Índice
Introducción
1. La visión «liberal» de la sociedad
2. Los fundamentos ideológicos y para-teóricos del liberalismo
El capitalismo imaginario y la para-teoría de la economía «pura»
El postmodernismo, acompañante ideológico del liberalismo.
3. Las consecuencias: el liberalismo mundializado realmente existente
Primera consecuencia: la pauperización y la polarización mundial ignoradas
Segunda consecuencia: la democracia de baja intensidad. ¿Socialización por el mercado o por la democracia?
4. En los orígenes del liberalismo
La ideología de la modernidad: la versión europea de origen.
La ideología estadounidense: el liberalismo sin atenuantes ....
¿Qué tenemos que envidiar a ese modelo?
5. El desafío del liberalismo hoy
Primer desafío: redefinir el proyecto de los europeos (o de algunos de ellos)
Segundo desafío: refundar la solidaridad de los pueblos del Sur.
Tercer desafío: reconstruir el internacionalismo de los pueblos. Nuevas perspectivas internacionales
Epílogo. Más allá de la globalización liberal. ¿Un mundo mejor o peor?
El futuro según las potencias dominantes
En el resto del mundo poco que valga la pena mencionar
¿Es viable el proyecto europeo?
¿Es posible que el Sur haga retroceder el imperialismo?
La decadencia en el frente cultural
La reconstrucción del internacionalismo de los pueblos contra el imperialismo
Bibliografía
Introducción
Hacia el final del siglo XX una enfermedad atacó al mundo. No todos murieron a causa de ella, pero a todos les alcanzó. Al virus que originó la epidemia se le dio el nombre de «virus liberal». Este se manifestó
por primera vez en el siglo XVI, en el territorio delimitado por el triángulo París-Londres-Amsterdam. Los síntomas por los cuales se manifestaba entonces parecían anodinos, y los hombres (a quienes el virus atacaba con preferencia a las mujeres) no solo se acostumbraron a él y desarrollaron los anticuerpos necesarios, sino que incluso supieron sacar partido del tono reforzado que este provocaba. Pero el virus atravesó el Atlántico y encontró un terreno propicio, desprovisto de anticuerpos, en la secta de quienes allí lo propagaron, lo cual produjo formas extremas de la enfermedad.
El virus reapareció en Europa hacia finales del siglo XX, de vuelta de América, en donde había mutado; y así, reforzado, consiguió destruir unos anticuerpos que los europeos habían desarrollado a lo largo de los tres siglos previos, causando una epidemia que habría podido ser fatal para el género humano, de no haber sido porque los habitantes más robustos de los países antiguos sobrevivieron y al final pudieron erradicar el mal.
El virus provocaba en sus víctimas una curiosa esquizofrenia. El ser humano ya no vivía como un ser total, capaz de organizarse para producir lo necesario a fin de satisfacer sus necesidades (lo que los científicos han denominado la «vida económica») y de desarrollar al mismo tiempo instituciones, reglas y costumbres que le permitieran alcanzar su plenitud (lo que los mismos científicos han denominado la «vida política»), consciente de que los dos aspectos de la vida social eran indivisibles. Este vivía y se percibía desde entonces, por un lado, como «homo economicus», abandonando a lo que él llamaba «el mercado» la preocupación de solucionar automáticamente su «vida económica», y por otro lado como «ciudadano», que depositaba en unas urnas las papeletas mediante las cuales elegía a aquellos que tenían la responsabilidad de fijar las reglas de juego de su «vida política».
Todas las crisis de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, que afortunadamente ya hemos superado ahora de forma definitiva, se articularon sobre las confusiones y los callejones sin salida que causaba esta esquizofrenia. La Razón —la verdadera, no la estadounidense— conseguiría finalmente erradicarla. Todos los pueblos sobrevivieron: europeos, asiáticos, africanos, americanos, e incluso los téjanos, que cambiaron mucho desde entonces y se han convertido en seres humanos parecidos a los demás.
No he elegido este final feliz por un optimismo incorregible, sino porque en la hipótesis contraria no habría existido nadie para escribir la historia. Fukuyama habría tenido razón: el liberalismo anunciaría en verdad el final de la historia. Toda la humanidad hubiese perecido entonces en el holocausto. Los últimos supervivientes, unos téjanos, se hubiesen organizado en pandillas errantes, autoinmolándose más tarde por orden del jefe de su secta, a quien ellos hubiesen considerado un personaje carismático. Este también se hubiese llamado Bush.
Imagino que la historia de nuestra época se escribirá aproximadamente en estos términos. En todo caso, de este modo propongo abordar aquí el análisis de estas crisis.
I. La visión “liberal” de la sociedad
Las «ideas generales» que gobiernan la visión del mundo liberal hoy dominante son simples. Es posible resumirlas en las siguientes proposiciones:
La eficacia social se confunde con la eficacia económica y esta con la rentabilidad financiera del capital. Este reduccionismo en cadena expresa la dominación de lo económico, propia del capitalismo. El pensamiento social atrofiado que resulta de este enfoque es «economicista» al extremo. Curiosamente este reproche (dirigido erróneamente al marxismo) caracteriza de hecho al pensamiento liberal, que es por excelencia el del capitalismo.
El desarrollo del mercado generalizado (con la menor reglamentación posible) y el de la democracia se declaran complementarios uno del otro. No se plantea la cuestión del conflicto entre los intereses sociales que se expresan por las intervenciones en el mercado y aquellos que dan su sentido y su alcance a la democracia política. La economía y la política no constituyen dos dimensiones de la realidad social provistas de autonomía, que interactúan en relaciones dialécticas; la economía capitalista domina en realidad a la política, de la que anula su propio potencial creativo.
El país aparentemente más «desarrollado», aquel en el cual la política se concibe y se practica en su totalidad al servicio exclusivo de la economía (en realidad del capital), evidentemente Estados Unidos, se considera el mejor modelo para «todos». Sus instituciones y sus prácticas deben ser imitadas por todos aquellos que aspiren a estar presentes en la escena mundial.
No existiría alternativa alguna al modelo propuesto, basado en los postulados economicistas, en la identidad mercado/democracia y en la reducción de lo político al servicio de lo económico; en tanto que la opción socialista, intentada en la Unión Soviética y en China, se habría mostrado ineficaz en términos económicos y antidemocrática en el plano político.
En otras palabras, las proposiciones hasta aquí formuladas tendrían la virtud de ser «verdades eternas» (la «Razón») reveladas por el desarrollo de la historia contemporánea. Su triunfo estaría asegurado, en particular tras la desaparición de las experiencias alternativas «socialistas». Habríamos llegado pues, como se ha dicho, al final de la historia. La Razón histórica habría triunfado. Este triunfo significa que vivirnos en el mejor de los mundos, al menos potencialmente, y lo será en la realidad cuando las ideas en las cuales este se basa sean admitidas por todos y puestas en práctica en todas partes. Todos los defectos de la realidad actual tan solo se deberían al hecho de que los principios eternos de la Razón aún no se han puesto en práctica en las sociedades que padecen esas deficiencias, en particular en las de los países del Sur.
La hegemonía de Estados Unidos, expresión normal de su posición de vanguardia en la aplicación de la Razón (por fuerza liberal), es el resultado de este hecho inevitable y por lo demás beneficioso para el progreso de toda la humanidad. No existe el «imperialismo estadounidense», sino tan solo un liderazgo positivo («benigno» —indoloro—, como lo califican los intelectuales liberales estadounidenses).
En realidad, como se verá en lo sucesivo, estas «ideas» no son más que cuentos, fundados sobre una para-ciencia, la economía llamada «pura», y una ideología de acompañamiento, el postmodernismo.
La economía «pura» no es una teoría del mundo real —el capitalismo realmente existente— sino la de un capitalismo imaginario. No es ni tan siquiera una teoría rigurosa de este último, con fundamentos y un desarrollo de argumentos que merezcan el calificativo de «coherentes». No es más que una para-ciencia, más próxima en realidad a la brujería que a las «ciencias naturales» cuyo modelo pretende imitar.
En cuanto al postmodernismo, no es otra cosa que un discurso de acompañamiento que apela a no actuar más allá de los límites del sistema liberal, a «ceñirse» a ellos.
La reconstrucción de una política ciudadana exige que los movimientos de resistencia, de protesta y de lucha contra los efectos reales de la aplicación de este sistema se liberen primero del virus liberal.
2. Los fundamentos ideológicos y para-teóricos del liberalismo
EL CAPITALISMO IMAGINARIO Y LA PARA-TEORÍA DE LA ECONOMÍA «PURA»
El concepto de capitalismo no se reduce al de «mercado generalizado», sino que sitúa precisamente la esencia del capitalismo en el poder que se ejerce más allá del mercado. El reduccionismo de la vulgata dominante sustituye el análisis del capitalismo
basado en unas relaciones sociales y en una política a través de las cuales se expresan precisamente estos poderes que actúan más allá del mercado por la teoría de un sistema imaginario dirigido por unas «leyes económicas» (el «mercado») que tenderían, liberadas a sí mismas, a producir un «equilibrio óptimo». En el capitalismo realmente existente son inseparables las luchas de clases, la política, el Estado y las lógicas de la acumulación del capital. El capitalismo es entonces por naturaleza un régimen cuyos sucesivos estados de desequilibrio se producen por las confrontaciones sociales y políticas que se sitúan más allá del mercado. Los conceptos sugeridos por la economía vulgar del liberalismo —como el de «desregulación» de los mercados— no son reales. Los mercados llamados «desregulados» son mercados regulados por los poderes de los monopolios que se sitúan más allá del mercado.
La alienación mercantil es la forma específica del capitalismo que gobierna la reproducción de la sociedad en su conjunto y no solo la de su sistema económico. La ley del valor dirige no solo la vida económica capitalista, sino toda la vida social de esta sociedad. Esta especificidad explica por qué en el capitalismo la economía se erige en «ciencia», es decir, las leyes que rigen su movimiento se imponen en las modernas sociedades (y a los seres humanos que las constituyen) «como leyes de la naturaleza». Dicho de otro modo, el hecho de que estas leyes sean el resultado no de una naturaleza transhistórica (que definiría «al ser humano» ante el desafío de lo «extraño») sino de una naturaleza histórica particular (unas relaciones sociales específicas propias del capitalismo) se borra de la conciencia social. Esta es, a mi parecer, la definición de Marx del «economicismo», un rasgo propio del capitalismo.
Por otro lado está el movimiento que sigue esta sociedad, cuya inestabilidad inmanente Marx pone en evidencia, en el sentido de que la reproducción de su sistema económico nunca tiende hacia la realización de algún tipo de equilibrio general, sino que se desplaza de desequilibrio en desequilibrio de manera imprevisible, lo cual solo puede explicarse a posteriori, pero nunca definirse por anticipado. La «competencia» entre los capitales —cuya parcelación define al capitalismo— elimina la posibilidad de alcanzar cualquier forma de equilibrio general y vuelve ilusorio todo análisis que pretenda estar basado en una supuesta tendencia en este sentido. El capitalismo es sinónimo de inestabilidad permanente. La articulación entre las lógicas que resultan de esta competencia de los capitales y las que se desarrollan a través de la evolución de las relaciones de fuerza sociales (entre los capitalistas, entre estos y las clases dominadas y explotadas, entre los estados que conforman el capitalismo como sistema mundial) da cuenta a posteriori del movimiento del sistema, que se desplaza de un desequilibrio a otro. En este sentido el capitalismo no existe fuera de la lucha de clases, del conflicto entre estados, de la política. La idea de que existiría una lógica económica (que la ciencia económica permitiría descubrir) capaz de regir el desarrollo del capitalismo es una ilusión. No hay una teoría del capitalismo distinta de su propia historia. Teoría e historia son indisociables, como igualmente lo son economía y política.
He señalado esas dos dimensiones de la crítica radical de Marx porque precisamente estas son las dos dimensiones de la realidad que ignora el pensamiento social burgués. Este pensamiento es en efecto economicista desde sus orígenes, en tiempos de la Ilustración. La «Razón» que invoca atribuye al sistema capitalista, que ocupa el lugar del Antiguo Régimen, una legitimidad transhistórica de la que se deriva el «fin de la historia». Esta alienación economicista de origen se acentuará más tarde, precisamente con el intento de dar respuesta a Marx. La economía pura, a partir de Walras, expresa esta exacerbación del economicismo del pensamiento social burgués. Esta sustituye el análisis del funcionamiento real del capitalismo por el mito del mercado autorregulado, el cual tendería, por su propia lógica interna, hacia la realización de un equilibrio general. La inestabilidad ya no se considera inmanente a esta lógica, sino el resultado de la imperfección de los mercados reales. La economía se convierte entonces en un discurso que ya no se preocupa por conocer la realidad; su función no es otra que legitimar el capitalismo atribuyéndole unas cualidades intrínsecas que este sistema no puede tener. La economía pura se convierte en la teoría de un mundo imaginario.
Las fuerzas dominantes lo son porque ellas consiguen imponer su lenguaje a sus víctimas. Los «expertos» en la economía convencional han conseguido así hacer creer que sus análisis y las conclusiones que de ellos extraen se han impuesto porque son «científicos», en consecuencia objetivos, neutros e inevitables. Esto no es cierto. La economía llamada «pura» sobre l a que basan sus análisis no trata de la realidad, sino de un sistema imaginario que no solo no constituye ni siquiera una aproximación a la realidad sino que se sitúa diametralmente en sus antípodas. El capitalismo realmente existente es algo completamente distinto.
Esta economía imaginaria amalgama los conceptos y confunde progreso con expansión capitalista, mercado con capitalismo. Los movimientos sociales deben desembarazarse de sus confusiones para poder desarrollar estrategias eficaces.
La confusión entre los dos conceptos —la realidad (la expansión capitalista) y lo deseable (el progreso en un determinado sentido)— es la causa de muchos desengaños de los críticos de las políticas que se llevan a la práctica. Porque los discursos dominantes amalgaman sistemáticamente ambos conceptos: proponen medios que permiten la expansión del capital y califican de «desarrollo» el resultado de ello, o el posible resultado, según ellos. Pero la lógica de la expansión del capital no supone ningún resultado que pueda calificarse en términos de «desarrollo». No supone, por ejemplo, el pleno empleo, ni una cuota previamente establecida de desigualdad (o de igualdad) en la distribución de los ingresos. La lógica de esta expansión está guiada por la búsqueda de beneficios para las empresas. Esta lógica puede conllevar, en ciertas condiciones, el crecimiento o el estancamiento, la expansión del empleo o su reducción, puede servir para reducir las desigualdades de renta o acentuarlas, según las circunstancias.
Una vez más, la confusión existente entre el concepto de «economía de mercado» y el de «economía capitalista» es fuente de un peligroso debilitamiento de la crítica dirigida contra las políticas reales. El «mercado», que por naturaleza hace referencia a la competencia, no es el «capitalismo», cuyo contenido está precisamente definido por los límites a la competencia que implica el monopolio de la propiedad privada, incluido el control oligopólico (de algunos, y por tanto con exclusión de los otros). El «mercado» y el capitalismo constituyen dos conceptos distintos. Como lo ha analizado a la perfección Braudel, el capitalismo realmente existente es incluso lo contrario de lo que sería el mercado imaginario.
Por otra parte, el capitalismo realmente existente no funciona como un sistema de competencia entre los beneficiarios del monopolio de la propiedad (competencia entre ellos y contra los demás). Su funcionamiento exige la intervención de una autoridad colectiva que represente al capital en su conjunto. Así pues, el Estado no puede separarse del capitalismo. Ahora bien, las políticas del capital, y por tanto del Estado en tanto que representante de este y en la medida en que lo es, tienen sus propias lógicas (concretas) para cada etapa. Estas lógicas son las que explican que, en ciertos momentos, la expansión del capital conlleve el aumento del empleo y en otros su reducción. Estas lógicas no son, pues, la expresión de «leyes del mercado», formuladas en abstracto como tales, sino exigencias de la rentabilidad del capital en ciertas condiciones históricas.
No hay entonces unas «leyes de la expansión capitalista» que se impongan como una fuerza casi sobrenatural. No hay deter— minismo histórico anterior a la historia. Las tendencias inherentes a la lógica del capital siempre chocan con la resistencia a su expansión de ciertas fuerzas sociales. En este sentido el Estado casi nunca es tan solo el Estado del capital, ya que este también está en el centro del conflicto que existe entre el capital y la sociedad.
Por ejemplo, la industrialización de la periferia a partir de la posguerra, entre 1945 y 1990, no es un resultado natural de la expansión capitalista, sino una consecuencia de las condiciones favorables a la misma creadas por las victorias de los movimientos de liberación nacional que impusieron esa industrialización, a la cual el .............................[...........]