenciales y filosóficos comunes a todo hombre —¿qué hacer con una vida? ¿qué hacer de su vida? ¿qué sentido darle?—, sino que también obligan a reflexionar sobre todo proyecto biográfico: ¿por qué un relato de vida, de su vida? ¿Qué hacer con semejante relato? ¿Un simple testimonio? ¿Un «mensaje»? ¿Una «obra de arte»? También aquí la empresa sergiana, ya lo veremos, impone su diferencia, su originalidad. Mientras muchos autores y actores del siglo XX, franceses o extranjeros, han desaparecido irreversiblemente de los anales de la historia y de la memoria, Serge en cambio está cada vez más presente y su valor real en cuanto hombre, militante revolucionario y, sobre todo y ante todo (al menos para nosotros), en cuanto escritor de primera magnitud se impone de manera igualmente irrevocable.
Una vida enteramente asumida
De acuerdo: toda vida es singular en todas las acepciones del término. Pero las hay que lo son más que otras. Es innegablemente el caso de esta vida que, además, objetivamente, contiene varias otras.[5] ¿Qué hay que retener de ella?
Esencialmente: que se construye desde la infancia, desde esa infancia. Que se caracteriza por elecciones de valores y de actitudes decididas, por lo tanto, muy pronto: nunca dejarse ir, «mantenerse»: de pie, erecto. ¿Cómo no admirar sin reservas a ese niño/adolescente que, en tiempos de penuria, de escasez, inventó, con los medios de la marginalidad, su propio destino: ascético, riguroso, intransigente, sin medias tintas? Siempre en tensión, sin lugar para la laxitud. Esos años de formación y de firme resolución son capitales. Y decisivos.
Y esas elecciones vitales de acción y de pensamiento fueron además mantenidas y esos valores defendidos, independientemente del precio a pagar por ello. Un precio que Serge pagó caro una y otra vez.
Serge, desde la edad de doce años, no se conformó con una vida cumplida, dominada de cabo a rabo: no sólo para él mismo, sino también para sus contemporáneos.
Y si, como cualquier vida, la suya también tuvo su parte de errores, de fracasos, al menos él supo colocar bien alto el listón de sus exigencias y de su radicalidad. En lo que a mí respecta, no encuentro en ella ni mezquindades, ni mediocridades. ¡Y quien diga lo contrario, tendrá que demostrarlo!
Al igual que millones de personas en todo el mundo, entonces y ahora, el joven Víctor tuvo una infancia pobre,[6] sin comodidades, precaria y, por lo tanto, difícil y expuesta a múltiples ofensas y humillaciones. Y una familia nómada (de Ginebra a Londres, de Varsovia a París,[7] a Lieja, a Bruselas, etc., todas ellas ciudades con «buenas bibliotecas», que eran tan importantes para sus padres como el pan cotidiano). A los problemas materiales como la desnutrición —que mató a su hermano pequeño a los nueve años—, se sumaron los provocados por la mala relación de sus padres, que acabarían separándose. Su madre regresó a Rusia, seguramente harta y agotada por una situación que excedía sus ya frágiles fuerzas.[8] Sobre sus padres, Serge precisará a Antoine Borie (carta citada anteriormente) que eran «refugiados políticos rusos […], militantes que no traicionaban, que eran incapaces de traicionar las grandes ideas justas».
Es preciso recordar su temprana pasión por la Historia y la Literatura, compañeras inseparables. Aprendió a leer con Shakespeare y Chéjov y escribió: «Las conversaciones de las personas importantes remitían a ejecuciones, a evasiones, a condenas a Siberia, a grandes ideas continuamente puestas en cuestión, a los últimos libros sobre esas ideas…». En definitiva, ¡aunque su vida fuera precaria, su espíritu no lo era en absoluto! ¡La irrupción de noticias sobre las luchas sociales y revolucionarias del vasto mundo le impidieron encerrarse en sí mismo y confinarse intelectual (o espiritualmente)! Esas fueron las verdaderas riquezas de las que dispuso —¡los únicos imperativos categóricos que el joven Víctor conoció y, sobre todo, adoptó por voluntad propia a los diez o doce años!—. Las que lo llevaron a formular precozmente unas normas vitales de las que nunca se desprendería: pensarás, lucharás, resistirás. No sabe uno qué admirar o apreciar más en él, si la precocidad en la toma de conciencia, la observación, o el análisis, seguidos de compromisos enteramente reivindicados, es decir con la aceptación del precio que habría de pagar por ellos; o la continuidad sin fallas ni renuncias en las luchas tan tempranamente emprendidas. Todos ellos hechos y rasgos delatores de una fuerza de carácter innegable y de una decidida voluntad.
¡Y falta le hacían para independizarse a los quince años, como su futuro amigo y casi hermano, Henry Poulaille![9] ¡Y para seguir los consejos del Llamamiento a los jóvenes de Kropotkin y renunciar, por ello, a carreras bien remuneradas y fines de mes asegurados! ¡Y para unirse a las Jóvenes Guardias Socialistas y, más tarde, a libertarios y anarquistas, a las tendencias más subversivas y extremistas, por supuesto, tanto en Bélgica como más adelante en París; a las más activas en la calle, tanto físicamente como mediante publicaciones incendiarias; a las que no predican la indolencia ni la renuncia ante las innumerables desigualdades cotidianas!
Es cierto: escoger «le Rétif» («reacio», «rebelde», etimológicamente, el que resiste) como primer y principal seudónimo, es mostrar claramente el cobre. Nada de difuminados, ni colores pastel: sólo el rojo y el negro son aceptables. Y nuestro fogoso y joven militante se pone a manejar entonces una pluma acerada, irónica, vehemente, pronta a veces con exceso en la polémica y sin merced. ¡Es la ley del género! Nunca la contraviene. Hace escarnio y carnicería con un acento ya personal.
Algo innovador y muy propio de él —actitud en la que era y siempre sería minoritario, aunque esto nunca le llevara a desistir de ella— es que no solo arremetía (y muy duramente) contra los explotadores y los guardianes del Orden, contra los opresores, sino también, y con la misma violencia, contra los explotados: contra los pasivos o los conformistas, contra aquellos que se someten o, peor aún, aquellos que se dejan engañar por los «señuelos», que —en los años 1909-1913— representaban para Serge las posiciones y propuestas de los «obreristas», los «sindicalistas», los «socialistas» e incluso de algunos «anarquistas», todos ellos utopistas, a los que, como buen nietzscheano antiautoritario, nuestro «Rétif» criticaba por impedir que el individuo alcanzara a ser, por fin, «él mismo», a ser «único», a «vivir su [propia] vida». En otras palabras, lo que les reprochaba era que proponían al Pueblo o bien una imagen de sí mismo que lo incitaba a «conformarse a ella», o bien «espejismos»; que lo invitaran a soñar una Sociedad futura (sindicalista o socialista) a costa de posponer su acción espontánea. Una Sociedad ideal y un orden revolucionario que amenazaba, además, con volverse tan despótico y asesino como «el viejo mundo».
El Reacio, le Rétif, diseca los mecanismos de opresión y de dominación, los condena y combate sin tregua, pero arremete igualmente contra todos los mecanismos de sumisión o de servidumbre voluntaria o propuesta.[10]
Es lícito ver en esa actitud que no escatima a nadie (individuos, instituciones, grupos, partidos) las primicias de lo que más tarde, en su periodo «bolchevique», calificará como regla del doble deber (explícita en Soviets 1929 y en Littérature et révolution, pero implícita en sus escritos anteriores), a saber, la imperiosa necesidad de ejercer, también en el seno del partido, del grupo, del movimiento, un indispensable espíritu crítico. Para evitar las esclerosis, los empantanamientos estériles en los clichés y las fórmulas vacías de contenido, el estancamiento, tal vez incluso la regresión y la corrupción de los mejores, hay que hacer imperativamente ese trabajo crítico sobre uno mismo y, a veces, contra uno mismo. ¡Qué duda cabe de que el juicio de 1913, su condena a cinco años de prisión (Melun), los 15 meses de encierro en un campo de internamiento (Précigné), las discusiones y confrontaciones teóricas, y el acontecimiento de 1917 suscitaron en él un cuestionamiento profundo y doloroso! Cuestionamiento que lo llevaría a una «evolución» que no se traduce plenamente hasta 1919 con su adhesión primero a la Revolución, «esa necesidad en marcha», y después al Partido. El fracaso y el estancamiento de ciertas tendencias anarquistas así como el deseo de mantenerse él mismo «actualizado», esto es, de seguir siendo actor y no «actuado», solo pueden conducirlo a participar en esa «gran Esperanza» y a construir, con otros, una Realidad concreta. Ya conocemos el devenir de los acontecimientos. Al menos él, fiel a su promesa, no se convirtió ni en un oportunista ni en un arribista ni en un conformista, ¡y nunca en un estalinista! Hay algo incorruptible en este hombre, una constante latente, ya sea como anarquista, bolchevique o socialista libertario: es el herético permanente. En él no caben ni la teoría ni la práctica del consenso blando, de los «apaños», de los «compromisos-concesiones». Esta radicalidad pudo llevarle algunas veces a ciertos posicionamientos extremos y arriesgados. Como cuando en el asunto de la «Banda de Bonnot» —de la cual, es preciso repetir insistentemente, no fue ni miembro, ni teórico, ni «encubridor»—, desafió a la opinión pública publicando en la primera página de l’anarchie «Les Bandits [Los bandidos]», un artículo en el que declaraba que, entre Burgueses y Bandidos, él se decantaba por los segundos, pues al menos estos últimos sabían osar en vez de padecer…[11] Pocos días después llegarían el registro y la detención.
¿Hace falta recordar cómo más adelante sus denuncias de los crímenes de Stalin, Hitler, Mussolini o Franco, del racismo y del antisemitismo, de las guerras coloniales e imperialistas,[12] de los totalitarismos, etc., le valieron boicots, ultrajes, amenazas y toda suerte de represalias, tanto para él como para sus allegados, pero nunca nada logró cerrarle la boca?
¿Y si esta vida rota y rompedora, iniciada y despedida en el exilio y la pobreza, solitaria y solidaria, por lo que revela de superación de sí y de fidelidad inflexible, de verdadero altruismo y de solidaridad, de exigencias intelectuales y morales elevadas, de pruebas constantemente enfrentadas y superadas, fuera, en ciertos aspectos e, incluso, bajo todo punto de vista, mucho más «exitosa» que la de aquellos hombres cuyo único objetivo (¡a nuestro juicio, imposible hablar aquí de «ideal»!) no es tanto «ganar la vida», llenándola de coherencia y de intransigencia, sino más bien y únicamente «triunfar en la vida», esto es, ocupar una «posición social» elevada y «hacer» dinero?
Las Memorias como obra de vida, de verdad, de combate y de arte
De un hombre que consideró siempre que había una «responsabilidad de los escritores y de los intelectuales»[13] y que siempre la exigió de ellos, que siempre se esforzó por hacer coherentes su vida y sus actos, no puede esperarse un libro de diversión o de disfraces, de negación de la realidad y de la verdad, en otros términos un libro trucado: ya sea el de un prestidigitador, ya sea el de un falsificador.[14] No se puede esperar un libro complaciente consigo mismo o que sacrificara, por demagogia o por interés, a las modas y a los poderes del momento. Menos aún un libro de tópicos aceptados, de imágenes o de ideas convencionales, «para ponerse entre todas las manos», por no poner sobre todo en tela de juicio el orden del mundo.
Serge siempre escribió en la urgencia y en la necesidad, en unas condiciones de vida y de trabajo agotadoras, ¡incluso deplorables! Es, sin embargo, entre los años 1937 y 1947 cuando produce sus obras principales, las más acabadas, como El caso Tulàyev y las Memorias. Sabe que «molesta» y que pocos editores (franceses o extranjeros) se atreverán a publicarlo. Sabe que escribe «para el cajón»[15] y que debe darse prisa porque «la muerte le pisa los talones»; sabe que sus días están contados y que aún puede ser útil dando testimonio por aquellos que ya no pueden hacerlo… Cree además, y no le falta razón, que sus libros pueden y podrán servir, especialmente a la causa de la humanidad y del socialismo (que toca renovar y repensar profundamente) y que tras la lucha contra el Totalitarismo i (los fascismos) viene la lucha contra el Totalitarismo II (el estalinismo). En definitiva, Serge «persevera en su ser», tal cual era… Se burla de la gloria literaria, irrisoria, para él, en cuanto fluctuante, arbitraria, aleatoria y tan frecuentemente «fabricada».
Escribir sus Recuerdos o sus Memorias es a la vez un acto político y literario. Serge hubiera suscrito esta convicción expresada por Henry James en sus Carnets [Cuadernos]:[16] el escritor es aquel que no deja perderse nada. Habría añadido que para él el militante también; siempre hay algo que salvar, incluso y sobre todo en lo más profundo de las derrotas, de los desastres y de los sismos históricos. Escribir y describir las luchas llevadas a cabo no es tanto desear volver a vivirlas como, más bien, querer prolongarlas, proseguirlas de otra manera. Serge no es hombre de renuncias. Resistencia es su palabra soberana, su consigna permanente. Además, como siempre en él, el relato, el análisis, se acompañan de un distanciamiento, un perpetuo «dentro-fuera» destinados a asegurar una visión amplia y lúcida, crítica. El entrelazamiento complejo de los acontecimientos no se le escapa. En eso, cabría decir que actúa «como historiador».[17] Sin pretender sin embargo tener tal estatuto oficial y debidamente sellado, consciente de que le faltan todavía tiempo y documentación para efectuar ciertas verificaciones indispensables, de ahí algunos errores. Pero si le sucede cometer efectivamente algunos, «engañarse», no hay ninguna intención deliberada de «engañar». Comprometido sin duda, pero no enrolado ni maniqueo.
Las Memorias de Serge, más que el relato minucioso y detallado de su vida —que por otra parte no emprende[18]—, son la exposición crítica de los acontecimientos históricos y sociales a los que tuvieron que enfrentarse los hombres de aquel tiempo, y de los que conviene sacar lecciones para que, más informada y por lo tanto más segura de sí, la marcha de los hombres prosiga hacia un objetivo o un ideal sin duda nunca asegurado. Se trata de dar cuenta y, al hacerlo así, también de rendir cuentas. Se despliega y se muestra en ellas una inteligencia aguda, por la comprensión de que da pruebas, siempre a la altura de los acontecimientos evocados, dominándolos incluso con holgura (la de una reflexión sin cesar profundizada y puesta en tela de juicio).
Del mismo modo que para Kierkegaard lo importante no es ser «cristiano»[19] e instalarse definitivamente en un estado o en una condición, sino ante todo esforzarse por hacerse tal o cual cosa, sin estar nunca seguro de lograrlo en la propia vida, del mismo modo me parece que una de las principales enseñanzas de las Memorias (como de los Carnets, indispensable complemento) es que caminar, progresar sin tregua, es más importante que llegar y concluir. Nada está nunca asegurado definitivamente y todo está siempre por conquistar.
Como su amigo Lichtenstadt-Mazín, al que rindió un sincero homenaje,[20] Serge quiere ser un contrabandista, un transmisor, simple elemento de una cadena que no debe romperse, pues el mensaje es más importante que quienes aseguran su difusión. Esa modestia y ese borrarse no carecen de grandeza.
Reseñando el libro,[21] Pierre Pascal escribe: «Si nos fijamos, son un libro desolador estas Memorias de Víctor Serge. Es el relato de una serie de fracasos». Añade sin embargo: «Pero, muy felizmente, en la obra misma, ninguna tristeza».
¿Y si se equivocara? ¿Si, por el contrario, de ese libro (y de esa vida) emanara una extraordinaria energía, una intensidad de vida y de pensamiento, una fuerza exaltada y exaltante? Ni desolado ni desolador: un libro tónico, pues el autor no es hombre de resentimiento, de saciedad narcisista y cascarrabias, de amargura y de acritud. Términos y conductas que Serge ignora. Pierre Pascal precisa a pesar de todo que es «historia, una historia muy viva y muy variada en conjunto» y que «Víctor Serge no era un militante confinado en la política, frecuentaba todos los medios, viajaba, tuvo incluso misiones en el extranjero. Gracias a esta amplia curiosidad, tenemos medallones excelentemente acuñados de escritores: Gorki, Essenin, Gumilev, Alexis Tolstoi, Barbusse; de políticos: Lenin, Trotsky, y las comparsas, y películas coloreadas de los medios sospechosos de Berlín y de Viena; y visiones elocuentes de las noches y los días de Moscú y de Petrogrado, y de las cárceles y los lugares de deportación. Todo eso visto por un hombre reflexivo, que se presta a la acción sin abdicar de su personalidad, que observa y que juzga.» Y pasa a alabar a Serge por ser «sobre todo un humanista» y por haber evolucionado «en el sentido de un más amplio humanismo». Pero si deja en silencio (curiosa e injustamente) los compromisos de 1936 a 1947, es por reconocer implícitamente que por su calidad de escritura, su acento, su ironía tan particular, la inteligencia del análisis y de la visión (a menudo profética), sus frases nunca replegadas sobre sí mismas sino ancladas en el vasto mundo de la historia en marcha, las Memorias, rebasando el simple relato de una experiencia (de «experiencias» sería más exacto), acceden a la perennidad de la obra de arte. Son la expresión de un mundo personal, de una sensibilidad y de una pasión: la de «comprender a los hombres»,[22] sus tramos y sus trámites, a menudo erráticos. Serge, a pesar de su energía constante, no pudo «cambiar el mundo» y la vida. Concedido.
Pero, en definitiva, la energía intrínseca de las Memorias (¡y también de sus novelas, de sus ensayos!) lo invierte todo, lo transfigura todo, lo arrastra todo, asegurando la final victoria, la del «Serge de la obra» que no es (o no es ya) el «Serge de la vida». Del mismo modo que el Serge «narrador» difiere del Serge «personaje» de sus Memorias. Al primero corresponde el afán de realismo y de verdad en el relato de una experiencia fuera de lo común. Al segundo, el encanto, el ascendiente soberano de un personaje de novela épica y poética, que hace soñar duraderamente porque es libre, liberado para siempre de toda traba.
El verdadero destino de Víctor Napoleón Lvóvich Kibálchich, alias Víctor Serge, es enriquecernos con esa polifonía dominada de cabo a rabo, hecha de compasión y de comprensión profundas, de lucidez serena, de firmeza moral, de intransigencia combativa, de inteligencia clara.
«Lo que mide la presencia de un hombre y su peso, es la elección que haya hecho él mismo de la causa temporal que lo rebasa».[23]
París, 17 de noviembre de 2018.
NOTA DEL EDITOR
JEAN RIÈRE
El lector deseoso de ampliar sus conocimientos sobre los grandes protagonistas rusos (políticos o escritores) puede remitirse a las obras siguientes (a las que, entre otras, se ha recurrido en este libro):
Histoire de la Littérature russe, París, Fayard, en 7 vols., 5 publicados a partir de 1987 entre los cuales 3 se centran en el siglo XX.
Los estudios, extraordinarios desde cualquier punto de vista, de Georges Nivat (Lausanne, l’Âge de l’Homme).
Czeslaw Milosz (Premio Nobel), Histoire de la littérature polonaise, París, Fayard, 1986.
Branko Lazitch, Milorad M. Drachkovitch, Biographical dictionary of the Comintern, Stanford, Hoover Institution press-Stanford university, 1986 (edición revisada, corregida y ............................