Nota: este texto fue escrito en agosto de 2012, forma parte de la obra colectiva Euskal Estatuari bidea zabaltzen, coordinada por Ipar Hegoa Fundazioa / Udako Euskal Unibertsitatea, con la inestimable colaboración del sindicato independentista LAB, Langile Abertzaleen Batzordeak, La obra entera, en tres volúmenes, está impresa en lengua vasca; aquí se ofrece su versión en lengua española con muy insignificantes cambios formales.

Extracto: En el siglo XX el imperialismo ha elaborado tres estrategias para acoplar la forma-Estado a sus necesidades de expansión. La tercera es la del Consenso de Washington. Ahora, incluso pueblos formalmente libres, con Estados reconocidos internacionalmente pueden ser y de hecho son dominados y administrados desde el exterior. Las naciones oprimidas, que ni siquiera tenemos Estado propio, debemos saber que conquistarlo implica, uno, conocer los objetivos y medios del imperialismo, para vencerlo; dos, partir de nuestra historia y de nuestra fuerza, es decir, de nuestro marco autónomo de lucha de clases; tres, prefigurar nuestro modelo de Estado ya en el presente, en la medida de lo posible; y cuatro, a la vez, definir el sujeto colectivo que ha de realizarlo, el pueblo trabajador.

 

1.- MÁS MERCADO, MENOS ESTADO

 

Una de las grandes derrotas sufridas por la humanidad trabajadora en los últimos tiempos ha sido la de asumir sin apenas resistencia teórica que los Estados dejaron de ser necesarios para los pueblos. Se hizo creer que el capitalismo había sufrido tales cambios durante la segunda mitad del siglo XX que volvían no sólo obsoletos los «viejos Estados», que se habían vuelto un obstáculo para la rápida expansión de los beneficios civilizadores del llamado «mercado mundial». Se decía que cualquier freno puesto a tal expansión obstaculizaba la aparición de la llamada «gobernanza» democrática mundial, una forma nueva de administración basada en el «diálogo permanente» entre las instituciones internacionales, entre las «grandes agencias» y, por no extendernos, entre las «fuerzas democráticas de la sociedad civil mundial».

En la década de 1990 la idea de la «superación del Estado» fue reforzada por la industria político- mediática mediante el ideario cosmopolita y de «ciudadanía del mundo» aceptada por parte del movimiento antiglobalización y altermundialista,. La URSS había implosionado, China Popular giraba al capitalismo, la «guerra de civilizaciones» planteaba la urgencia de «unir Occidente», cuna y garante de los valores democráticos amenazados por el «terrorismo islámico», mientras que las «intervenciones humanitarias» legitimadas por la ONU en defensa de los «derechos humanos» en terceros países, eran un argumento más a favor de la tesis del agotamiento de los Estados y de la urgencia de establecer por fin la «gobernanza» mundial.

Cierta izquierda no llegó a creerse en su totalidad esta explicación pero sí la aceptó en parte, creyendo que una «Unión Europea democrática» equilibraría los «excesos» norteamericanos, desarrollando una política respetuosa con los derechos humanos. Se generalizó así el mito de un «supra Estado» que asimilase las mejores tradiciones de los antiguos y que desarrollase otras nuevas capaces de controlar los riegos de la «globalización financiera» e impulsar sus beneficios. Muchas organizaciones reformistas de los Estados europeos más débiles y hasta de pueblos oprimidos nacionalmente, encontraron aquí una justificación tanto para su renuncia silenciosa o pública a partes crecientes de su soberanía económico-política, o sea, aceptar una merma de su independencia estatal formal; como, en el caso de las naciones sin Estado, para una renuncia del derecho a la independencia y a disponer de un Estado propio, ya que, se decía, la «integración europea» significaba disponer de un mini-Estado inserto en otro más grande y respetuoso con las minorías.

El problema verdadero es cualitativamente más brutal, a saber, la velocidad caótica de las leyes de perecuación, centralización y concentración de capitales, dentro de un contexto mundial marcado por una crisis de sobreproducción excedentaria y de descenso de la tasa media de beneficios, especialmente en el sector I o de producción de bienes de producción, debido a que la capacidad de compra mundial podía absorber cada vez menos mercancías fabricadas masivamente. Presionados por esta contradicción inherente al capital, los inmensos capitales excedentarios, sobrantes, muchos de los cuales provenían de la masa de petrodólares, de deuda pagada por los países empobrecidos, de la creciente economía sumergida y criminal, del narcocapitalismo, además de los capitales que no querían ya invertir en la industria tradicional y en sus servicios correspondientes, esta ingente y creciente masa de dinero reinició el tradicional sendero de volcarse en la especulación financiera para obtener beneficios rápidos.

 

2.- EL DECÁLOGO IMPERIALISTA

 

Para facilitar esta vía tradicional, los Estados imperialistas jugaron un papel clave. Podemos resumirlo en la imposición de los diez puntos del «Consenso de Washington» elaborado a finales de 1989 y readaptado en 1993. Para que este decálogo funcionase a la perfección era imprescindible que los Estados medianos y pequeños admitiesen su incapacidad para navegar en el mercado mundial, y que también los grandes Estados realicen serias reformas internas:

Uno, acabar con el déficit en los presupuestos públicos, que el Estado renuncie a dirigir la economía más allá de lo necesario para el beneficio privado. Dos, acabar con el déficit en servicios sociales básicos, que deben privatizarse. Tres, involución fiscal en beneficio de la burguesía. Cuatro, libertad financiera sin control estatal de los tipos de interés. Cinco, imponer un tipo de cambio que facilite la libertad de mercado. Seis, reducción de las barreras aduaneras estatales. Siete, libertad de inversión extranjera. Ocho, privatización del monopolio del Estado y de las empresas públicas. Nueva, liberalización de los mercados. Y diez, protección de la propiedad burguesa.

El decálogo supone la subsunción real de los Estados débiles y empobrecidos en los imperialistas, y la cesión de cotas de soberanía político-económica de los Estados medios a los grandes. Además, implica profundos cambios en cuatro áreas clásicas de la forma-Estado dominante hasta finales del siglo XX, cambios que explican que la tesis de la subsunción real, cogida de la crítica marxista a la economía burguesa, sea aplicable a los efectos del imperialismo sobre los empobrecidos y debilitados Estados, sobre los que no quieren resistirse a los grandes porque sus clases dominantes rechazan embarcarse en guerras de resistencia antiimperialista. Son estas:

Una, fin de los servicios públicos a cargo del Estado, servicios que garantizaban la reproducción de la fuerza de trabajo según las necesidades de la «burguesía nacional» y cierta capacidad de control e integración de las clases explotadas al suavizar su explotación. Dos, fin de la soberanía financiera y presupuestaria, que fue una de las reivindicaciones estratégicas de todas las revoluciones burguesas y una de las bazas decisivas para su independencia militar. Tres, fin de la soberanía económica basada en un espacio estatal de producción y acumulación, destrozado ahora por la libertad de entrada, salida y saqueo de los capitales extranjeros. Y cuatro, fin de la independencia específica del Estado al tener que privatizar sus propios recursos de viabilidad como los monopolios estatales y las empresas públicas.

La cuádruple destrucción de la forma-Estado clásica afecta a sus dos componentes históricamente definitorios. Uno, las fronteras económicas que aseguran el espacio estatal de acumulación, y la moneda nacional emitida por el Estado y que expresa material y simbólicamente la fusión entre capital y territorio en el ideario del nacionalismo burgués de la clase dominante y de su bloque social de apoyo. Al difuminarse casi totalmente las fronteras económicas, excepto en aspectos secundarios, se hunde, como decimos, uno de los basamentos históricos de esta forma-Estado. Otro, la independencia militar territorial que desaparece tras la subsunción del «ejército nacional» en otro imperialista de rango superior -la OTAN- así como el debilitamiento extremo de la capacidad industrial-militar autónoma del Estado al haber tenido que privatizar sus monopolios en el complejo industrial-militar. Las dos cesiones destrozan la independencia nacional en su esencia económico- militar tradicional y son integradas en una nueva forma-Estado superior, más fuerte, que las integra en su totalidad como partes supeditadas.

 

3.- REFORZAR EL ESTADO BURGUÉS

 

El «Consenso de Washington» marca un antes y un después en el llamado «problema nacional» que no sólo en el de la viabilidad de los Estados empobrecidos y dependientes. Nunca el imperialismo occidental había expresado de forma tan concisa y directa su política al respecto, una política pensada para asentar su dominación mundial durante una larga fase, lo mismo que lo fue la instaurada en Bretton Wood al terminar la II GM, o que antes lo había sido la expresada en los catorce puntos del presidente yanqui W. Wilson en 1918.

Por esto queda una cuestión decisiva en la que el imperialismo ha reforzado las atribuciones de los Estados por «fallidos» que sean. Se trata del décimo punto del decálogo: proteger la propiedad privada, es decir aumentar las violencias del Estado en todas sus formas, que no sólo las físicas sino también las psicológicas, culturales, preventivas, etc. La efectividad de la estrategia imperialista sintetizada en este decálogo depende en última instancia de la buena aplicación del décimo punto.

Desde verano de 2007, si no antes, este punto se ha convertido en el único eje de la política imperialista para asegurar su propiedad descargando los costos sobre las fracciones más débiles de sus burguesías estatales, sobre las burguesías de los Estados más debilitados, y fundamentalmente sobre la humanidad trabajadora en su conjunto, con especial saña sobre los pueblos oprimidos, los que no tenemos, Estados propios con los que defendernos con otra política socioeconómica.

Pero la misma gravedad de la crisis está azuzando el que algunas burguesías estatales secundarias recurran a formas de proteccionismo que chocan parcialmente con el «Consenso de Washington», a la vez que poco a poco van creciendo otras alternativas de relaciones internacionales diferentes al existente desde 1944-46, cuando EEUU impuso la estrategia de Bretton Wood. Una de las contradicciones que más se está agudizando es la que estalla entre la exigencia imperialista de debilitar los Estados e impedir en lo posible la creación de otros nuevos, excepto los que son sus «Estados instrumentales», y la dinámica ascendente de los pueblos en el doble sentido de fortalecer sus Estados reduciendo el poder de sus clases dominantes, y la dinámica de las naciones oprimidas para crear, por fin, sus propios Estados.

Los «Estados instrumentales» son los propiciados por el imperialismo siguiendo una vieja táctica precapitalista de crear «Estados tapón», o «Estados aliados», etc., que servían como bases militares avanzadas en previsión de guerras. Eran y son Estados dependientes, colonizados, sin perspectiva de futuro a no ser que en su interior emerja una fuerza que avance hasta la independencia derrotando al imperialismo y a sus aliados internos. Los «Estados instrumentales» no están reñidos con el «Consenso de Washington» sino que le son funcionales como refuerzo regional para la protección de la propiedad burguesa. No es la primera vez en la historia en la que las potencias hegemónicas manipulan y retuercen los enrevesados universos subjetivos de los pueblos para forzar la creación de Estados artificiales para desviar, paralizar y/o aplastar reivindicaciones inaceptables para el bloque dominante. La antropología es una «ciencia social» especialmente apta para justificar estas y otras maniobras torticeras.

Las naciones trabajadoras a las que se nos prohíbe nuestro Estado, debemos ser muy conscientes de la polivalencia y amplitud de las tácticas del imperialismo para reforzar su poder, incluso creando «Estados títeres» si fuera preciso. Pero, en el caso vasco, esta última opción chocaría con la frontal resistencia de los Estados español y francés, lo que generaría contradicciones interimperialistas en las que no podemos extendernos ahora. Además, tampoco podemos esperar parados a que esa sea la solución a nuestros problemas, repitiendo la pasividad colaboracionista de la burguesía vasca durante el franquismo.

 

 

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