INDICE
4 Introducción
16 De De rerum natura (De la naturaleza de las cosas) [Lucrecio]
21 De los Rubáiyát [Omar Jayam]
25 Sobre la religión. De Leviatán [Thomas Hobbes]
34 Tratado teológico-político [Baruch Spinoza]
39 Historia natural de la religión [David Hume]
44 De los milagros. De Investigación sobre el entendimiento humano [David Hume]
56 Relación de mi última entrevista con David Hume [James Boswell]
59 Una refutación del deísmo [Percy Bysshe Shelley]
65 Influencias morales en la primera juventud: el carácter y las opiniones de mi padre. De Autobiografía [John Stuart Mill]
71 Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel [Karl Marx]
81 Enseñanza evangélica [George Eliot]
97 Autobiografía [Charles Darwin]
101 Apología de un agnóstico [Leslie Stephen]
114 Milagro [Anatole France]
117 Ideas sobre Dios. De Fables of Man [Mark Twain]
120 Enseñanza de la Bilbia y práctica religiosa. De Europe and Elsewhere y A Pen Warmed Up In Hell [Mark Twain]
123 Nota del autor a La línea de sombra [Joseph Conrad]
125 El funeral de Dios. [Thomas Hardy]
129 La filosofía del ateísmo [Emma Goldman]
134 Carta sobre la religión [H. P. Lovecraft]
137 Por qué no soy creyente [Carl van Doren]
145 De El porvenir de una ilusión [Sigmund Freud]
152 Selección de textos sobre la religión [Albert Einstein]
161 De La hija del reverendo [Geroge Orwell]
162 En la abadía de Westminster [John Betjeman]
164 Monismo y religión [Chapman Cohen]
171 Una vieja historia [Chapman Cohen]
174 Compendio de pacotilla intelectual [Bertrand Russell]
198 Albada [Philop Larkin]
200 Visita a una iglesia [Philip Larkin]
202 El judío errante y la Segunda Venida [Martin Gardner]
208 El mundo y sus demonios [Carl Sagan]
215 La hipótesis de Dios [Carl Sagan]
227 De La versión de Roger [John Updike]
223 Conclusiones e implicaciones. De El milagro del teísmo: argumentos a favor y en contra de la existencia de Dios [J.L. Mackie]
252 Volviendo sobre el Génesis. Una historia científica de la ceración [Michael Shermer]
260 Thank goddness! [Daniel C. Dennett]
265 Apuntes personales. De A Farewell to God [Charles Templeton]
269 Por qué es casi Seguro que no existe Dios. De El espejismo de Dios [Richard Dawkins]
286 Geriniol [Richard Dawkins]
288 Ateos por Jesús [Richard Dawkins]
292 Pruebas cósmicas. De God: The Geiled Hypothesis [Victor Stenger]
306 Una definición de la religión. De Breaking Which Spell? [Daniel C. Dennett]
310 Si Dios ha muerto, ¿todo está permitido? [Elizabeth Anderson]
325 Dios no existe [Pen Jillett]
327 Blues del fin del mundo [Ian McEwan]
341 ¿Y qué pasa con Dios? De El sueño de una teoría final [Steven Weingerg]
354 Imagina que el cielo no existe. [Salman Rushdie]
358 El Corán. De ¿Por qué no soy musulmán? [Ibn Warraq]
411 La naturaleza totalitaria del islam [Ibm Warraq]
419 A la sombra de Dios. De El fin de la fe [Sam Harris]
435 ¿Puede ser fundamentalmente un ateo? De Aganinst All Gods [A.C. Grayling]
439 Cómo (y por qué) me hice infiel [Ayaan Hirsi Ali]
442 Créditos y autorizaciones.
446 INDICE
Christopher Hitchens
Dios no existe
Christopher Hitchens sigue defendiendo la magnificencia de un universo sin Dios con esta antología, la primera en su género, de las voces más influyentes, de la actualidad y del pasado, que han contribuido a su argumentación en el debate sobre Dios. Con Hitchens como guía erudito e ingenioso, recorremos textos fundamentales de la filosofía, la literatura y la investigación científica, de autores tan diversos como Lucrecio, Baruch Spinoza, Charles Darwin, Karl Marx, Mark Twain, George Eliot, Bertrand Russell, Albert Einstein, Daniel C. Dennett, Richard Dawkins y muchos otros. Y en todos los casos Hitchens, gran comentarista político y literario, explica el contexto y la obra como solo él sabe hacer.
¿Ateo? ¿Creyente? ¿Confuso? No importa cuál sea la postura del lector:
Dios no existe es una lectura fascinante para todo el mundo.
Introducción
Christopher Hitchens
Al final de su imperecedera novela La peste, Albert Camus nos da a conocer los pensamientos del buen doctor Rieux mientras la ciudad de Oran celebra haberse repuesto —sobrevivido— al terrible azote de la enfermedad. Rieux resuelve mantenerse lúcido y «redactar la narración» con el siguiente objetivo:
Para no ser de los que se callan, para dar testimonio a favor de aquellos apestados, para dejar al menos un recuerdo de la injusticia y la violencia que se les habían infligido, y para decir sencillamente lo que se aprende en medio de las calamidades: que hay en los hombres más cosas que admirar que cosas que despreciar.
Este libro es parte de la labor, tanto de conciencia como de memoria. La prehistoria de nuestra especie está sembrada de episodios de ignorancia y de calamidad que se repiten como una pesadilla, y a los que la religión no solo ha atribuido explicaciones falsas, sino falsos culpables. Se hacían sacrificios humanos, sobre todo en tiempo de epidemias; se elevaban inútiles plegarias, se testimoniaban falsos «milagros», y se daba caza y quema a chivos expiatorios (como los judíos, los herejes o las brujas). Los hombres de ciencia, raciocinio y medicina eran pocos, y bastante tenían con mantener intactos sus bibliotecas y laboratorios, por no decir sus vidas. Naturalmente, una vez «pasado» el mal, se organizaban ceremonias no menos estúpidas de agradecimiento histérico, buscando el favor de las deidades autóctonas...
Oyendo los gritos de alegría que subían desde la ciudad, Rieux se acordó de que aquella alegría siempre estaba amenazada. Pues él sabía lo que ignoraba aquella jubilosa multitud, y que puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste nunca muere ni desaparece, que puede quedarse dormido durante décadas en los muebles y la ropa de cama, que espera pacientemente en las habitaciones, sótanos, maletas, pañuelos y papeles, y que tal vez llegase el día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría a sus ratas y las enviaría a morir a una ciudad feliz.
A los no creyentes siempre nos dicen lo mismo: que está pasado de moda despotricar contra las sandeces y crueldades primitivas de la religión, puesto que a fin de cuentas vivimos en una época ilustrada, donde ya no queda nada de las antiguas supersticiones. En nueve de cada diez conversaciones con un eclesiástico, este no nos habla sobre dogmas de certeza religiosa, sino que aporta ejemplos de labor caritativa o humanitaria por parte de personas religiosas, lo cual, naturalmente, no dice nada del propio sistema de creencias; será verdad que la Nación del Islam de Louis Farrakhan consigue apartar a los jóvenes negros de los estupefacientes, pero eso no quita que la NoI sea una organización racista de chalados. ¿Y Hamás (que tiene colgados Los protocolos de los sabios de Sión en su web)? ¿No se ha hecho conocida por sus servicios sociales? Personalmente, mi respuesta siempre es un desafío: que se me nombre una sola declaración o acción éticas de un creyente que no pudiera haber hecho un no creyente. De momento nadie ha recogido el guante. (Lo curioso es que si pides a tus oyentes que citen una declaración o acción malvadas directamente atribuibles a la fe religiosa, a nadie le cuesta encontrar ejemplos).
No, está claro que los bacilos siempre acechan en los viejos textos, y que están latentes en la teoría y práctica de la religión. Esta antología pretende identificar y aislar esos bacilos con mayor precisión, así como reivindicar al doctor Rieux por haber dado preferencia a quienes, en el pasado y en la actualidad, han contrapuesto siempre la ilustración a la ruina:
El testimonio de lo que había sido necesario hacer, y que sin duda deberían hacer de nuevo, contra el terror y su incansable arma, a pesar de sus desgarros personales, todos los hombres que, sin poder ser santos, y rechazando admitir las calamidades, se esfuerzan con todo en ser médicos.
Escribo estas líneas el 4 de julio de 2007, aniversario de la proclamación de la primera república laica del mundo. Como pondrán de manifiesto las siguientes páginas, los autores de la Declaración de Independencia eran hombres de temperamento ilustrado, muy conscientes de que la religión (por citar a William Blake) podía ser «una cadena forjada por la mente». Al leer los titulares, no puedo por menos de observar que en una ciudad feliz (Londres) las alcantarillas han vuelto a vomitar ratas. Se han puesto coches bomba a la salida de las discotecas con la esperanza de lisiar y descuartizar a chicas que tienen el descaro de exhibirse en público. De las mezquitas, y en las cintas y películas que en ellas se venden, surgen gritos escalofriantes, sedientos de asesinar a judíos, hindúes y demás gentuza. En una de las capitales más laicas y multiculturales de la historia de la humanidad, el odio y la violencia están envenenando todas las vidas. El descubrimiento de que la mayoría de los que habían urdido el atentado eran médicos fue como si se acabara de desencriptar un código especial del horror. Todo un impacto: hombres sujetos al juramento hipocrático, entregándose en secreto al asesinato. ¡Cuánta ingenuidad! El doctor Rieux lo habría entendido, como el propio Camus. Siempre ha habido profesionales de la medicina en las sesiones de tortura y las ejecuciones, traídos por los clérigos para infundir mayor prestancia y autoridad al acto. Los peores criminales de la Solución Final eran médicos que vieron la oportunidad de hacer experimentos nauseabundos. Ninguno de ellos fue amenazado por la Iglesia con la excomunión. (Para correr un riesgo tan terrible habrían tenido que asistir a la interrupción de un embarazo no deseado). Actualmente, los que se arrogan el permiso de destruir vidas ajenas solo tienen que decir que gozan del permiso divino para que las autoridades religiosas excusen sus actos por escrito, en textos y a través de eufemismos que a menudo se publican en la prensa respetable. Un ejemplo particularmente repulsivo fue el del doctor y asesino Baruch Goldstein y sus apologistas, recogido más adelante en este libro.
Resulta que el mismo fin de semana en que se descubrían los planes de atentar con coches bomba en Londres y Glasgow, el norte de Inglaterra fue asolado por inundaciones que dejaron sin casa a miles de personas. La Iglesia anglicana no tardó en acudir en ayuda de los afectados. «Se trata de un veredicto firme y claro —anunció el obispo de Carlisle—, debido a que el mundo ha tenido la arrogancia de ir a la suya. Estamos recogiendo los frutos de nuestra degradación moral». Entre la lista de posibles transgresiones, el señor obispo (que dispone de fuentes de información a las que el resto no tenemos acceso) seleccionó las iniciativas jurídicas de los últimos tiempos para dar más derechos a los homosexuales, de las que dijo que nos colocaban «en una situación en la que podemos ser sometidos al juicio de Dios, cuyo objetivo es que nos arrepintamos». Muchos de sus colegas en la cúpula eclesiástica, incluido alguien de quien se ha hablado como posible arzobispo de Canterbury, coincidieron en que la culpa de las inundaciones (que solo afectaron una parte geográfica del país) la tenían las preferencias sexuales. He elegido este ejemplo porque la mayoría de la gente estaría de acuerdo en que la «comunión» anglicana/episcopaliana es una de las instituciones religiosas más moderadas y humanas de nuestros días.
Pero ¿quién dijo lo siguiente, y cuándo, en referencia a la posibilidad de un holocausto nuclear? «Su peor consecuencia sería arrebatar en un solo momento de este mundo a un gran número de personas, y llevárselas a ese otro mundo más vital al que de todos modos deben acceder tarde o temprano». No fueron Rafsanjani ni Ahmadineyad, que se han refocilado públicamente en la idea de que el islam podría sobrevivir a una guerra nuclear, a diferencia del Estado judío, sino el dulce y apocado arzobispo de Canterbury, Geoffrey Fisher, en declaraciones de no hace muchos años; y en cierto modo, aunque respondamos a su estupidez con risas o abucheos, habría faltado a su fe expresando otra opinión. En términos religiosos, admitir que una catástrofe termonuclear equivaldría al final de la civilización y de la biosfera sería blasfemo y derrotista. Todas las religiones llevan en lo más profundo la necesidad de anhelar el fin de este mundo, y el ansiado momento en que todo se revele y se separen las ovejas de las cabras, o cualquier otra analogía desértica de la Edad del Bronce que se juzgue adecuada. (En Papúa y Nueva Guinea, donde, como en la mayoría de los climas tropicales, no hay ovejas, los cristianos usan el animal más preciado por los habitantes del país, y se refieren a la congregación como «cerdos». Grey, rebaño... ¿Qué más da?).
Contra esta escatología de locos, con su pulsión de muerte y su profundo desprecio de la actividad mental, los ateos siempre han alegado que este mundo es lo único que tenemos, y que nuestro deber para con el prójimo es mejorarlo todo lo posible. Esta irreprochable conclusión no puede compaginarse con el teísmo. Por seguir un momento con las comparaciones animales, los dueños de perros se habrán dado cuenta de que si les das comida, agua, techo y cariño, creerán que eres dios, mientras que los dueños de gatos no tienen más remedio que observar que si les das comida, bebida, techo y afecto, llegan a la conclusión de que ellos son dios. (Puede que a veces los gatos compartan con sus dueños las vísceras frías de una de sus víctimas, pero eso es lo mismo que haría un dios de buen humor). Pues bien, la religión tiene elementos caninos y felinos. Requiere servilismo y abyección en grado máximo, y exige que nos veamos como seres concebidos y nacidos en pecado, en deuda con un creador severo, pero a cambio nos sitúa en el centro del universo, y nos asegura que somos los destinatarios de un plan celestial. Es más: hasta es posible que quien haga las propiciaciones necesarias descubra que la muerte no es tan fiera como la pintan, y que en su caso puede haber una excepción a las normas de la aniquilación física. Nunca se repetirá demasiado que esta prédica es a la vez inmoral e irracional.
Siendo benévolos, podemos admitir que en muchos casos los religiosos no parecen darse cuenta de lo insultante que es su proposición principal. Intercambiemos puntos de vista con algún creyente, ni que sea un momento, y supongamos que se trata de un creyente moderado y buena persona, que no abre la puja diciéndonos que nuestra incredulidad pone en peligro nuestra alma y nos condena al infierno. No tardará mucho en preguntarnos educadamente cómo somos capaces de diferenciar el bien y el mal. Sin temor de dios, ¿qué nos impide recurrir al robo, el asesinato, la violación y el perjurio? A veces reconocen que ha habido no creyentes con vidas éticas, y también (¡menos mal!) que muchos creyentes han sido culpables de delitos atroces, pero la premisa básica es que, sin el sometimiento a alguna dictadura celestial inalterable e incuestionable, careceríamos de brújula moral. ¡Qué idea más repugnante! Aparte de atacar en su raíz todo lo que hemos aprendido sobre la biología evolutiva (las sociedades que toleran el asesinato, el robo y el perjurio duran poco, y las que infringen los tabúes del incesto y el canibalismo la verdad es que se apagan por sí solas), constituye una agresión radical al propio concepto del respeto humano a sí mismo, por cuanto insinúa que no se puede actuar bien ni evitar actuar mal sin la esperanza de una recompensa divina, o el miedo a un castigo divino. Mucha gente, y no solo la más altruista, podría aspirar a algo mejor actuando por su propia cuenta y riesgo. Yo, por ejemplo, si doy sangre (algo prohibido por diversas religiones), no pierdo medio litro, pero sí que lo gana otra persona. Por alguna razón me atrae la idea, y también me procura otras satisfacciones ser de ayuda para uno de mis semejantes. Es más, mi sangre es de un tipo muy poco frecuente, y tengo la firme esperanza de que, si algún día necesito una transfusión, otra persona habrá pensado y actuado exactamente como yo. De hecho, casi puedo darlo por seguro. Y todo eso no ha tenido que enseñármelo nadie, ni remacharlo con siniestros cuentos de hadas sobre apariciones del arcángel Gabriel. La ética de la reciprocidad es algo innato, a excepción de los sociópatas, a quienes no les importan los demás, y de los psicópatas, que disfrutan con la crueldad; y si la evolución no ha logrado erradicarlos, tampoco ha logrado reducir el porcentaje de buenas personas que son homosexuales por naturaleza. Presentando a los malvados como personas que también están hechas a imagen de dios, y a los inconformistas sexuales como seres que se hallan en un estado de pecado mortal incurable (el cual, por cierto, puede provocar inundaciones y terremotos), la religión se inventa problemas donde no los hay.
¿Cómo es posible que ideas tan absurdas y nocivas hayan llegado a ser tan influyentes? ¿Y por qué siempre estamos enzarzados en una lucha contra sus violentos e intolerantes defensores? Pues porque la religión fue la primera (y peor) tentativa de nuestra especie para explicar la realidad. Era a lo máximo que llegaba la humanidad en una época en que no teníamos la menor noción de física, química, biología o medicina. No éramos conscientes de vivir en un planeta esférico, y menos al borde de un universo de magnitud inconcebible que se estaba alejando de su fuente original de energía. Ignorábamos el gran poder de los microorganismos: que, por un lado, no pudiéramos vivir sin su presencia en el aparato digestivo, y, por el otro, nos sometiesen a ataques mortales como parásitos. Ignorábamos nuestro estrecho parentesco con otros animales. Creíamos que el aire que nos rodeaba estaba poblado por duendecillos, trasgos, demonios y djinns. Nos imaginábamos que el trueno y el relámpago eran prodigios. Hemos tardado mucho en quitarnos de encima este pesado manto de ignorancia y miedo, y cada vez que lo hacemos hay fuerzas que, por sus propios intereses, tratan de obligarnos a ponérnoslo de nuevo.
Reconozcamos sin ambages que somos mamíferos que buscan pautas, y que nuestra inteligencia inquieta y nuestra gran curiosidad nos llevan a preferir una teoría de la conspiración a la falta de teorías. La religión fue nuestro primer escarceo con la filosofía, del mismo modo que la alquimia fue nuestro primer escarceo con la química, y la astrología nuestro primer escarceo con la comprensión del movimiento de los cielos. Personalmente, soy partidario del estudio de la religión, primero porque la cultura y la educación implican respeto a la tradición y sus orígenes, y segundo porque algunos de los primeros textos religiosos figuran entre nuestros primeros escarceos literarios. Pero si la religión insiste tanto en los fenómenos celestes extraños, y en otros menos cuantificables como los sueños y las visiones, es por algo. Todo ello satisface nuestra estupidez innata, así como nuestra disposición a dejarnos convencer, pese a todas las pruebas en contra, de que sí somos el centro del universo, y de que todo está dispuesto pensando en nosotros.
Este penoso solipsismo se puede rastrear en todos los argumentos que rechazan (cada vez más desesperadamente) las interpretaciones propuestas por las escuelas de Darwin y Einstein. Ahora disponemos de explicaciones mejores y más sencillas del origen de las especies y del universo. («Más sencillas» solo porque son comprobables y coherentes, no porque no sean muchísimo más complejas). Bueno, vale, objeta el creyente; supongamos (¡ya era hora!) que son ciertos los registros de la evolución natural, y los datos del Hubble acerca del big bang. ¿No es la demostración de que el creador de todo lo que existe aún era más ingenioso de lo que pensábamos? Trataré de poner fin a la triste vida de este argumento con la ayuda de otras personas que serán citadas in extenso a lo largo del libro. Supongamos que es cierta la premisa de los religiosos, la de que alguien, o algo, estuvo «presente en la creación», y que dio la orden para que explotase la materia, y para que más tarde empezara el proceso evolutivo sobre nuestro planeta. No entremos en que esta premisa es imposible de demostrar. Reconozcámosla de todos modos. A fin de cuentas, tampoco se puede refutar con contundencia; ni esa, ni ninguna otra premisa que no se apoye en pruebas.
La persona religiosa sigue teniendo todo el trabajo por delante. ¿En qué autoridad puede pretender basarse para demostrar que la separación original de la materia fue desencadenada con el objetivo de incidir miles de millones de años más tarde en la vida de un planeta minúsculo, una simple mota al borde de nebulosas en rotación, y entre la extinción de innumerables otros mundos? ¿Cómo demostrar que quien trazó este inmenso, inconcebible plan tenía en mente la lerda figura del obispo de Carlisle, que, báculo de pastor en mano, relaciona la vida sexual de sus parroquianos con el clima?
Otra pregunta, para la que habrá que reducir la escala en varios órdenes titánicos de magnitud. Teniendo en cuenta que como mínimo el 98 por ciento de las especies de este planeta diminuto solo dieron unos cuantos pasos vacilantes antes de sucumbir a la extinción, ¿cómo se justifica el postulado de que toda esta desaparición masiva, salpicada de vez en cuando por grandes explosiones vitales (como la del Cámbrico), también tenía como única finalidad nuestra presencia? ¿No es un poco raro que la religión, que tan constantemente nos incita a adoptar una modestia casi masoquista ante el Señor, aliente una forma tan extrema e inaceptable de egocentrismo y autoestima? Tratando de adaptarse a los descubrimientos que con tanta crueldad había intentado prohibir y reprimir, lo único que ha conseguido la religión es reformular las mismas preguntas que ya se cuestionaron en otras épocas. ¿Qué clase de diseñador o creador es ese, tan derrochador, caprichoso e impreciso? ¿Qué clase de diseñador o creador es ese, tan cruel e indiferente? Pero, sobre todo, ¿qué clase de diseñador o creador es ese, que solo decide «revelarse» a campesinos medio alelados de regiones desérticas? Yo he conocido a creyentes muy inteligentes, pero la historia no ha dejado constancia de ningún ser humano capacitado ni remotamente para decir que conocía o entendía el pensamiento de dios. Que es justamente la capacitación de la que deben afirmarse poseedores los devotos, tan modestos y humildes ellos... Va siendo hora de que les retiremos nuestro «respeto» a estas fanáticas ideas, cuyo único objetivo es ejercer el poder sobre otros seres humanos en el mundo real y material.
No hay equivalencia moral o intelectual entre los distintos grados de incertidumbre. Lo que suelen decir los ateos (aunque Victor Stenger tenga la audacia de ir un poco más lejos) es que no se puede probar la no existencia de una deidad. Solo se puede constatar la carencia de pruebas que la respalden. El teísta tiene la opción de ser un simple deísta, y decir que la magnificencia del orden natural apunta con fuerza a la existencia de una fuerza ordenadora. (Fue el planteamiento que adoptaron, por lo menos en público, enemigos de la religión como Thomas Jefferson o Thomas Paine). En cambio, la persona religiosa debe ir forzosamente más allá, diciendo que la fuerza creadora en cuestión también es una fuerza que interviene, a la que le importan nuestros asuntos humanos y a la que le interesa qué comemos, con quiénes tenemos relaciones sexuales y cuál es el desenlace de nuestras guerras y batallas. Afirmarlo equivale lisa y llanamente a afirmar más de lo que puede pretender saber cualquier ser humano; de ese pie cojea, y por eso habría que rechazarlo; por eso hace tiempo que tendría que haberse rechazado.
Hay cosas que se pueden creer, y otras que ni por asomo. Por mi parte, puedo elegir creer que Jesús de Nazaret fue engendrado en Belén por una virgen, y que más tarde murió y no murió, ya que fue visto por seres humanos tras su aparente defunción. Más de uno ha dicho que la propia inverosimilitud de la historia la hace un poquito más probable. Supongamos, pues, que admito el nacimiento virginal y la resurrección. Los religiosos siguen teniendo todo el trabajo por delante. Aunque se confirmaran estos hechos, no demostrarían que Jesús era hijo de dios. Tampoco probarían que sus enseñanzas fueran ciertas o morales. Tampoco que haya un más allá, o un juicio final. Del mismo modo, si se verificasen sus milagros, quedaría como uno de tantos chamanes y magos (muchos de ellos presentes en el Antiguo Testamento) que al parecer eran capaces de obrar prodigios por arte de hechicería. Muchos de los filósofos y lógicos citados en este libro son de la opinión de que no puede haber milagros, ni los ha habido jamás. Según el planteamiento de Albert Einstein (que muchos se emperran en considerar deísta), el milagro es que no haya milagros ni ninguna otra interrupción de un maravilloso orden natural. No es una cuestión que admita medias tintas. O la fe es suficiente, o hacen falta milagros para convencer a las personas (predicadores incluidos) cuya fe, de otra manera, no sería bastante fuerte. A mí, personalmente, no me convencería presenciar una cura milagrosa, o un conjuro, aunque pudiera darles crédito, y aunque no conociera a nadie capaz de reproducir tales prodigios sobre el escenario (conozco a algunos, y lo hacen).
He aquí, sin embargo, algo en lo que no puede creer nadie. La especie humana lleva existiendo como Homo sapiens al menos ciento cincuenta mil años (no discutamos sobre el número exacto): un solo instante en términos evolutivos, pero una larga historia desde el punto de vista de los primates con cerebros e imaginaciones de un tamaño como el que podemos aducir nosotros. Para suscribir una religión monoteísta hay que creer que durante todo ese tiempo nacieron, vivieron y murieron seres humanos, muchos de ellos durante el parto, o por falta de alimentos básicos, y con una esperanza de vida de como máximo tres décadas. Añádanse a estos factores las guerras intestinas entre grupos y tribus discrepantes, epidemias de una magnitud alarmante sin ninguna teoría de gérmenes que pudiera, no ya paliarlas, sino explicarlas, y toda una serie de desastres naturales, con su reguero de tragedias humanas. Pues bien, durante todos esos milenios el cielo observaba con indiferencia, hasta que (como máximo en los últimos seis mil años) decidió que era hora de intervenir, y redimir. ¡Y el cielo solo quiso intervenir y redimir en zonas apartadas de Oriente Próximo, haciendo así que pereciesen muchas más generaciones antes de que pudiera difundirse la nueva! Voy a dar voces por el Sinaí, y a hacer un pacto con una sola tribu de paletos tozudos y codiciosos... Voy a pedirle al ángel Gabriel que haga emprender vuelos retóricos a un mercader analfabeto e inculto. ¡Por fin se disipará la oscuridad que impuse! Estar dispuesto ni que sea a plantearse unas ideas de tan laboriosa insensatez comporta mucho más que la suspensión de la incredulidad, o que la credulidad tonta que provocan los trucos de magia.
También comporta ignorar o justificar de alguna manera las muchas creencias religiosas que antecedieron a Moisés. Nuestros antepasados más remotos no eran ateos, ni mucho menos; erigieron templos y altares, e hicieron las debidas ofrendas y sacrificios, con el debido temor. Su religión era de origen humano, como todas. Hubo una época en que los pensadores griegos denunciaron como «ateos» a los cristianos, y los zoroastrianos a los musulmanes, por destruir antiguos santuarios y prohibir los antiguos rituales. La profanación tiene un origen religioso; no hay más que ver cómo violan los creyentes de hoy día la santidad de los templos ajenos, desde Bamiyán a Bagdad, pasando por Belfast. Tal vez sea Richard Dawkins quien lo haya formulado más cáusticamente al afirmar que todo el mundo es ateo por el mero hecho de decir que no cree en algún dios (desde Ra a Shiva). El ateo serio y objetivo se limita a dar el siguiente paso, diciendo que hay un dios más en el que no creer. Lo previsible, por lo general, es que el solipsismo humano monte en cólera, diciendo que ese dios descartable no puede ser el que recibe todo el crédito del propio creyente. Así son las cosas. Actualmente, sin embargo, el origen humano de la religión, del que juró librarnos el monoteísmo, al menos en su forma pagana, persiste de forma aterradora, como demuestra que los fieles se peleen por la interpretación correcta, y hasta maten a miembros de su propia confesión en luchas doctrinales. Estas crípticas reyertas entre fes han entorpecido enormemente la civilización, y en sus versiones modernas podrían llegar a destruirla.
En el seno de la comunidad de quienes rechazan todas estas fantasías, la utilidad de la palabra «ateo» es objeto de disputas. Para empezar, es puramente negativa, una mera afirmación de incredulidad o descreimiento. A Jonathan Miller, por ejemplo, destacado físico y director de teatro y ópera, le incomoda por esa razón: «Yo no tengo ninguna palabra especial para decir que no creo en el ratoncito Pérez o en Papá Noel —me dijo un día—. Doy por supuesto que a mis amigos inteligentes no se les ocurre que crea en esas cosas».
Claro, claro, pero no tenemos que salir de un pasado dominado por el ratoncito Pérez o por Papá Noel (dos inventos bastante recientes). Los defensores del ratoncito Pérez no van de puerta en puerta intentando convertir a los demás. No se empecinan en que su pseudociencia se enseñe en los colegios. No condenan a los creyentes de otros ratoncitos Pérez a la muerte y el infierno. No dicen que toda la moral derive de las ceremonias del ratoncito Pérez, ni que, sin el ratoncito Pérez, la gente fornicaría por las calles y se aboliría la propiedad privada. No dicen que el mundo lo hizo el ratoncito Pérez, y que por consiguiente todos debemos arrodillarnos ante el Gran Hermano Pérez. No dicen que el ratoncito Pérez te ordenará matar a tu hermana si es vista en público con un hombre que no sea su hermano.
Por eso considero que existe lo que llamó el poeta Shelley la necesidad del ateísmo. No podemos evitar tomar postura. O atribuimos nuestra presencia a las leyes de la biología y la física, o la atribuimos a un plan divino. (La respuesta a esta pregunta ineludible, y la manera de asumir sus consecuencias, dice mucho de si quien la da es de los nuestros). En todo caso, una vez tomada la decisión, estamos como los creyentes: con casi todo el trabajo por delante.
El rechazo del concepto humano de dios no es condición suficiente para la emancipación intelectual o moral. Los ateos no tienen derecho a ir por el mundo con aires de superioridad. No han hecho otra cosa que cumplir la condición necesaria abandonando la infancia de la especie y renunciando a un lugar especial en el sistema natural. Ya son libres, si quieren, de convertirse en unos nihilistas, unos sádicos o unos solipsistas por su propia cuenta. Algunas teorías del superhombre derivan del ateísmo, y si alguien cree que el cielo y el infierno están vacíos, puede concluir que él es libre de hacer exactamente lo que le venga en gana. El temor a que sea este el resultado (bien expresado por Fiódor Dostoievski) está detrás de la renuencia de muchas personas a abandonar el dogma religioso. Ahora bien, también hay muchos sádicos y asesinos en serie que dicen oír «voces» celestiales que les ordenan cometer sus crímenes, lo cual, en sí, no desacredita la fe religiosa. El debate sobre ética y moral deberá seguir en una .................