PRÓLOGO DE JEANNETTE VERMEERSCH
Los sabios, los genios, los mejores de entre los mejores amigos de la humanidad, escribieron sobre las mujeres, sobre su vida, su labor, sus sufrimientos, sus combates. Estos hombres se llaman Marx, Engels, Lenin y Stalin.
Anteriormente a ellos, hombres generosos, como Fourier, se indignaban con la condición de la mujer en los diferentes estadios de la humanidad. Pero ellos no pudieron indicar el remedio.
Marx, Engels, Lenin y Stalin no solo han aportado a las trabajadoras, obreras y campesinas, a las madres, su solidaridad, además han buscado las razones de su explotación, de sus sufrimientos, de su esclavitud. Han explicado estas razones. Han buscado y encontrado el remedio.
Desde antes de la guerra, en 1938, Jean Freville había escogido, traducido y presentado, en la colección «Los grandes textos del Marxismo», publicados por las Ediciones Sociales Internacionales, numerosos textos referidos a la vida, a las luchas de las mujeres, a las condiciones de su liberación social, de su independencia.
Desgraciadamente, los hitlerianos y sus cómplices del vichysmo prohibieron, destruyeron o quemaron todo lo que podía golpear al capitalismo, al imperialismo, ya que ellos eran sus representantes más abnegados.
Ahora bien, nunca hemos tenido tanta necesidad de estos textos, que constituyen un arma sólida en las manos de los combatientes por la democracia y la paz.
Tras una segunda guerra mundial espantosa, y en el momento en el que los culpables de la guerra imperialista preparan una guerra que será más espantosa todavía, millones de mujeres se han despertado con esta conciencia de la necesidad de un combate sin tregua contra los responsables de las guerras injustas, que las convierten en esposas sin marido, en madres sin hijos, en novias de cadáveres.
Las mujeres han aprendido por experiencia que las guerras, y también los períodos que preceden a las guerras, significan para ellas, para sus hogares, en los países dirigidos por los imperialistas, el encarecimiento de la vida, el hambre, la miseria, el sufrimiento, la represión. Han aprendido que, por el contrario, allí donde el pueblo está en el poder, el pan está asegurado, la libertad existe para la gran mayoría, las energías se ponen al servicio de la Paz.
Las mujeres no pueden dejar de ver que el mundo está dividido en dos campos, que esta división no es geográfica, que no opone dos bloques de Estados: es mucho más profunda.
Por un lado, las mujeres ven el mundo imperialista, con, a su cabeza, los círculos financieros y militaristas de los Estados Unidos. Los Estados imperialistas, Francia incluida, imponen un yugo cruel no solo a la clase obrera, a los pueblos de sus países, sino también que mantienen en la esclavitud a cientos de millones de hombres y mujeres de los países coloniales y semicoloniales, cuyos territorios conquistaron a punta de bayoneta.
En este campo imperialista, que se compone de un puñado de hombres opuestos a sus pueblos, las trabajadoras, las madres constatan que reina la explotación sinvergüenza del hombre por el hombre, explotación que golpea asimismo a niños de 6 años en los países coloniales.
En este campo están la miseria, el chabolismo, las epidemias, las hambrunas permanentes. Una represión sangrienta se abate sobre los pueblos que se rebelan contra las injusticias y que luchan por sus libertades, por su independencia. La sangre de millones de víctimas enrojece las manos de los imperialistas.
En este campo, está la preparación y desencadenamiento de atroces guerras (1914 y 1939), está hoy la preparación de una guerra todavía más atroz. Está la carrera armamentística, están los pactos de guerra, están los presupuestos de guerra aplastantes que cuestan a los pueblos sudor, lágrimas, una miseria creciente.
Todo ello en vista de una guerra que, si los pueblos no toman precauciones, sería desencadenada contra la vanguardia de las fuerzas del socialismo del mundo, la Unión Soviética, y, por contragolpe, contra todos los pueblos que aspiran a la felicidad en democracia real y en paz.
En el otro campo, se encuentran los cientos de millones de hombres y mujeres que quieren sacudirse el yugo imperialista de la miseria, de la represión y de la guerra. A su cabeza, el país que ha roto el sistema universal del capitalismo, dando nacimiento a la sociedad socialista, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Este campo de lucha por la supresión de la explotación del hombre por el hombre, ya realizada en la Unión Soviética, por la supresión de la explotación de los niños, de la esclavitud de las mujeres. En este campo, la tierra es de aquél que la trabaja. ¡El camino está abierto a la inteligencia, al saber, en todos los dominios y por el único bien de la humanidad progresista!
Este campo de lucha es por la democracia, por una paz justa y durable.
En el gran combate que opone a dos mil millones de hombres y mujeres del campo democrático al puñado de criminales del campo imperialista, fascista, las mujeres toman un papel hasta ahora desconocido.
¿Cuántas mujeres, heroínas, han muerto por la causa de su pueblo, por la independencia de su país, en el combate contra los culpables de la guerra?
Desde Juana de Arco, heroína de la independencia nacional, a Daniela Casanova, muerta por la causa del pueblo de Francia y por el comunismo, pasando por la maestra Louise Michel, heroica combatiente de la Comuna de París, y Juana Labourbe, ejemplo de internacionalismo proletario, ¿cuántas son las «Maries de Francia, gratos nombres para los hijos, hermanos, maridos« que han luchado hasta el sacrificio, por el pueblo, por el país, por la democracia y por la paz?
Y aquellas que más han sufrido, las que más han dado, las mujeres de la Unión Soviética, consideran no ya como un derecho sino como un deber sagrado encontrarse hoy a la cabeza de cientos de millones de mujeres que desarrollan el combate por la Paz.
Las mujeres, en efecto, han comprendido esta verdad subrayada por Jaurés de que la lucha por la Paz es el más duro de los combates.
Para engañar al pueblo, para engañar a las mujeres, para aspirar a este infame objetivo: la guerra que preparan ideológicamente y materialmente, los imperialistas despliegan los mayores esfuerzos.
Quieren sembrar la duda en el seno de las fuerzas de paz. Intentan justificarse por todos los medios.
Dicen y hacen decir: «Siempre ha habido ricos y pobres, y siempre los habrá».
«El bote de tierra no puede luchar contra el bote de hierro», queriendo hacer creer, naturalmente, que el imperialismo es el bote de hierro.
«Siempre ha habido guerras y siempre las habrá».
Estos proverbios inventados por ellos son repetidos hasta el infinito.
A eso vienen a unirse las mentiras, las calumnias contra el pueblo en el poder. A entender de los imperialistas, no habría nada peor para el pueblo que gobernarse a sí mismo.
Sus lacayos, los socialistas de derecha y las gentes del Vaticano, van más allá puesto que, para ellos, el imperialismo, el colonialismo siempre vendrán mejor que un gobierno del pueblo. Toman hasta las riendas del gobierno contra el pueblo, cuando se vuelve demasiado difícil para los hombres de derecha dirigir por sí mismos directamente su política reaccionaria.
También, para combatir eficazmente a los culpables de la miseria y las guerras injustas, las mujeres necesitan esclarecer su camino a la luz del marxismo.
Jean Freville ha hecho para nosotras, mujeres trabajadoras, madres de familia, militantes comunistas y de todo el movimiento democrático femenino (¡y también para militantes de otros espacios!) una nueva selección de textos marxistas. Estos textos son poco conocidos, algunos inéditos en francés, otros difíciles si no imposibles de conseguir.
Las militantes encontrarán no solamente la refutación de los argumentos reaccionarios sobre la mujer y la familia en general, sino también los medios de combatir a la reacción imperialista con inteligencia y éxito. Ellas encontrarán igualmente la prueba de que el comunismo es el portador de un humanismo superior, que los comunistas son los defensores reales de la familia, que quieren llevar, lo llevan ya, en la Unión Soviética, en una sexta parte del globo, a una forma superior.
Gracias a Jean Freville y a las Ediciones Sociales por darnos, con ocasión del Día Internacional de la Mujer del 8 de Marzo, nuevas armas para nuestro combate, y una razón más para amar de todo corazón a aquellos que han consagrado sus días y sus noches, su inteligencia, todo lo mejor que tenían, a la felicidad de los pueblos: ¡Marx, Engels, Lenin, Stalin!
JEANNETTE VERMEERSCH
París, 9 de febrero de 1950
LA MUJER Y EL COMUNISMO
Por JEAN FREVILLE
¡La mujer envilecida, prostituida, puesta en común! ¡Los hijos arrancados a sus padres! ¡La familia profanada, pervertida, disociada, destruida! Eso es lo que hacen los bolcheviques, clamaban los ideólogos, los políticos, los plumistas de la clase poseedora, mientras que el incendio de Octubre abrazaba el horizonte y sacaba de su noche a los pueblos…
¡Verdugos de la mujer, demoledores de la familia! ¡Qué argumento soberano para inspirar el horror del comunismo, qué receta infalible para preparar, en nombre de la moral ultrajada, la cruzada imperialista contra la joven República de los obreros y campesinos! La intervención fracasa, gracias al heroísmo de la Rusia revolucionaria, al genio de los bolcheviques, a la acción del proletariado internacional. Pero la calumnia persiste. No es nueva. Marx la denunciaba ya en el Manifiesto de 1848. Se arrastró en 1871, en el fango de Versalles. Una burguesía plena de imaginación y respiro se le aferra.
Los dignatarios de la Iglesia y de la francmasonería, los realistas y los republicanos burgueses, los puritanos y los fascistas, los defensores de la «persona humana» y los paladines de la «civilización atlántica», de acuerdo en exprimir la mano de obra femenina para esclavizar a la mujer invocando sus pretendidas deficiencias naturales, los mismos que la confinan a su función de reproductora, la encadenan a su limpieza de la casa y le niegan todos los derechos, se compadecen hipócritamente de la mujer soviética y maldicen la revolución proletaria, ¡que la ha situado, por primera vez, en pie de igualdad absoluta con el hombre!
En 1931, cuando la crisis, el paro y la miseria hacían evidentes las contradicciones internas del capitalismo, y que el éxito del primer plan quinquenal demostraba la superioridad del sistema socialista, Paul Van Zeeland, «conservador esclarecido», líder del partido social-cristiano belga, trazaba el siguiente cuadro del «infierno soviético»:
«No hay vida en familia: la familia está literalmente destruida en las ciudades y lo va a estar en los campos, en la que sean colectivizados. No hay ambición personal: todo hombre que se levanta es hecho sospechoso, todo hombre que logra el éxito en la dirección de una empresa es desplazado. No hay confort, refinamiento de la vida, no hay vida religiosa, ni esperanza en el más allá»[[1]].
¡No hay vida en familia! ¡Como si no sería el capitalismo el que pone a la mujer en la imposibilidad de tener una vida de familia estable y satisfacer su instinto maternal! ¡Como si no sería el capitalismo el que le arranca su marido y sus hijos para la guerra! ¡Como si no sería el capitalismo el que perpetúa la vieja iniquidad bárbara del macho soberano y de la esclava duramente explotada! Pero ¿qué importa? La fábula grosera de las «mujeres soviéticas puestas en común» pertenece también al arsenal ideológico de la nueva Santa Alianza.
Cuando, tras la caída del hitlerismo, los trusts de los Estados Unidos se pusieron a la cabeza de la cruzada antisoviética y que la propaganda de Wall Street sucediera a Goebbles, el Comité de actividades no americanas de la Cámara de representantes publica un catecismo anticomunista. Se puede leer que:
Artículo 2.— ¿Cual era la concepción de Marx sobre el mundo comunista? Era que el mundo tal que nosotros lo conocemos debía de ser destruido —religión, familia, leyes, derecho: todo. Y que toda persona que se opusiera debía de ser destruida también.
Mientras que «los que creen en América y en Dios», para retomar la frase del Cardenal Spellman, reducen el marxismo a esta caricatura, anarquistas, trotskistas, existencialistas acusan a los dirigentes soviéticos de haber restablecido las obligaciones patriarcales, la dominación del hombre sobre la mujer.
Así, ¡los bolcheviques están condenados a los demonios por haber suprimido la familia y por haberla mantenido a la vez! Los matachines del comunismo, que hacen leña de todo árbol, no se molestan con estas contradicciones. ¿No se trata de tocar diversos medios? ¿No hay que aterrorizar a las clases medias y, al mismo tiempo, convencer a las masas, impacientes por romper su yugo, de que la realidad soviética no difiere de la realidad capitalista?
Estos irrisorios anatemas, estas chocheces sobre la «quiebra del comunismo»[[2]] no impiden a los pueblos todavía esclavizados luchar por una sociedad en la que, como en la URSS, la mujer sea liberada y promovida a la dignidad del trabajo creador.
Puesto que la verdad, que intentan disimular o travestir en vano los profesionales del antisovietismo, bajo los eslóganes más caducos o bajo atavías remendados, se resume en estas palabras: Ha sido necesaria la Revolución proletaria para poner fin a la esclavitud de la mujer.
En todas las sociedades que se basan en la explotación, la mujer está humillada, ridiculizada, pisoteada. El macho le ordena: «¡Procura placer! ¡Trae niños al mundo! ¡Prepara la sopa!»
Man was made for God
And Woman was made for man…[[3]]
«El hombre se hizo para Dios y la mujer se hizo para el hombre», escribe Milton. Bossuet recuerda a las mujeres «que provienen de un hueso sobrenumerario en el que no había más belleza que la que Dios quiso poner». Vigny habla de una lucha eterna «entre la bondad del Hombre y la astucia de la Mujer». Proudhon decreta: «la Mujer es la desolación del justo». Amiel aconseja «honorarla y gobernarla». Schopenhauer la define: «un animal con cabellos largos e ideas cortas». Nietzsche ve en ella «el descanso del guerrero»…
Tal ha sido la filosofía del viejo mundo.
Pero el proletariado revolucionario se inscribe sobre estas banderas:
«Igualdad social de la mujer y del hombre ante la ley y en la vida práctica. Transformación radical del derecho conyugal y del código de la familia. Reconocimiento de la maternidad como función social. Adopción por la sociedad de los cuidados y de la educación a dar a los niños y adolescentes. Lucha sistemática contra las ideologías y las tradiciones que hacen de la mujer una esclava».
Tales son los principios de los nuevos tiempos. Se realizan en la vida y en los hábitos allá donde los pueblos se han puesto en marcha hacia el comunismo
[1] Van Zeeland: «Reflexiones sobre el plan quinquenal», pág. 95, Editions de la Revue générale. Bruselas, 1931.
[2] El «hormiguero comunista», la teoría del amor «que no es más que un vaso de agua para engullir cuando se tiene sed» han fracasado junto a muchos otros accesorios de la ética comunista. Pero sólo cuando los fundamentos de esta ética sean formalmente desaprobados podrá renacer verdaderamente la familia» (Helene Isvolsky, Esprit, 1 de junio de 1936). La autora de estas líneas no hace más que manifestar su ignorancia completa de los «fundamentos de la ética comunista». Marx, Engels, Lenin, Stalin siempre han combatido lo que Lenin llamaba la «teoría del vaso de agua».
[3] Milton: «El paraíso perdido».
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