INTRODUCCIÓN: Sobre el estudio del cambio social

 

 

El cambio es eterno. Nada cambia jamás. Los dos tópicos son aciertos. Las estructuras son los arrecifes. de coral de las relaciones humanas, que tienen una existencia estable durante un período relativamente largo de tiempo. Pero las estructuras también nacen, se desarrollan y mueren.

A menos que queramos utilizar el estudio del cambio social como un término sinónimo de la totalidad de la ciencia social, su significado debería verse restringido al estudio de los cambios en los fenómenos que son más duraderos, viéndose por supuesto sometida la propia definición de durabilidad a cambios con respecto al tiempo y lugar históricos.

Una de las principales afirmaciones de la ciencia social mundial es que existen ciertas grandes divisorias en la historia del hombre. Una de tales divisorias, reconocida en general, aunque estudiada sólo por una minoría de científicos sociales, es la llamada revolución neolítica o agrícola. La otra gran divisoria
es la creación del mundo moderno.

Este último evento aparece como centro de la mayor parte de las teorías de las ciencias sociales contemporáneas, y de hecho, también de las del siglo XIX. Sin duda, existen inmensas discusiones sobre cuáles son las características que definen los tiempos modernos (y en consecuencia sobre sus límites temporales). Es más, existe un gran desacuerdo acerca de los principios motores de este proceso de cambio, pero parece existir un consenso muy extendido de que en los últimos cientos de años se dieron de hecho grandes cambios estructurales en el mundo, cambios que hacen que el mundo de hoy sea cualitativamente diferente del mundo de ayer. Incluso aquellos que rechazan los supuestos evolucionistas de un progreso predeterminado, aceptan no obstante las diferencias de estructuras.

¿Cuáles son las unidades de estudio apropiadas si se desea describir esta «diferencia» y justificarla? En cierto sentido muchos de los debates históricos más importantes de nuestro tiempo pueden ser reducidos a planteamientos en torno a esto. Es la gran búsqueda de las ciencias sociales contemporáneas. Resulta por lo tanto apropiado comenzar un trabajo que pretende analizar el proceso del cambio social en el mundo moderno con un itinerario intelectual de la propia búsqueda conceptual.

Comencé interesándome en las raíces sociales del conflicto político en el seno de mi propia sociedad. Pensé que, comprendiendo las modalidades de tal conflicto, podría contribuir como persona racional a la conformación de esta sociedad. Esto me llevó a dos grandes debates. Uno era el de en qué medida «toda la historia es la historia de la lucha de clases». Planteado de otra manera, ¿son las clases las únicas unidades operativas en la arena social y política? ¿O, como planteaba Weber, acaso no son más que una de la trinidad de unidades —clase, grupo de estatus y partido— que existen, y cuyas interacciones explican el proceso político? Aunque yo tenía más prejuicios acerca del asunto, descubrí, al igual que otros antes que yo, que ni la definición de estos términos ni la descripción de sus relaciones mutuas eran fáciles de elucidar. Sentí cada vez con más fuerza que aquél era mucho más un problema conceptual que empírico, y que para resolver el debate, al menos en mi propia mente, tendría que plantear las cuestiones en un contexto intelectual más amplio.

El segundo gran debate, ligado al primero, era acerca del grado en el cual podría existir o existía de hecho un consenso de valores en el seno de una sociedad dada, y, en la medida en la que tal consenso existiera, sobre el grado en que su presencia o ausencia pudiera ser de hecho un determinante primordial de las acciones de los hombres. Este debate está relacionado con el primero, debido a que sólo si se rechaza el carácter primordial de las luchas sociales en la sociedad civil puede plantearse siquiera la cuestión.

Los valores son, por supuesto, un objeto de observación extremadamente elusivo, y empecé a sentirme extraordinariamente a disgusto con una gran parte de las teorizaciones acerca de los valores, que a menudo parecían combinar la ausencia de una base empírica rigurosa con una verdadera afrenta al sentido común. No obstante seguía estando claro que los hombres y los grupos justificaban de hecho sus acciones con referencia a determinadas ideologías. Más aún, parecía también estar claro que los grupos se hacían más coherentes y en consecuencia más eficaces políticamente en la medida en que eran conscientes de sí mismos, lo que significaba que desarrollaban un lenguaje común y una Weltanschauung.

Trasladé mi zona de interés empírico desde mi propia sociedad al África, con la esperanza de que o bien vería confirmadas algunas teorías por lo que pudiera encontrar allí, o de que una ojeada a tierras distantes agudizaría mi percepción al concentrar mi atención en cuestiones que en caso contrario habría pasado por alto. Yo esperaba que ocurriera lo primero, pero fue lo último lo que ocurrió.

Fui por primera vez a África durante la era colonial, siendo testigo del proceso de «descolonización», y después de la independencia de una verdadera cascada de Estados soberanos. Blanco como era, me vi bombardeado por el ataque de la mentalidad colonial de los europeos que llevaban largo tiempo residiendo en África. Y, simpatizante de los movimientos nacionalistas como era, fui testigo de excepción de los iracundos análisis y las optimistas pasiones de los jóvenes militantes de los movimientos africanos. No tardé mucho en darme cuenta de que estos grupos no sólo estaban enfrentados en los aspectos políticos, sino que abordaban la situación con esquemas conceptuales completamente diferentes.

En general, donde se da un conflicto profundo, los ojos de los oprimidos disfrutan de mayor agudeza en la percepción de la realidad presente. Ya que, por propio interés, más les vale percibirla correctamente para poder así denunciar las hipocresías de sus gobernantes. Tienen menor interés en la deformación ideológica. Así fue en este caso. Los nacionalistas veían la realidad en la que estaban inmersos como una «situación colonial», es decir, una situación en la que tanto su acción social como la de los europeos que vivían con ellos codo con codo como administradores, misioneros, profesores y comerciantes venían determinadas por las restricciones de una única entidad legal y social. Más aún, percibían que la maquinaria política estaba basada en un sistema de castas en el que el rango y, en consecuencia, los beneficios, venían determinados en base a la raza.

Los nacionalistas africanos estaban empeñados en cambiar las estructuras políticas en cuyo seno vivían. He contado esta historia en otro lugar y no es relevante hacer referencia a ella aquí. Lo que aquí es relevante es que así me hice consciente del grado en que la sociedad como abstracción quedaba grandemente limitada a sistemas político-jurídicos como realidad empírica. Era una perspectiva falsa el adoptar una unidad como la «tribu» e intentar analizar su funcionamiento sin hacer referencia al hecho de que, en una situación colonial, las instituciones gobernantes de una «tribu», lejos de ser «soberanas», estaban seriamente circunscritas por las leyes (y las costumbres) de una entidad mayor de la cual formaban parte indisociable, léase la colonia. De hecho, esto me llevó a la generalización más amplia de que el estudio de la organización social era en su mayor parte deficiente debido a la muy extendida falta de consideración del marco legal y político en el que tanto las organizaciones como sus miembros operan.

Intenté descubrir los atributos generales de una situación colonial y describir lo que yo consideraba su «historia natural». Pronto quedó claro para mí que tenía que considerar al menos algunos factores del sistema mundial como constantes. De modo que me limité a hacer un análisis de cómo operaba el sistema colonial para aquellos países que eran colonias de potencias europeas en los siglos XIX y XX, y que eran «posesiones ultramarinas» de las citadas potencias. Dada esta constante, pensé que podría hacer afirmaciones aplicables en general acerca del impacto de la imposición de la autoridad colonial sobre la vida social, sobre los motivos y las modalidades de resistencia a esta autoridad, los mecanismos por medio de los cuáles se atrincheraban y buscaban legitimar su poder los poderes coloniales, la naturaleza contradictoria de las fuerzas que podían operar en este marco, las razones por las que los hombres se veían llevados a formar organizaciones que se opusieran
al gobierno colonial, y los elementos estructurales que favorecían la expansión y el eventual triunfo político de los movimientos anticolonialistas. La unidad de análisis en todo esto era el territorio colonial, tal y como había sido definido legalmente por la potencia administradora.

Estaba igualmente interesado en lo que pudiera pasar con
estos «Estados nuevos» después de su independencia. al igual
que el estudio de los territorios nacionales parecía centrarse
en las causas del hundimiento del orden político existente, el estudio del período posterior a la independencia parecía centrarse exactamente en lo opuesto: como se establece una autoridad legítima y se extiende entre los ciudadanos un sentimiento de pertenencia a la entidad nacional.

Este último estudio se encontró, no obstante, con problemas. En primer lugar, el estudiar las políticas posteriores a la independencia de los Estados afroasiáticos parecía tanto como correr tras las primeras planas de los periódicos. Par lo tanto podría haber relativamente poca profundidad histórica. Lo que es más, estaba también la peliaguda cuestión de América Latina. Había muchos aspectos en los que las situaciones de allí parecían ser paralelas, y cada vez más gente empezó a considerar a los tres continentes como un «tercer mundo». Pero los países latinoamericanos eran independientes desde hacía ciento cincuenta años. Sus culturas estaban mucho más cercanamente ligadas a la tradición europea que cualquiera de las existentes en África o Asia. La totalidad de mi empresa parecía balancearse sobre un terreno extremadamente inestable.

En busca de una unidad de análisis apropiada, me dediqué a los «Estados durante el período posterior a la independencia formal pero anterior al logro de lo que podríamos llamar integración nacional». Podría considerarse que esta definición incluye a América Latina durante todo o casi todo el período que llega hasta hoy en día. Pero evidentemente incluye también otras áreas. Incluía, por ejemplo, a los Estados Unidos de América, al menos en el período previo a, digamos, la guerra de secesión. Incluía sin duda a la Europa oriental, al menos hasta el siglo XX, y posiblemente incluso hasta hoy en día. E incluía incluso a la Europa occidental y del sur, al menos en lo que se refiere a periodos de tiempo anteriores.

Me vi por lo tanto obligado por esta lógica a dedicar mi atención a la primera época de la Europa moderna. Esto en primer lugar me llevó a la cuestión de qué era lo que debía tomar como punto de partida para este proceso, un proceso que yo formulaba provisionalmente, a falta de mejores herramientas conceptuales, como el proceso de modernización. Más aún, tenía no sólo que considerar el tema de los puntos de partida, sino también el de los puntos terminales, a menos que estuviera dispuesto a incluir como ejemplos de este mismo proceso social a Gran Bretaña o a la Alemania del siglo XX. Ya que eso prima facie parecía dudoso, había que pensar acerca de los puntos terminales.

En este momento estaba ya claramente metido en un esquema desarrollista, y tenía alguna noción implícita acerca de los estadios del desarrollo. Esto a su vez planteaba dos problemas: criterios para la determinación de etapas, y comparabilidad de las unidades a lo largo del tiempo histórico.

¿Cuántas etapas había habido? ¿Cuántas podían darse? ¿Es la industrialización el punto decisivo o la consecuencia de algún giro decisivo en la política? ¿Cuál sería en este contexto el significado empírico de un término como «revolución», como en el caso de la revolución francesa o de la revolución rusa? ¿Eran estas etapas unidireccionales o podía una unidad moverse «hacía atrás»? Parecía ser que me había metido en un verdadero pantano intelectual.

Más aún, salir de aquel pantano intelectual resultó muy difícil debido a la ausencia de instrumentos de medida razonables. ¿Cómo podía uno decir que la Francia del siglo XVII era en algún aspecto equivalente a la India del siglo XX? Los legos podrían considerar tal afirmación absurda. ¿Estarían acaso tan equivocados? Está muy bien y es muy cómodo eso de apoyarse en las fórmulas de los libros de texto acerca de las virtudes de la abstracción científica, pero las dificultades prácticas de la comparación parecían inmensas.

Una forma de manejar la «absurda» idea de comparar unidades tan dispares era aceptar la legitimidad de aquella objeción y añadir otra variable: el contexto mundial de cualquier era determinada, o lo que Wolfram Eberhard llama «tiempo mundial». Esto significaba que mientras que la Francia del siglo XVII podría haber compartido ciertas características estructurales con la India del siglo XX, debían de ser consideradas como muy diferentes en las dimensiones del contexto mundial. Esto fue conceptualmente clarificador, pero hizo que las mediciones fueran aún más complicadas.

Finalmente, parecía haber otra dificultad. Si determinadas sociedades atravesaban «etapas», es decir, tenían una «historia, natural», ¿qué sucedía entonces con el propio sistema mundial? ¿Acaso no tenía «etapas», o al menos una «historia natural»? Si así fuera, ¿no estaríamos estudiando evoluciones comprendidas dentro de otras evoluciones? Y de ser ese el caso, ¿no se estaría convirtiendo la teoría en algo ligeramente sobrecargado en epiciclos? ¿No estaría pidiendo a voces algún toque de simplificación?

Al menos así me lo pareció a mí. Fue en ese momento cuando abandonó definitivamente la idea de tomar como unidad de análisis tanto el Estado soberano como ese otro concepto aún más vago, la sociedad nacional. Decidí que ninguno de los dos era un sistema social y que solamente podía hablarse de cambios sociales en sistemas sociales. En este esquema el único sistema social era el sistema mundial.

Esto fue por supuesto muy simplificador. Tenía un único tipo de unidad en lugar de unidades dentro de otras unidades. Podía explicar los cambios en los Estados soberanos como consecuencias de la evolución y la interacción del sistema mundial. Pero también resultaba extraordinariamente complicado. Probablemente sólo tendría un ejemplo de esta unidad en la era moderna. Supongamos incluso que yo estaba en lo cierto, que la unidad correcta de análisis era el sistema mundial y que los Estados soberanos debían ser considerados tan sólo como un tipo de estructura organizativa entre otras en el seno de este único sistema social. ¿Podía yo entonces hacer algo más que limitarme a escribir su historia?

Yo no tenía interés en escribir su historia, ni siquiera tenía ni de lejos los conocimientos empíricos necesarios para tal tarea. (Y por su propia naturaleza muy pocos individuos podrían llegar a hacerlo.) Pero, ¿puede haber leyes que incluyan lo único? En un sentido riguroso, por supuesto que no. Una afirmación de causalidad o de probabilidad se hace en términos de una serie de fenómenos semejantes o de casos semejantes. Incluso si incluyéramos en una serie tal aquellos que probablemente o incluso posiblemente se podrían dar en un futuro, lo que podría proponerse aquí no sería añadir una serie de posibles casos futuros a un conjunto de casos presentes y pasados. Sería añadir una serie de casos posibles en el futuro a un único caso pasado y presente.

Sólo ha habido un «mundo moderno». Tal vez algún día se descubrirán fenómenos comparables en otros planetas o sistemas mundiales adicionales en este mismo. Pero, aquí y ahora, la realidad estaba clara: tan sólo uno. Fue aquí donde me vi inspirado por la analogía con la astronomía que pretende explicar las leyes que gobiernan el universo, aunque (por lo que nosotros sabemos) jamás ha existido más que un universo.

¿Qué es lo que hacen los astrónomos? Por lo que tengo entendido, la lógica de sus argumentaciones comprende dos operaciones distintas. Ellos utilizan las leyes derivadas del estudio de entidades físicas de menor tamaño, las leyes de la física, y argumentan que, tal vez con ciertas excepciones específicas, estas leyes se aplican por analogía a la totalidad del sistema. En segundo lugar, razonan a posteriori. Si la totalidad del sistema ha de estar en un estado determinado en el momento y, lo más probable es que estuviera en un estado determinado en el momento x.

Ambos métodos son engañosos, y es por eso por lo que, en el campo de la cosmología, que es el estudio del funcionamiento del sistema como un todo, existen hipótesis asombrosamente opuestas, mantenidas por astrónomos de reputación al igual que las hay en las explicaciones acerca del sistema mundial moderno; un estado de cosas que lo más probable es que perviva durante algún tiempo. De hecho, los estudiosos del funcionamiento del sistema mundial posiblemente tengan más facilidades que los estudiosos del funcionamiento del universo, en lo que se refiere a la cantidad de evidencia empírica de la que disponen.

En cualquier caso, me vi inspirado por el epigrama de T. J. G. Locher: «no se debe confundir totalidad con completitud. El todo es más que la suma de las partes, pero también es sin duda menos».[1]

Estaba intentando describir el sistema mundial a un cierto nivel de abstracción, el de la evolución de las estructuras de la totalidad del sistema. Tenía interés en describir sucesos particulares tan sólo en la medida en la que iluminaran el sistema como ejemplos típicos de algún mecanismo, o en la medida en que fuesen puntos decisivos cruciales en algún cambio institucional de primer orden.

Este tipo de proyecto será abordable en la medida en que exista una buena cantidad de material empírico, y este material exista al menos parcialmente en forma de trabajos planteados en controversia. Afortunadamente este parece ser el caso ya para un gran número de temas de la historia moderna.

Uno de los principales avances de la ciencia social moderna ha sido el intento de lograr una cuantificación de los hallazgos de la investigación. El utilizar las descripciones densamente narrativas de la mayor parte de la investigación histórica no parece prestarse a tal cuantificación. ¿Cuál es entonces la fiabilidad de tales datos, y en qué medida puede uno sacar conclusiones seguras del material acerca del funcionamiento de un sistema como tal? Es una tragedia esencial de las ciencias sociales del siglo XX que una proporción tan grande de científicos sociales, al enfrentarse con este dilema, hayan tirado la toalla. Los datos históricos les parecían vagos y sin afinar, y por lo tanto no merecedores de confianza. Sentían que no había gran cosa que hacer al respecto y que por lo tanto era mejor el evitar usarlos. Y la mejor forma de no usarlos era formular los problemas de tal forma que su uso no fuera indicado.

Así, la cuantificabilidad de los datos determinaba la elección de los problemas para la investigación, que a su vez determinaban los aparatos conceptuales con los cuáles se habían de definir y utilizar los datos empíricos. A poco que lo pensemos quedará claro que esto es una inversión del proceso científico. La conceptualización debe determinar la elección de los instrumentos para la investigación, y no al revés. El grado de cuantificación debería reflejar simplemente el máximo de precisión posible para problemas y métodos dados en momentos determinados.

Siempre es más deseable una mayor que una menor cuantificación, en la medida en la que se refiera a cuestiones que derivan del ejercicio conceptual. En esta etapa del análisis del sistema mundial, el grado de cuantificación logrado e inmediatamente realizable es limitado. Hacemos lo más que podemos y seguimos adelante a partir de ahí.

Finalmente, está la cuestión de la objetividad y del compromiso. Yo no creo que exista ciencia social que no esté comprometida. Eso, no obstante, no significa que sea imposible ser objetivo. En primer lugar, se trata de definir claramente nuestros términos. En el siglo XIX, como rebelión en contra de los tonos de cuento de hadas de tanta literatura histórica previa,
se nos dio el ideal de contar la historia wie es eigentlich gewesen ist. Pero la realidad social es distinta. Existe en el presente y desaparece al ir convirtiéndose en pasado. Sólo se puede narrar verdaderamente el pasado como es, no como era. Ya que el rememorar el pasado es un acto social del presente hecho por hombres del presente y que afecta al sistema social del presente.

La «verdad» cambia porque la sociedad cambia. En un momento dado nada es sucesivo, todo es contemporáneo, incluso aquello que es ya pasado. En el presente todos somos irremediablemente producto de nuestro medio, nuestra educación, nuestra personalidad y nuestro papel social, y las presiones estructuradas en cuyo seno operamos. Eso no quiere decir que no haya opciones. Más bien todo lo contrario. Un sistema social y todas sus instituciones constituyentes, incluyendo el Estado soberano del mundo moderno, son el espacio de una amplia gama de grupos sociales, en contacto, en colusión y, por encima de todo, en conflicto los unos con los otros. Ya que todos pertenecemos a múltiples grupos, a menudo tenemos que tomar decisiones en cuanto a las prioridades que nuestras lealtades exigen. Los estudiosos y los científicos no están por ningún motivo exentos de este requerimiento. Ni tampoco ese requerimiento se ve limitado a sus papeles no académicos y directamente políticos en el seno del sistema social.

Por supuesto, ser un investigador o un científico es cumplir un determinado papel en el sistema social, un papel bastante diferente del de apologistas de cualquier grupo en particular. No pretendo denigrar el papel de abogado. Es esencial y honorable, pero no es el mismo del estudioso o científico. El papel de este último es el de discernir, en el marco de su compromiso, la realidad presente de los fenómenos que estudia, y derivar de este estudio unos principios generales a partir de los cuáles se pueden hacer en último término aplicaciones particulares. En este sentido no existe un área de estudio que no sea «relevante». Ya que la adecuada comprensión de la dinámica social del presente requiere una comprensión teórica que sólo puede estar basada en el estudio de la más amplia gama posible de fenómenos, incluyendo la totalidad del tiempo y el espacio históricos.

Cuando hablo de la «realidad presente» de los fenómenos, no quiero decir que por ejemplo un arqueólogo, para fortalecer las afirmaciones políticas de un gobierno, deba afirmar que los artefactos que descubre pertenezcan a un grupo, creyendo de hecho que en realidad pertenecen a otro. Quiero decir que la totalidad de la empresa arqueológica, desde su mismo comienzo —la inversión social en esta rama de la actividad científica, la orientación de la investigación, las herramientas conceptuales, los modos de resumir y comunicar los resultados—, es función del presente social. Pensar lo contrario es en el mejor de los casos engañarse a sí mismo. La objetividad es la honestidad dentro del marco en el que uno se mueve.

La objetividad es una función de la totalidad del sistema social. En la medida en que el sistema sea asimétrico, concentrando ciertos tipos de actividades de investigación en manos de grupos particulares, los resultados se «inclinarán» en favor de estos grupos. La objetividad es el vector de una distribución de la inversión social en una actividad tal que ésta sea realizada por personas enraizadas en todos los grupos fundamentales del sistema, de una manera equilibrada. Partiendo de esta definición, hoy en día no gozamos de unas ciencias sociales objetivas. Por otra parte, éste no es un objetivo irrealizable dentro de un futuro previsible.

Hemos sugerido ya que el estudio de los sistemas mundiales resulta particularmente peliagudo debido a la imposibilidad de localizar ejemplos comparables. También resulta particularmente peliagudo dado que el impacto social de las afirmaciones acerca del sistema social resulta clara e inmediatamente evidente para todos los principales actores de la arena política. De ahí que las presiones sociales ejercidas sobre los estudiosos y los científicos, bajo la forma de un control social relativamente estrecho sobre sus actividades, resulten particularmente grandes en este terreno. Esto suministra una explicación más que añadir a la de los dilemas metodológicos para explicar la desgana de los investigadores en abordar estudios en este terreno.

 

 

[1] Die Vberuyindung des europiiozentrischen Geschichtsbildes (1954), p. 15, citado por G. Barraclough en H. P. R. Finberg, comp., Approaches to history: a symposium, Toronto, Univ. of Toronto Press, 1962, p. 94.

 

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