INDICE Volumen 1
INTRODUCCIÓN GENERAL
SOBRE LA TEMÁTICA, LA METODOLOGÍA, LA CUESTIÓN DE LA OBJETIVIDAD Y LOS PROBLEMAS DE LA HISTORIOGRAFÍA EN GENERAL
Capitulo 1. ANTECEDENTES EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
Israel
El asentamiento y el “buen Dios”
La pena de muerte y la “guerra santa“
Los estragos de David y los traductores modernos de la Biblia
Judá, Israel y “el azote del Señor”
Clericalismo reaccionario y orígenes de la teocracia
Mucho dinero para “el Señor”: el óbolo del Templo
El belicismo sacro de los Macabeos
La guerra judía (66-70)
Bar Kochba y la “última guerra de Dios” (131-136)
Capitulo 2. EMPIEZAN DOS MILENIOS DE PERSECUCIONES CONTRA LOS JUDÍOS
La religión judía, tolerada por el Estado pagano
Interpretatio Christiana
Manifestaciones antijudías en el Nuevo Testamento
El antijudaísmo en la Iglesia de los siglos II al IV
Efrén, doctor de la Iglesia y antisemita
Juan Crisóstomo, doctor de la Iglesia y antisemita
Los santos Jerónimo e Hilario de Poitíers, antisemitas
Embustes antijudíos de la Iglesia y su influencia sobre el derecho laico
Capitulo 3. PRIMERAS INSIDIAS DE CRISTIANOS CONTRA CRISTIANOS
En los orígenes del cristianismo no existió una “fe verdadera”
Primeros “herejes” en el Nuevo Testamento
Despreciadores de padres, de hijos, de “falsos mártires” por amor de Dios
El Cantar de Ágape y las “bestias negras” del siglo II (Ignacio, Ireneo, Clemente de Alejandría)
Las “bestias con cuerpo humano” del siglo III (Tertuliano, Hipólito, Cipriano)
El “Dios de la paz” y los “hijos de Satanás” en el siglo IV (Pacomio, Epifanio, Basilio, Eusebio, Juan Crisóstomo, Efrén, Hilario)
San Jerónimo y sus “reses para el matadero del infierno”
Capitulo 4. PRIMEROS ATAQUES CONTRA EL PAGANISMO
La temática antipagana en el cristianismo primitivo
Compromisos y odio antipagano en el Nuevo Testamento
La difamación del cosmos y de la religión y la cultura paganas (Arístídes, Atenágoras, Tatiano, Tertuliano, Clemente y otros)
Las persecuciones contra los cristianos en el espejo de la historiografía eclesiástica
Los emperadores paganos vistos retrospectivamente
Celso y Porfirio: los primeros adversarios del cristianismo
Capitulo 5. SAN CONSTANTINO, EL PRIMER EMPERADOR CRISTIANO, ”SÍMBOLO DE DIECISIETE SIGLOS DE HISTORIA ECLESIÁSTICA”
Los nobles ancestros y el terror del Rin
Guerra contra Majencio
Primeros privilegios para el clero cristiano
Guerra contra Maximino Daia
Guerra contra Licinio
El clero católico, cada vez más favorecido
Constantino como salvador, libertador y vicario de Dios
De la Iglesia pacifista a la Iglesia del páter castrense
Vida familiar cristiana y rigorismo de las prácticas penales
Constantino contra judíos, “herejes” y paganos
Capitulo 6. PERSIA, ARMENIA Y EL CRISTIANISMO
San Gregorio destruye el paganismo armenio y funda un patriarcado hereditario
El primer Estado cristiano del mundo: una guerra tras otra “ en nombre de Cristo”
Planes ofensivos de Constantino y las Disertaciones sobre la guerra del padre Atanasio
Capitulo 7. LOS HIJOS CRISTIANOS DE CONSTANTINO Y SUS SUCESORES
La primera dinastía cristiana fundada sobre el exterminio familiar
Primeras guerras entre cristianos devotos
Constancio y su gobierno de estilo cristiano
Un padre de la Iglesia que predica el saqueo y la matanza
Primeros asaltos a los templos. Torturas y terrorismo judicial bajo Constancio
Hecatombes bajo el piadoso Galo
La reacción pagana bajo Juliano
Cuentos de la vieja cristianos
Joviano, Valentiniano I y Valente
Ríos de sangre bajo el católico Valentiniano I
Temblor y crujir de dientes bajo el amano Valente
BIBLIOGRAFIA
Fuentes secundarias
INTRODUCCIÓN GENERAL
SOBRE LA TEMÁTICA, LA METODOLOGÍA, LA CUESTIÓN DE LA OBJETIVIDAD Y LOS PROBLEMAS DE LA HISTORIOGRAFÍA EN GENERAL
“El que no escriba la historia universal como historia criminal, se hace cómplice de ella.”
K.D.[1]
“Yo condeno el cristianismo, yo formulo contra la Iglesia cristiana la más formidable acusación que jamás haya expresado acusador alguno. Ella es para mí la mayor de todas las corrupciones imaginables, [...] ella ha negado todos los valores, ha hecho de toda verdad una mentira, de toda rectitud de ánimo una vileza. [...] Yo digo que el cristianismo es la gran maldición, la gran corrupción interior, el gran instinto de venganza, para el que ningún medio es demasiado venenoso, secreto, subterráneo, bajo; la gran vergüenza eterna de la humanidad [...].”
FRIEDRICH NIETZSCHE[2]
“Abrasar en nombre del Señor, incendiar en nombre del Señor, asesinar y entregar al diablo, siempre en nombre del Señor.”
GEORG CHRISTOPH LICHTENBERG[3]
“Para los historiadores, las guerras vienen a ser algo sagrado; rompen a modo de tormentas saludables o por lo menos inevitables que, cayendo desde la esfera de lo sobrenatural, vienen a intervenir en el decurso lógico y explicado de los acontecimientos mundiales. Odio ese respeto de los historiadores por lo sucedido sólo porque ocurrió, sus falsas reglas deducidas a posteriori, su impotencia que los induce a postrarse ante cualquier forma de poder.”
ELIAS CANETTI[4]
Para empezar, voy a decir lo que no debe esperar el lector.
Como en todas mis críticas al cristianismo, aquí faltarán muchas de las cosas que también pertenecen a su historia, pero no a la historia criminal del cristianismo que indica el título. Eso que también pertenece a la historia se encuentra en millones de obras que atiborran las bibliotecas, los archivos, las librerías, las academias y los desvanes de las casas parroquiales; el que quiera leer este material puede hacerlo mientras tenga vida, paciencia y fe.
No. A mí no me llama la vocación a discurrir, por ejemplo, sobre la humanidad como “masa combustible” para Cristo (según Dieringer), ni sobre el “poder inflamatorio” del catolicismo (Von Balthasar), a no ser que hablemos de la Inquisición. Tampoco me siento llamado a entonar alabanzas a la vida entrañable que “reinaba en los países católicos [...] hasta épocas bien recientes”, ni quiero cantar las “verdades reveladas bajo el signo del júbilo” que, según el católico Rost, figura entre “las esencias del catolicismo”.
No seré yo tampoco el cantor del “coral gregoriano”, ni de “la cruz de término adornando los paisajes”, ni de “la iglesiuca barroca de las aldeas”, que tanto encandilaban a Walter Dirks. Ni siento admiración por el calendario eclesiástico, con su “domingo blanco”, por más que Napo- león dijese, naturalmente poco antes de morir, que «el día más bello y más feliz de mi vida fue el de mi primera comunión” (con imprimatur). ¿O debo decir que el IV Concilio de Toledo (633) prohibió cantar el Aleluya, no ya durante la semana de la Pasión, sino durante toda la Cuaresma? ¿Que fue también allí donde se dictaminó que la doxología trinitaria debía decir al final de los Salmos, Gloria et honor patri y no sólo Gloria patri.[5]
Poco hablaremos de gloria et honor ecclesiæ o de la influencia del cristianismo, supuesta o realmente (como alguna vez ocurriría) positiva. No voy a contestar a la pregunta:
¿para qué sirve el cristianismo? Ese título ya existe. Esa religión tiene miles, cientos de miles de panegiristas y defensores; tiene libros en los que (pese a tantas “debilidades”, tantos ”errores”, tantas “flaquezas humanas”, ¡ay!, en ese pasado tan venerable y glorioso) aquéllos presumen de la “marcha luminosa de la Iglesia a través de las eras” (Andersen), y de que la Iglesia (en ésta y en otras muchas citas) es “una” y “el cuerpo vivo de Cristo” y “santa”, porque “su esencia es la santidad, y su fin la santificación” (el benedictino Von Rudioff); mientras que todos los demás, y los “herejes” los primeros, siempre están metidos hasta el cuello en el error, son inmorales, criminales, están totalmente corrompidos, y se hunden o se van a hundir en la miseria; tiene historiadores “progresistas” y deseosos de que se le reconozcan méritos, repartiendo siempre con ventaja las luces y las sombras, para matizar que ella promovió siempre la marcha general hacia la salvación y el progreso.[6]
Se sobreentiende, a todo esto, que los lamentables detalles secundarios (las guerras de religión, las persecuciones, los combates, las hambrunas) estaban en los designios de Dios, a menudo inescrutables, siempre justos, cargados de sabiduría y de poder salvífíco, pero no sin un asomo de venganza, “la venganza por no haber sido reconocida la Iglesia, por luchar contra el papado en vez de reconocerle como principio rector” (Rost).[7]
Dado el aplastante predominio de las glorificaciones entontecedoras, engañosas, mentirosas, ¿no era necesario mostrar, poder leer, alguna vez lo contrario, tanto más, por cuanto está mucho mejor probado? Una historia negativa del cristianismo, en realidad ¿no sería el desiderátum que reclamaba o debía inducir a reclamar tanta adulación? Al menos, para los que quieren ver siempre el lado que se les oculta de las cosas, el lado feo, que es muchas veces el más verdadero.
El principio de audi alteram partem apenas reza para una requisitoria. Picos de oro sí tenemos muchos..., eso hay que admitirlo; generalmente lacónicos, sarcásticos, cuyo estudio en cientos de discusiones y siempre que sea posible debo recomendar y encarecer expresamente, en el supuesto que nos acordemos de compararlos con algún escrito de signo contrario y que esté bien fundamentado.
El lector habrá esperado una historia de “los crímenes del cristianismo”, no una mera historia de la Iglesia. (La distinción entre la Iglesia y el cristianismo es relativamente reciente, pudiendo considerarse que no se remonta más allá del Siglo de las Luces, y suele ir unida a una devaluación del papel de la Iglesia como mediadora de la fe.) Por supuesto, una empresa así tiene que ser una historia de la Iglesia en muchos de sus puntos, una descripción de prácticas institucionales de la Iglesia, de padres de la Iglesia, de cabezas de la Iglesia, de ambiciones de poder y aventuras violentas de la Iglesia, de explotación, engaño y oscurantismo puramente eclesiásticos.
Sin duda tendremos que considerar con la debida atención las grandes instituciones de la Ecclesia, y en especial el papado, “el más artificial de los edificios” que, como dijo Schiller, sólo se mantiene en pie “gracias a una persistente negación de la verdad”, y que fue llamado por Goethe “Babel” y “Babilonia”, y “madre de tanto engaño y de tanto error”. Pero también será preciso que incluyamos las formas no eclesiásticas del cristianismo: los heresiarcas con los heresiólogos, las sectas con las órdenes, todo ello medido, no con arreglo a la noción general, humana, de la criminalidad, sino en comparación con la idea ética central de los Sinópticos, con la interpretación que da el cristianismo de sí mismo como religión del mensaje de gozo, de amor, de paz y como “historia de la salvación”; esta idea, nacida en el siglo XIX, fue combatida en el XX por teólogos evangélicos como Barth y Bultman, aunque ahora recurren a ella de buena gana los protestantes, y que pretendería abarcar desde la “creación” del mundo (o desde el “primer advenimiento de Cristo, ” hasta el “Juicio final”, es decir, “todos los avalares de la Gracia” (y de la desgracia), como escribe Darlapp.[8]
El cristianismo será juzgado también con arreglo a aquellas reivindicaciones que la Iglesia alzó y dejó caer posteriormente: la prohibición del servicio de las armas para todos los cristianos, luego sólo para el clero; la prohibición de la simonía, del préstamo a interés, de la usura y de tantas cosas más. San Francisco de Sales escribió que “el cristianismo es el mensaje gozoso de la alegría, y si no trae alegría no es cristianismo”; pues bien, para el papa León XIII, “el principio sobrenatural de la Iglesia se distingue cuando se ve lo que a través de ella ocurre y se hace”.[9]
Como es sabido, hay una contradicción flagrante entre la vida de los cristianos y las creencias que profesan, contradicción a la que, desde siempre, se ha tratado de quitar importancia señalando la eterna oposición entre lo ideal y lo real..., pero no importa. A nadie se le ocurre condenar al cristianismo porque no haya realizado del todo sus ideales, o los haya realizado a medias, o nada. Pero tal interpretación “equivale a llevar demasiado lejos la noción de lo humano e incluso la de lo demasiado humano, de manera que, cuando siglo tras siglo y milenio tras milenio alguien realiza lo contrario de lo que predica, es cuando se convierte, por acción y efecto de toda su historia, en paradigma, personificación y culminación absoluta de la criminalidad a escala histórica mundial”, como dije yo durante una conferencia, en 1969, lo que me valió una visita al juzgado.[10]
Porque ésa es en realidad la cuestión. No es que se haya faltado a los ideales en parte, o por grados; no, es que esos ideales han sido literalmente pisoteados, sin que los que tal hacían depusieran ni por un instante sus pretensiones de campeones de aquéllos, ni dejaran de autoproclamarse la instancia moral más alta del mundo. Entendiendo que tal hipocresía no expresaba una “debilidad humana”, sino bajeza espiritual sin parangón, abordé esta historia de crímenes bajo la idea siguiente: Dios camina sobre abarcas del diablo (véase el epílogo de este volumen).
Pero al mismo tiempo, mi trabajo no es sólo una historia de la Iglesia sino, precisamente y como expresa el título, una historia del cristianismo, una historia de dinastías cristianas, de príncipes cristianos, de guerras y atrocidades cristianas, una historia que está más allá de todas las cortapisas institucionales o confesionales, una historia de las numerosas formas de acción y de conducta de la cristiandad, sin olvidar las consecuencias secularizadas que, apartándose del punto de partida, han ido desarrollándose en el seno de la cultura, de la economía, de la política, en toda la extensión de la vida social. ¿No coinciden los mismos historiadores cristianos de la Iglesia en afirmar que su disciplina abarca “el radio más amplio de las manifestaciones vitales cristianas” (K. Bornkamm), que integra “todas las dimensiones imaginables de la realidad histórica” (Ebeling) sin olvidar “todas las variaciones del contenido objetivo real” (Rendtorff)?[11]
Cierto que la historiografía distingue entre la llamada historia profana (es ésta una noción usual tanto entre teólogos como entre historiadores, por contraposición a lo sagrado o santo) y la historia de la Iglesia. Aun teniendo en cuenta que ésta no se constituyó como disciplina independiente hasta el siglo XVI, y por mucho que cada una de ellas quiera enfilar (no por casualidad) rumbos distintos, realmente la historia de la Iglesia no es más que un campo parcial de la historia general, aunque a diferencia de ésta guste de ocultarse, como “historia de la salvación”, tras los “designios salvíficos de Dios”, y la “confusión de la gracia divina con la falibilidad humana” (Bláser) se envuelva en la providencia, en la profundidad metafísica del misterio.[12]
En este campo los teólogos católicos suelen hacer maravillas. Por ejemplo, para Hans Urs von Balthasar, ex jesuita y considerado en general como el teólogo más importante de nuestro siglo después de su colega Karl Rahner, el motor más íntimo de la historia es el “derramamiento” de la semilla de Dios [...] en el seno del mundo. [...] El acto generador y la concepción, sin embargo, tienen lugar en una actitud de máxima entrega e indiferenciación. [...] La Iglesia y el alma que reciben el nombre de la Palabra y su sentido deben abrírsele en disposición femenina, sin oponer resistencia, sin luchar, sin intentar una correspondencia viril, sino como entregándose en la oscuridad”.[13]
Tan misteriosa “historia de la salvación” (y en este caso descrita por medio de una no muy afortunada analogía), nebulosa aunque pretendidamente histórico-crítica, pero inventada en realidad bajo una premisa de renuncia al ejercicio de la razón, es inseparable de la historia general, o mejor dicho, figura entre los camaranchones más oscuros y malolientes de la misma. Es verdad que dicen que el Reino de Cristo no es de este mundo, y que se alaban, principalmente para contraponerse a la interpretación marxista de la historia, de que ellos ven ésta como espiritualidad, como “entelequia trascendente”, como “prolongación del mensaje de Dios redivivo” (Jedin); precisamente, los católicos gustan de subrayar el carácter esotérico de la “verdadera” historia, “le mystére de l’histoire” (De Senarclens). Como aseguran, “la trascendencia de todo progreso” está ya realizada en Cristo (Daniélou); sin embargo, los “vicarios” de éste y sus portavoces cultivan intereses de la más rabiosa actualidad. Papas y obispos, en particular, jamás han desdeñado medio alguno para estar a bien con los poderosos, para rivalizar con ellos, para espiarlos, engañarlos y, llegado el caso, dominarlos. Con ambos pies bien plantados en este mundo, podríamos decir, como si estuvieran dispuestos a no abandonarlo jamás.[14]
Esa línea de conducta empezó de una forma harto contundente a principios del siglo IV, con el emperador Constantino, a quien no en vano hemos dedicado el capítulo más largo de este volumen, y se prolonga a través de las teocracias del Occidente medieval hasta la actualidad. Los imperios de Clodoveo, Carlomagno, Olaf, Alfredo y otros, y no digamos el Sacro imperio romano-germano, se construyeron así sobre bases exclusivamente cristianas. Muchos príncipes, por convicción o por fingimiento, alegaron que sus creencias eran el móvil de su política, o mejor dicho, la cristiandad medieval lo remitía todo a Dios y a Jesucristo, de tal manera que hasta bien entrado el siglo XVI la historia de la Iglesia coincidió en gran medida con la historia general, y hasta hoy resulta imposible dejar de advertir la influencia de la Iglesia sobre el Estado en múltiples manifestaciones. En qué medida, con qué intensidad, de qué maneras: dilucidar eso, dentro de mi tema y a través de las distintas épocas, es uno de los propósitos principales de mi obra.
La historia general del cristianismo en sus rasgos más sobresalientes ha sido una historia de guerras, o quizás de una única guerra interna y externa, guerra de agresión, guerra civil y represión ejercida contra los propios súbditos y creyentes. Que de lo robado y saqueado se diese al mismo tiempo limosna (para adormecer la indignación popular), o se pagase a los artistas (por parte de los mecenas deseosos de eternizarse a sí mismos y eternizar su historia), o se construyesen caminos (para facilitar las campañas militares y el comercio, para continuar la matanza y la explotación), no debe importarnos aquí.
Por el contrario, sí nos interesa la implicación del alto clero, y en particular del papado, en las maniobras políticas, así como la dimensión y la relevancia de su ascendiente sobre príncipes, gobiernos y constituciones. Es la historia de un afán parasitario, primero para independizarse del emperador romano de Oriente, luego del de Occidente, tras lo cual enarbolará la pretensión de alcanzar también el poder temporal sirviéndose de consignas religiosas. Muchos historiadores han considerado indiscutible que la prosperidad de la Iglesia tuvo su causa y su efecto en la caída del Estado romano. El mensaje de que “mi Reino no es de este mundo” se vio reemplazado por la doctrina de los dos poderes (según la cual la autoritas sacrata pontificum y la regalis potestas serían mutuamente complementarias); después dirán que el emperador o el rey no eran más que el brazo secular de la Iglesia, pretensión ésta formulada en la bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII y que no es depuesta of icialmente hasta León XIII (fallecido en 1903), lo que de todas maneras no significa gran cosa. La Cristiandad occidental, en cualquier caso, “fue esencialmente creación de la Iglesia católica”, “la Iglesia, organizada de la hierocracia papal hacia abajo hasta el más mínimo detalle, la principal institución del orden medieval” (Toynbee).[15]
Forman parte de la cuestión las guerras iniciadas, participadas o comandadas por la Iglesia: el exterminio de naciones enteras, de los vándalos, de los godos, y en Oriente la incansable matanza de eslavos..., gentes todas ellas, según las crónicas de los carolingios y de los Otones, criminales y confundidas en las tinieblas de la idolatría, que era preciso convertir por todos los medios, sin exceptuar la traición, el engaño y la vesanía, ya que en la Alta Edad Media el proceso de evangelización tenía un significado militante, como luchar por Cristo con la espada, “guerra santa”, nova religio, única garantía de todo lo bueno, lo grande y lo eterno. Cristo, descrito como soldado desde los más antiguos himnos medievales, combatiente, se convierte en caudillo de los ejércitos, rey, vencedor por antonomasia. El que combate a su favor por Jerusalén, por la “tierra de promisión”, tiene por aliadas las huestes angélicas y a todos los santos, y será capaz de soportar todas las penalidades, el hambre, las heridas, la muerte. Porque, si cayese, le espera el premio máximo, mil veces garantizado por los sacerdotes, ya que no pasará por las penas del purgatorio, sino que irá directo del campo de batalla al Paraíso, a presencia del Sagrado Corazón de Jesús, ganando “la eterna salvación”, “la corona radiante del Cielo”, la requies aeterna, vita aeterna, salus perpetua... Los así engañados se creen invulnerables (lo mismo que los millones de víctimas de los capellanes castrenses y del “detente bala” en las guerras europeas del siglo XX) y corren hacia su propia destrucción con los ojos abiertos, ciegos a toda realidad.[16]
Hablaremos de las cruzadas, naturalmente, que durante la Edad Media fueron unas guerras estrictamente católico romanas, grandes crímenes del papado, que fueron perpetrados en la seguridad de que, “aunque no hubiese otros combatientes sino huérfanos, niños de corta edad, viudas y réprobos, es segura la victoria sobre los hijos del demonio”. Sólo la muerte evitó que el primer emperador cristiano emprendiese una cruzada contra los persas (véase el final del capítulo 5); no se tardaría demasiado en organizar la inacabable secuencia de “romerías en armas”, convertidas en una “empresa permanente”, en una idea, en un tema que por ser “repetido incesantemente, acaba por empapar las sociedades humanas, e incluso las estructuras psíquicas” (Braudel). Porque el cristiano quiere hacer dichoso al mundo entero con sus “valores eternos”, sus “verdades santificantes”, su “salvación final” que, en demasiadas ocasiones, se ha parecido excesivamente a la “solución final”; un milenio y medio antes de Hitler, san Cirilo de Alejandría ya sentó el primer ejemplo de gran estilo católico apostólico contra los judíos. El europeo siempre sale de casa en plan de “cruzada”, ya sea en la misma Europa o en África, Asia y América, “aun cuando sea sólo cuestión de algodón y de petróleo” (Friedrich Heer). Hasta la guerra del Vietnam fue considerada como una cruzada por el obispado estadounidense quien, durante el Vaticano II, incluso llegó a pedir el empleo de las armas nucleares para salvar la escuela católica. Porque “incluso la bomba atómica puede ponerse al servicio del amor al prójimo” (según el protestante Künneth, transcurridos trece años de la explosión de Hiroshima).[17]
La psicosis de cruzada, fenómeno que todavía muestra su virulencia en la actual confrontación Este-Oeste, produce mini cruzadas aquí y allá, como la de Bolivia en 1971, sin ir más lejos, que fue resumida por el Antonius, órgano mensual de los franciscanos de Baviera, en los términos siguientes: “El objetivo siguiente fue el asalto a la Universidad, al grito de batalla por Dios, la patria y el honor contra el comunismo [...], siendo el héroe de la jornada el jefe del regimiento, coronel Celich: He venido en nombre propio para erradicar de Bolivia el comunismo. Y liquidó personalmente a todos los jóvenes energúmenos hallados con las armas en la mano. [...] Ahora Celich es ministro del Interior y actuará seguramente con mano férrea, siendo de esperar que ahora mejoren un poco las cosas, ya que con la ayuda de la Santísima Virgen puede considerarse verdaderamente exterminado el comunismo de ese país.”[18]
Aparte de las innumerables complicidades de las Iglesias en otras atrocidades “seculares”, comentaremos las actividades terroristas específicamente clericales como la lucha contra la herejía, la Inquisición, los pogromos antisemitas, la caza de brujas o de indios, etcétera, sin olvidar las querellas ............................