TEORÍA Y PRAXIS

 

Se llama teoría a un conjunto de reglas, incluso de las prácticas, cuando estas reglas, como principios, son pensadas con cierta universalidad y, además, cuando son abstraídas del gran número de condiciones que sin embargo influyen necesariamente en su aplicación. En cambio, no se llama práctica a cualquier manejo, sino sólo a esa efectuación de un fin que es pensada como cumplimiento de ciertos principios de procedimiento representados en general.[1]

Aunque la teoría puede ser todo lo completa que se quiera, se exige también entre la teoría y la práctica un miembro intermediario que haga el enlace y el pasaje de la una a la otra; pues al concepto del entendimiento que contiene la regla se tiene que añadir un acto de la facultad de juzgar por el que el práctico diferencie si el caso cae o no bajo la regla. Y como a la vez a la facultad de juzgar no siempre se le pueden proporcionar reglas por las que ella tuviera que guiarse en la subsunción (pues esto iría al infinito), podrá haber teóricos que jamás devengan prácticos en su vida porque carecen de la facultad de juzgar: por ejemplo médicos o juristas que han hecho buenos estudios, pero que no saben cómo deben conducirse cuando tienen que dar un consejo.[2]

Pero incluso si existe esa disposición natural, puede ocurrir que haya un defecto en las premisas. Es decir, es posible que la teoría sea incompleta y que sólo se complete mediante ensayos y experiencias todavía por hacer, por lo que el médico al salir de la escuela, el agricultor o e1financiero pueden Y deben abstraer nuevas reglas a partir de esos ensayos y experiencias y completar su teoría. En este caso no es culpa de la teoría si ésta es poca cosa para la práctica, sino de que hay poca teoría, la teoría que el hombre habría debido aprender a partir de la experiencia, y que es la verdadera teoría, aunque aquél no fuese capaz de dársela por sí mismo ni de exponerla sistemáticamente como un maestro, y que, por tanto, na a puede reclamar en nombre de médico teórico, de agricultor teórico, etcétera.

En consecuencia, nadie puede decirse prácticamente versado en una ciencia y a la vez despreciar la teoría, pues así mostraría simplemente que es un ignorante en su oficio, en cuanto cree poder avanzar más de lo que le permitiría la teoría mediante ensayos y experiencias hechos a tientas, sin reunir ciertos principios (que propiamente constituyen lo que se llama teoría) y sin haber pensado su tarea como un todo (el cual, cuando se procede metódicamente, se llama sistema).

Sin embargo es más tolerable ver que un ignorante considera que en su presunta práctica la teoría es inútil y superflua, que ver que un razonador concede que la teoría es buena para la escuela (más o menos para ejercitar la inteligencia) pero que en la práctica ocurre algo enteramente distinto, que cuando se pasa de la escuela al mundo uno advierte que ha perseguido ideales vacíos y sueños filosóficos; en una palabra: que lo que es plausible en la teoría no tiene validez alguna para la práctica. (Con frecuencia se expresa también esto así: esta o aquella proposición vale in thesi, pero no in hypothesi)[3].

Ahora bien, uno no haría más que reírse de un mecánico empírico o de un artillero que negaran el uno la mecánica general y el otro la teoría matemática del lanzamiento de bombas, al sostener uno y otro que esas teorías son por cierto sutiles pero que no son válidas en la práctica porque, en la aplicación, la experiencia da otros resultados que los de la teoría. (En efecto, si a la primera se le añade la teoría de la acción y a la segunda la de la resistencia del aire, entonces en general: más teoría todavía, una y otra concordarían muy bien con la experiencia). Sin embargo el caso es totalmente distinto según se trate de una teoría que concierne a los objetos de la intuición o de una teoría en la que estos objetos son representados sólo por conceptos (con objetos de la matemática, y con objetos de la filosofía)[4]: es posible que estos últimos objetos sean pensadosperfectamente y sin reproche (por parte de la razón); pero quizá no puedan ser dados, sino que pueden ser meras ideas vacías, de las que no se podría hacer uso alguno en la práctica, o sólo un uso perjudicial. En tales casos el refrán estaría justificado.

Pero en una teoría fundada sobre el concepto de deber se anula el recelo causado por la vacía idealidad de este concepto. Pues no sería un deber intentar cierto efecto de nuestra voluntad, si ese efecto no fuera también posible en la experiencia (sea ese efecto pensado como consumado, o como aproximándose constantemente a su consumación); y en el presente tratado sólo hablamos de esta especie de teoría. Pues a propósito de esta última se ha alegado frecuentemente, para escándalo de la filosofía, que lo que puede ser correcto en ella es sin embargo sin valor para la práctica; y esto proferido en un tono altivo, desdeñoso y pleno de arrogancia con la intención de reformar mediante la experiencia, a la razón misma en lo que ésta pone su honor supremo, y de poder ver más lejos y con más seguridad, en una seudosabiduría, con ojos de topo clavados en la experiencia, que con los ojos propios de un ser hecho para estar erguido y contemplar el cielo.

Esa máxima, que en nuestra época rica en proverbios y vacía en acción se ha vuelto muy común, ocasiona el mayor daño cuando le refiere a algo moral (deber de virtud o de derecho). Pues aquí se trata del canon de la razón (en lo práctico), donde el valor de la práctica reposa enteramente en su adecuación a la teoría que le sirve de base, y todo está perdido si las condiciones empíricas y, por tanto, contingentes de la ejecución de la ley se convierten en condiciones de la ley misma, y si, en consecuencia, una práctica calculada sobre un resultado probable según la experiencia sucedida hasta ahora resulta autorizada a dominar la teoría subsistente por sí misma.

Divido este tratado según los tres diversos puntos de vista desde los que suele evaluar su objeto el hombre de bien que resuelve tan atrevidamente acerca de teorías y sistemas; entonces según una triple cualidad: 1) como hombre privado, pero sin embargo hombre práctico [Geschäftsmanhl]; 2) como hombre político [Staatsmanni]; 3) como hombre de mundo[WeItmann] (o ciudadano del mundo [Weltbürger] en general). Ahora bien, estas tres personas están de acuerdo en arremeter contra el hombre de escuela [Schulmann] que elabora teorías para ellas y para mejorarlas: imaginándose que entienden el asunto mejor que él, lo reconducen a su escuela (illa se jactet in aula) [5]*,a como a un pedante que, perdido para la práctica, no hace más que cerrar el paso a la experimentada sabiduría de las tres.

Presentaremos entonces la relación de la teoría con la práctica en tres partes: primeramente en la moral en general (con respecto al bien [Wohl] de cada hombre), en segundo lugar en la política (relativamente al bien de los Estados), en tercer lugar desde el punto de vista cosmopolita (con respecto al bien del género humano en su totalidad, y en cuanto este género humano está comprendido en el progreso a ese bien en la serie de las generaciones de todos los tiempos futuros). Pero por razones que surgen del tratado mismo los títulos de las partes serán expresados por la relación de la teoría con la práctica en la moral, en el derecho político y en el derecho internacional.[6]

 

I. DE LA RELACIÓN DE LA TEORÍA CON LA PRÁCTICA EN LA MORAL EN GENERAL

 

(En respuesta a algunas objeciones del señor profesor Garve)[7]*.

  

Antes de llegar al punto que está propiamente en litigio, acerca de aquello que en el uso de uno y el mismo concepto puede valer solamente para la teoría o para la práctica, debo comparar mi teoría tal como la he expuesto en otra parte, con la representación que da el señor Garve de ella, para ver si nos entendemos.

De un modo provisional, y en tanto introducción, he definido la moral como una ciencia que enseña no cómo debemos ser felices, sino cómo debemos ser dignos de la felicidad[8]**. En esto no he omitido señalar que no por ello el hombre debiera, en lo que concierne al cumplimiento del deber, renunciar a su fin natural: la felicidad. Pues el hombre no puede hacer esto, como tampoco lo puede hacer un ser finito racional en general; pero sí tiene que hacer entera abstracción de esa consideración cuando sobreviene la orden del deber; de ningún modo tiene que hacer de esa consideración una condición del cumplimiento de la ley prescripta por la razón; inclusive, en cuanto le sea posible, tiene que procurar conscientemente que en la determinación del deber no se mezclen inadvertidamente móviles surgidos de esa consideración. Y esto se logra en la medida en que se representa el deber ligado más bien con los sacrificios que cuesta su observación (la virtud) que con las ventajas que nos reporta; y esto para representarse la orden del deber en toda su autoridad, que requiere obediencia incondicionada, autosuficiente y no necesitada de ningún otro influjo.[9]

a) Ahora bien, esa mi tesis es expresada así por el señor Garve: "yo habría afirmado que la observación de la ley moral, sin referencia alguna a la felicidad, es el único fin final del hombre, que tiene que ser considerada como el único fin del Creador". (Según mi teoría ni la moralidad del hombre por sí sola, ni la felicidad por sí sola, sino el supremo bien posible en el mundo, que consiste en la reunión y concordancia de ambas, es el único fin del Creador).[10]

b) Además yo había señalado que ese concepto de deber no necesita poner como fundamento fin particular alguno, sino que más bien suscita otro fin para la voluntad humana, a saber: el de contribuir con todo su poder al bien supremo posible en el mundo (la felicidad universal en el universo enlazada con la más pura moralidad y adecuada a esta última): lo cual, puesto que está en nuestro. Poder de un solo lado y no de ambos, impone a la razón, desde el punto de vista práctico, la creencia en un amo moral del mundo y en una vida futura. No es que por la suposición de ambas cosas el concepto de deber obtenga en primer lugar "firmeza y solidez", esto es, un fundamento seguro y la fuerza propia de un móvil, sino que sólo en ese ideal de la razón pura ese concepto obtiene un objeto.[11]*

Pues en sí mismo el deber no es otra cosa que la limitación de la voluntad a la condición de una legislación universal hecha posible mediante una máxima admitida, cualquiera sea el objeto o el fin de esa voluntad (por tanto también la felicidad); pero de ese objeto e incluso de todo fin que se puede tener se hace en esto completa abstracción. Así, en la cuestión del principio de la moral se puede omitir totalmente y dejar a un lado (como episódica) la doctrina del bien supremo como fin final de una voluntad determinada por la moral y conforme a sus leyes; como también se muestra en la continuación: cuando se trata el punto propiamente litigioso no se considera esa cuestión, sino sólo la referida a la moral universal.

El señor Garve expresa esas tesis del siguiente modo: "el virtuoso jamás puede ni debe desatender ese punto de vista (el de la propia felicidad), pues de lo contrario perdería completamente el camino que lleva al mundo invisible y a la convicción de la existencia de Dios y de la inmortalidad, convicción sin embargo absolutamente necesaria, según esa teoría, para dar al sistema moral firmeza y solidez"; y para compendiar la suma de las afirmaciones que me atribuye concluye así: "A consecuencia de esos principios el virtuoso se esfuerza incesantemente por ser digno de la felicidad, pero en cuanto es verdaderamente virtuoso jamás se esfuerza por ser feliz". (La expresión en cuanto (in so fern) introduce aquí una ambigüedad que primero hay que cancelar. Puede significar en el acto en que el hombre como virtuoso se somete a su deber; y aquí esta proposición concuerda perfectamente con mi teoría. O bien: si el hombre es en general sólo virtuoso, y entonces incluso cuando no se trata del deber y no hay lugar de transgredirlo, no debe de ningún modo referirse a la felicidad; lo que contradice completamente mis afirmaciones).

Estas objeciones no son pues sino malentendidos (pues no puedo tenerlas por interpretaciones tendenciosas), cuya posibilidad tendría que extrañar si la propensión humana de seguir el propio pensamiento habitual en el enjuiciamiento de los pensamientos ajenos, y de introducir aquél en estos, no explicara suficientemente tal fenómeno

Ahora bien, a ese tratamiento polémico del mencionado principio moral le sigue una afirmación dogmática de lo contrario. En efecto, el señor Garve argumenta analíticamente así: "En el orden de los conceptos es necesario que la percepción y la diferenciación de los estados, por lo cual se le da a uno la preferencia sobre el otro, precedan a la elección de uno entre ellos y, por consiguiente, a la predeterminación de cierto fin. Pero un estado que un ser dotado de la conciencia de sí y de su estado prefiere a otra manera de ser en el momento en que ese estado está presente y él lo percibe, es un buen estado; y una serie de tales buenos estados es el concepto más general que expresa la palabra felicidad". Además: "Una ley supone motivos, pero los motivos suponen una previa diferencia percibida entre un estado mejor y uno peor. Esta diferencia percibida es el elemento del concepto, —de felicidad, etc." Además: "De la felicidad, en el sentido más general de la palabra, surgen los motivos de todo esfuerzo; por consiguiente también del cumplimiento de la ley moral. Primero tengo que saber de manera general que algo es bueno antes de poder preguntar si el cumplimiento de los deberes morales cae bajo la rúbrica del bien; el hombre tiene que tener un móvil que lo ponga en movimiento antes de que se le pueda proponer un objetivo al cual ese movimiento debe tender". [12]*

Este argumento no es más que un juego con la ambigüedad de la palabra: el bien (das Gute): sea que se lo oponga, en tanto bueno en sí e incondicionadamente, al mal en sí (Böse), sea que se lo compare, en tanto bueno que siempre lo es sólo condicionadamente, con el bien peor o mejor, puesto que el estado que resulta de la elección del último es sólo un estado comparativamente mejor, pero que en sí mismo puede ser malo. La máxima que prescribe la observación incondicionada, sin referencia a fin alguno puesto como fundamento, de una ley del libre arbitrio que manda categóricamente (esto es, del deber) se diferencia esencialmente, esto es, según la especie, de la máxima de perseguir el fin (que en general se llama felicidad) que la naturaleza misma nos asigna como motivo de cierta manera de obrar. Pues la primera máxima es buena en sí misma, la segunda no lo es en modo alguno; puede, en caso de colisión con el deber, ser muy mala. En cambio, cuando cierto fin es puesto como fundamento, por tanto cuando ninguna ley manda incondicionadamente (sino sólo bajo la condición de ese fin), dos acciones opuestas pueden ser ambas buenas de modo condicionado, una puede ser sólo mejor que la otra (y ésta entonces podría ser llamada comparativamente mala).

Y lo mismo ocurre con todas las acciones cuyo motivo no es la ley racional incondicionada (deber), sino un fin puesto arbitrariamente por nosotros como fundamento, pues éste pertenece a la suma de todos los fines cuyo logro es llamado felicidad; y una acción puede aportar más, otra menos, a mi dicha, y en consecuencia puede ser mejor o peor que otra. Pero la preferencia de un estado de la determinación de la voluntad a otro es meramente un acto de la libertad (res merae facultatis, como dicen los juristas), en el que de ningún modo se toma en consideración la cuestión de saber si esa determinación de la voluntad es en sí buena o mala, siendo entonces indiferente a una u otra determinación.

Un estado que consiste en estar ligado concierto fin dado, que prefiero a cualquier otro de la misma especie, es un estado comparativamente mejor, a saber, en el campo de la felicidad (a la que la razón jamás reconoce como bien sino de manera solamente condicionada: en la medida en que uno es digno de ella). Pero aquel estado en que, en caso de colisión de ciertos de mis fines con la ley moral del deber, soy consciente de preferir este último (el deber),...........................

 

 

 

[1] Sobre la definición de la práctica, cf. Erste Fassung der Einleitung in die Kritik der Urtei1skrafr. Bd. V, pp. 173-175 (trad. A. Aitman (con el título La filosofía como un sistema), ed. Juárez, Buenos Aires, 1969, pp. 3-6)

[2] La facultad de juzgar, disposición natural: Krtik der reinen Vernunfir, (KrV), Bd. II, B 172-175 (trad. P. Ribas, ed. Alfaguara, Madrid, 1978, íb.: se observará aquí que el traductor P. Ribas vierte “Urteilskrafir" no por “facultad de juzgar”, sino por "Juicio" [con mayúscula]

[3] Por ejemplo, Krtik der Urteilskraft (KU), Bd. V, § 40, nota 1 (trad. M. García Morente, ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1951, íb.: "Pronto se ve que ilustración es cosa fácil in thesi, pero, in hypothesi, es larga y dificil de cumplir"

[4]  Matemática y filosofía, KrV, B 740-766 (trad. cit., ib.)

[5] *  Virgilio, Eneida, I, 140.

[6]  Metaphysische Anfangsgründe der Rechtslehre (Rechtslehre), Bd. IV, § 43 (ed. Cajica, México, 1962, sin mención del traductor, ib.): "Por el concepto general de derecho público (oflentliche Recht) hay que pensar no meramente el derecho político (Staatsrecht) sino también un derecho internacional (Völkerrecht) (us gentium), y, como la Tierra no es una superficie sin límites sino que se circunscribe a sí misma, esas dos especies de derecho conducen necesariamente a la idea de un derecho político internacional (Volkerstaatsrecht) (ius gentium) o del derecho cosmopolita (Weltbürgerrecht) (us cosmopolíticum). De modo que si a una cualquiera de esas tres formas posibles del estado jurídico le falta un principio capaz de limitar por leyes la libertad exterior, el edificio legal de las otras dos se arruinará inevitablemente y acabará por caer"

[7] * Versuche über verschiedne Gegenstánde aus der Moral und Literatur (Ensayos sobre diversos objetos de la moral y de la literatura), por Ch. Garve, Primera parte, pp. 111-1. Llamo objeciones a las discusiones que este digno hombre me plantea, con el fin (espero) de entenderse conmigo; y no ataques, que como afirmaciones despectivas incitarían una defensa para la cual éste no es el lugar ni entra en mis inclinaciones

[8] ** La dignidad de ser feliz es esa cualidad de una persona que descansa en el propio querer del sujeto, conforme con la cual una razón universalmente legisladora (de la naturaleza tanto como de la libre voluntad) concordaría con todos los fines de esa persona. Esa dignidad es por tanto enteramente diferente de la habilidad de procurarse felicidad. Pues no es digno de esa habilidad y del talento que la naturaleza le ha concedido para ello quien tiene una voluntad que no coincide con la única voluntad correspondiente a una legislación universal de la razón y en la que no puede estar contenida (es decir, que contradice a la moralidad).

[9] Esta definición de la moral se encuentra ya en la Kritik der praktischen Vernunft (KpV), Bd. IV, p. 261 (trad. García Morente y Miñana y Villagrasa, ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1951, p. 122)

[10] Virtud y felicidad, bien supremo y Dios, KpV, Bd. IV, pp. 254-264~ (trad. cit., pp. 117-124)
8 Voluntad y fin, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Bd. IV, p. 59 (trad. García Morente, ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1951, p. 510)

[11] * La exigencia de admitir corno fin final de todas las cosas, y posible mediante nuestra colaboración, un bien supremo en el mundo, no es una exigencia que proviene de la carencia de móviles morales, sino de la carencia de condiciones externas en las que, únicamente, y conforme a esos móviles, se puede producir un objeto como fin en sí mismo (como fin final moral). Pues sin ningún fin no puede haber voluntad alguna aunque haya que hacer abstracción del fin cuando se trata simplemente de la coacción legal de las acciones y sólo la ley constituye el fundamento de determinación del fin. Pero no todo fin es moral (por ejemplo, no lo es el de la propia felicidad), sino que este fin tiene que ser desinteresado; y la exigencia de un fin final propuesto por la razón pura y que abarca al conjunto de todos los fines bajo un principio (un mundo como el bien supremo posible también mediante nuestra colaboración) es una exigencia de la voluntad desinteresada que se extiende más allá de la observación de la ley formal hasta la producción de un objeto (el bien supremo). Esto es una determinación de la voluntad de especie particular, a saber: por la idea del conjunto de todos los fines, donde se pone como principio que si estamos en ciertas relaciones morales con las cosas del mundo, tenemos que obedecer siempre a la ley moral; y a esto se añade el deber de actuar con todo nuestro poder para que exista semejante relación (un mundo adecuado a los fines morales supremos). En lo cual el hombre se piensa en analogía con la vi divinidad, la cual, aunque subjetivamente no necesite nada externo, no puede ser pensada como cerrada en sí misma, sino que incluso por la conciencia de su suficiencia está determinada a producir fuera de sí el bien supremo: necesidad (en el hombre es deber) que nosotros no podemos representar en el ser supremo sino como exigencia moral. Por esto, en el hombre, el móvil que yace en la idea del supremo bien posible en el mundo mediante su colaboración no es la propia felicidad intentada en ello, sino sólo esa idea como fin en sí mismo, por consiguiente su persecución como deber. Pues esta idea no contiene simplemente la perspectiva de la felicidad, sino sólo la de una proporción entre la felicidad y la dignidad del sujeto, cualquiera sea éste. Pero una determinación de la voluntad, que se limita a sí misma y limita su intención a esa condición de pertenecer a semejante todo, no es interesada.

[12] * Esto es precisamente en lo que insisto. El móvil que el hombre puede tener de antemano, antes de que se le proponga un objetivo (fin), no puede ser manifiestamente otro que la ley misma por el respeto que ésta inspira (sin determinar cuáles fines se pueden tener y alcanzar por el cumplimiento de la ley). En efecto, la ley con respecto a lo formal del arbitrio es lo único que queda cuando he eliminado la materia del arbitrio —, (el objetivo, como la llama el señor Garve).

 

 

 

 

 

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