índice
Capítulo I. EMBRUTECIMIENTO
LA RUINA DE LA CULTURA ANTIGUA
IRRUMPE LA OBSESIÓN CRISTIANA POR LOS ESPÍRITUS
Capítulo II. EXPLOTACIÓN
A PRÉDICA ECLESIÁSTICA
LA PRAXIS DE LA IGLESIA
MANTENIMIENTO Y CONSOLIDACIÓN DE LA ESCLAVITUD
Capítulo III, ANIQUILACIÓN
LA DESTRUCCIÓN DE LIBROS POR PARTE DE LOS CRISTIANOS EN LA ANTIGÜEDAD
OBSERVACIÓN FINAL
CAPITULO 1. EMBRUTECIMIENTO
«¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el disputador de las cosas de este mundo? ¿No ha hecho Dios necedad la sabiduría de este mundo?»
(ICo.1,20)
«La charlatanería la inicia entre vosotros el maestro de escuela y como habéis dividido la ciencia en partes, os habéis alejado de la única verdadera.»
TACIAN0[1]
«Después de Jesucristo es ya ociosa toda investigación. Si creemos, ya no exigimos nada que vaya más allá de nuestra fe.»
TERTULIANO[2]
«Si deseas leer narraciones históricas, ahí tienes el LIBRO DE LOS REYES.
Si, por el contrario, quieres leer a los sabios y filósofos, tienes a los profetas [...]. Y si anhelas los himnos, tienes también los salmos de David.»
CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA (SIGLO III)[3]
«La religión es, por consiguiente, el núcleo central de todo el proceso educativo y debe impregnar todas las medidas educativas.»
LÉXICO PARA LA VIDA CATÓLICA (1952) [4]
LA RUINA DE LA CULTURA ANTIGUA
«El ideal clásico de la educación griega tenía por base una profunda comprensión global del hombre, en la profunda valoración de éste y en su meta.» «Nada oímos, sin embargo, acerca de fundación de escuelas elementales, y no digamos ya de escuelas de gramática, por parte de los cristianos.»
HANS VON SCHUBERT[5]
«Toda la educación queda subordinada a la cristianización.»
BALLAUF[6]
«Para toda la situación educativa del mundo antiguo en el siglo V siguió siendo característico el hecho de la ausencia de toda investigación científica con el claro objetivo de obtener un determinado progreso.»
J. VOGT[7]
«Pero este desprecio de la razón y de la ciencia que se enseñoreó del
poder se distanció cada vez más de la cultura del mundo antiguo conduciendo a la superstición y la incultura. Al final de este camino se erguía la amenaza de la recaída en la barbarie.»
HEINRICH DANNENBAUER[8]
La educación entre los griegos, los romanos y los judíos
En la época helenística, la educación y la cultura alcanzaron un alto nivel bajo la influencia de los griegos. Éstos, en cuyas escuelas la juventud, ya desde el siglo V antes de Cristo, trababa conocimiento con aquellos autores que unían en sí la fuerza poética y la utilidad pedagógica, fueron quienes introdujeron en la historia el concepto de cultura así como el de una ocupación libre y sistemática del espíritu, legándoselos a Europa con su impronta decisiva. Ya antes de la creación de centros de enseñanza permanentes, los sofistas, aquellos «maestros de la sabiduría» de los siglos V y IV, se convirtieron en portadores de la ilustración antigua. Su aspiración era la de una educación polifacética, la de un saber lo más amplio y variado posible, pero bien ordenado, puesto al servicio del sostén de la vida y, especialmente, de la «virtud» política (arete), aspiración que les llevó a revolucionar la pedagogía.[9]
Sócrates, que se debatió críticamente con los sofistas y especialmente con su subjetivismo, enseñando por su parte el método de la continua interrogación, el «método socrático», trató, con sus artes de partero espiritual (la mayéutica), de conducir a los hombres a un pensamiento propio, emancipado, y a la toma de decisiones éticas propias. Desenmascaró lo especulativamente gratuito, el saber aparente, los denominados órdenes de lo objetivo, la costumbre, el estado, la religión, siendo el primero que fundamentó el ámbito de lo moral, no en aquellos órdenes, sino en la mayoría de edad del individuo, en la autoconciencia, en el «Daimonion», lo que acabó acarreándole la pena de muerte.[10]
También Isócrates, en las antípodas de Platón, ejerció una fuerte influencia en la educación antigua. Él intentó, adicionalmente, fomentar la prevalencia del hombre en la vida práctica y política, intentando unir una amplia erudición con la pulcritud sintáctica y la claridad de pensamiento, adquirida gracias al cultivo de las matemáticas. Sus ideas acerca de la educación y la cultura han dejado una fuerte impronta en la pedagogía y la actividad formad va posteriores a la Antigüedad.[11]
En la época helenística, los niños quedaban en general al cuidado de la madre o de un aya hasta la edad de siete años. Después se les confiaba a un prolongado proceso de enseñanza escolar. Ese proceso abarcaba la lectura, la escritura, el cálculo y la introducción en la obra de los clásicos, pero también comprendía el canto, la música y ejercicios gimnásticos y militares. Todo culminaba con la formación retórica, el adiestramiento imprescindible en el uso de la palabra y del pensamiento. A ello se sumaba después la filosofía, concebida a menudo como contraste. No existía aún propiamente un estudio especializado, salvo el de la medicina y, posteriormente, el de la jurisprudencia. La instrucción de las muchachas era algo infrecuente. Las referencias a valores éticos eran continuas y en general se pretendía transformar al hombre íntegro —incluidas sus potencialidades físicas y psíquicas, su sensibilidad ética y estética— en una personalidad lo más perfecta posible sin que hubiese, con todo, «una instrucción propiamente religiosa» (Blomenkamp).[12]
En la antigua Roma el niño quedaba de inmediato bajo la égida de la madre, altamente respetada. Después era el padre el encargado de su educación. Más o menos a los dieciséis años, el romano recibía una especie de instrucción política general (tirociniumforÍ). Con vistas a su futuro empleo al servicio del Estado, su educación se orientaba de pleno a la vida práctica; su adiestramiento físico tenía carácter premilitar y el psíquico se limitaba a conocimientos de uso concreto, de jurisprudencia, por ejemplo. Bajo la influencia griega, las escuelas latinas se fueron asemejando gradualmente a las helenísticas tanto por lo que respecta a su estructura como en lo tocante a las materias y los métodos. Gracias a los profundos cambios en la estratificación social en la época del imperio tardío, se generalizaron, fomentadas por los emperadores, las escuelas elementales casi hasta los últimos confines del imperio, no faltando las de gramática en ninguna ciudad medianamente importante. Todo parece indicar que las muchachas asistían a las elementales y las chicas de buena familia incluso a las de gramática. El estoico Musonio (30-108, aproximadamente) exigía para las muchachas, como ya lo indican incluso los títulos de algunos de sus libros —Que también las mujeres han de filosofar. Sobre si se ha de dar a las hijas la misma educación que a los hijos—, una escolarización semejante a la de los chicos y valoraba por igual a ambos sexos.[13]
El sistema educativo grecorromano, considerado como un todo, tenía por objeto el desarrollo de todas las capacidades humanas. Los emperadores favorecieron la difusión de escuelas superiores. El programa educativo era lo más amplio posible y la cultura constituía un poder realmente determinante en la Antigüedad tardía. Por parte de toda la sedicente buena sociedad en torno al Mediterráneo era objeto de una veneración poco menos que religiosa y aparte de ir íntimamente unida al paganismo estaba firmemente orientada al más acá, pues si bien integraba también a la divinidad no se regía por ésta sino por disposiciones humanas.[14]
Muy distinto era el ideal sustentado por el judaísmo, que unió estrechamente educación y religión.
En el Antiguo Testamento el mismo Dios entra una y otra vez en escena como padre y educador y raras veces educa sin castigo disciplinar. De ahí que el Antiguo Testamento hebreo traduzca habitualmente el concepto de educación con el término jisser o con el sustantivo musar, que en primer término significan punición, y adicionalmente pueden significar disciplina y formación. El castigo físico está al servicio de la educación y ésta —buena muestra del amor paterno— desemboca a menudo en el castigo físico. El hombre es concebido en el pecado, nace en la culpa y es malo desde su adolescencia. «Quien flaquea con la vara, odia a su hijo.» Hay que castigarlo desoyendo sus lamentos. Los golpes y la disciplina son siempre prueba de sabiduría.[15]
En consecuencia también el judaísmo rabínico vinculaba estrechamente educación y religión y también él consideraba a Dios educador y castigador. Con cinco años, según el tratado Aboth, 5, 24, es ya necesario aplicarse al estudio de las Escrituras; con diez al de la Mischna y con quince al del Talmud. (La instrucción de las muchachas carecía para ellos de todo valor. Éstas no debían asistir a ninguna escuela pública y en la época talmúdica era usual que se casasen con trece años escasos.) La asistencia a la escuela no era propiamente obligatoria, pero las escuelas eran a menudo anejas a las sinagogas y los textos sagrados constituían la base de toda la enseñanza. Ya la lectura se enseñaba al hilo de textos bíblicos. (También según el programa de enseñanza del Doctor de la Iglesia san Jerónimo había que aprender a leer silabeando los nombres de los apóstoles, de los profetas y del árbol genealógico de Cristo.) La sabiduría mundana no hallaba allí cabida. En cuanto que trasmisor de la divina sabiduría, el maestro gozaba, sin embargo, de mayor estima que entre griegos y romanos. ¡El profundo respeto ante él debía igualar al que se sentía por el cielo![16]
Muchos aspectos de esta educación judía nos recuerdan la educación del primer cristianismo, pero en ésta dejó también su impronta la helenística.
El cristianismo —ya desde los tiempos de Jesúsenseña a odiar todo cuanto no esté al servicio de Dios
El Evangelio fue originariamente un mensaje apocalíptico, escatológico, una predicación del inminente fin del mundo. La fe de Jesús y de sus discípulos era, a este respecto, firme como una roca, por lo que cualquier cuestión pedagógica carecía de toda relevancia para ellos. No mostraban el más mínimo interés por la educación o la cultura. La ciencia y la filosofía, así como el arte, no les preocupaban en absoluto. Hubo que esperar nada menos que tres siglos para contar con un arte cristiano. Las disposiciones eclesiásticas, incluso las promulgadas en épocas posteriores, miden con el mismo rasero a los artistas, a los comediantes, a los dueños de burdeles y a otros tipos de esa misma laya. Pronto se dará el caso de que el «lenguaje de pescadores» (sobre todo, según parece, el de las biblias latinas) provoque la mofa a lo largo de todos los siglos, si bien los cristianos lo defiendan ostensiblemente —eso pese a que también y cabalmente Jerónimo y Agustín confiesen en más de una ocasión cuánto horror les causa el extraño, desmañado y a menudo falso estilo de la Biblia—. ¡A Agustín le sonaba incluso como un cuento de viejas! (En el siglo IV algunos textos bíblicos fueron vertidos a hexámetros virgilianos, sin que ello los hiciera más sufribles.) «Homines sine litteris et idiotae», así califican los sacerdotes judíos a los apóstoles de Jesús en la versión latina de la Biblia.[17]
Como no sobrevino el Reino de Dios sobre la Tierra, la Iglesia lo sustituyó por el Reino de los Cielos hacia el que los creyentes tuvieron que orientar su vida entera, entiéndase: según los planes de la Iglesia; entiéndase, exclusivamente en provecho de la Iglesia; entiéndase, exclusivamente en interés del alto clero. Pues cuando quiera y dondequiera que este clero hable de Iglesia, de Cristo, de Dios y de la eternidad, lo hace única y exclusivamente en su provecho. Pretextando abogar por la salud del alma del creyente, piensa solamente en su propia salud. Y aunque podría ser que en sus primeros comienzos no identificase siempre ambas cosas, en todo caso sabía que todo ello le resultaba provechoso.
En el cristianismo, el desarrollo de las capacidades psíquicas no constituía un fin por sí mismo, cual era el caso en la pedagogía del mundo helenístico, sino sólo un medio para la educación religiosa, para la supuesta asimilación a Dios. Sin duda que también la educación cristiana debía, naturalmente, preparar para la profesión, para la vida laboral, pero lo decisivo era la meta final, la preparación para el más allá. Es sólo a partir de ella como la restante educación adquiría su sentido. Todas las virtudes de las que el cristianismo hacía especial propaganda, o sea, la humildad, la fe, la esperanza, la caridad e incluso aquellos valores que tan pródigamente tomó prestados de la ética no cristiana no fueron particularmente apreciados per se, sino más bien en cuanto conducentes a aquella meta final. Cristo, Dios, la eterna bienaventuranza, la creencia de que el cristiano «gozará de una dicha inacabable» en el más allá (Atenágoras), constituían el centro de esta domesticación educativa.[18]
En el Nuevo Testamento no es ya la pedagogía humana, a la que apenas si se aborda, lo que está en juego, sino la pedagogía de la redención divina, algo que, si prescindimos de ciertos asomos en la Stoa, apenas halla paralelo en el ámbito cultural grecorromano. Ocurre más bien que entre la concepción pedagógica cristiana, kyriocéntrica o cristocéntrica, y la Paideia helena, de carácter antropocéntrico, se dan algunas contradicciones de base. También el Nuevo Testamento, como era el caso en el Antiguo, sitúa en un primer plano la idea del rigor disciplinario. «Vivimos como sujetos a disciplina, aunque no como afligidos hasta la muerte», escribe Pablo. Y la primera carta a Timoteo, una falsificación que usurpa su nombre, alude a dos «herejes». Himeneo y Alejandro, «a quienes entregué a Satanás para que con el rigor de la disciplina, aprendan a no blasfemar». «Pues también nuestro Dios —como dice la carta a los Hebreos en alusión a Deut. 4, 24— «es un fuego devorador» (siete versículos más adelante, Deut. 4, puede leerse: «Pues Yahveh, tu Dios, es Dios misericordioso»: a gusto del interés momentáneo).[19]
Los Padres de la Iglesia prosiguen con esa tendencia. En la obra de Ireneo, creador de una primera teología propiamente pedagógica, en las de Clemente de Alejandría, Orígenes, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa, se discute a menudo la idea de una pedagogía divina y Dios se convierte en el educador propiamente dicho. Ergo toda educación debe, a su vez, ocuparse en primera y última línea de Dios y éste debe ser su cometido. De ahí que Orígenes enseñe que «nosotros desdeñamos todo cuanto es camal, transitorio y aparente y debemos hacer lo posible [...] para acceder a la vida con Dios y con los amigos de Dios». De ahí que Juan Crisóstomo exija de los padres que eduquen «paladines de Cristo» y exija la temprana y persistente lectura de la Biblia. De ahí que Jerónimo, que en cierta ocasión llama a una niña pequeña recluta y combatiente de Dios, escriba que «no queremos dividimos por igual entre Cristo y el mundo. En vez de hacemos partícipes de bienes viles y perecederos, hemos de serlo de la dicha eterna». Y tal es su enfoque pedagógico más importante: «Conozcamos en la tierra aquellas cosas cuyo conocimiento perdure para nosotros en el cielo». «Toda la educación queda supeditada a la cristianización» (Ballauf). Tampoco el Doctor de la Iglesia Basilio considera «un bien auténtico el que únicamente aporta un goce terrenal». Aquello que fomente la «consecución de otra vida», eso es «lo único que, a nuestro entender, debemos amar y pretender con todas nuestras fuerzas. Todo aquello, en cambio, que no esté orientado a esa meta, debemos desecharlo como carente de valor».[20]
Tales principios educativos que reputan como quimérico —o en caso de no ser quimérico— como «carente de valor» todo cuanto no se relacione con una supuesta vida tras la muerte, hallan su fundamento en la Biblia y hasta en el mismo Jesús: «Si alguien viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas e incluso a su propia vida, ése no puede ser mi discípulo» (!). Considérese cuántas desgracias vienen sembrando ya esas solas palabras desde hace dos mil años. Son algo inconcebiblemente funesto.
Al igual que en el Antiguo y Nuevo Testamento, la idea del castigo correctivo sigue jugando una y otra vez un papel importante en los Padres de la Iglesia y continuaría jugándolo en la educación cristiana a lo largo de dos mil años. Las consecuencias son bien conocidas.
Clemente de Alejandría subraya incansablemente la importancia pedagógica del castigo: es un instrumento educativo del Dios amoroso destinado a tener continuidad incluso en la otra vida. A este respecto. Clemente diseña toda una escala de divinos correctivos comenzando con la aprobación bondadosa y acabando con el fuego. También Orígenes valora a cada paso el castigo como recurso pedagógico, como auténtica obra de caridad. El pecador está por ello en deuda con la bondad de Dios, quien desea de ese modo salvar al hombre. Para el mismo Juan Crisóstomo los castigos de Dios no son otra cosa que medicinas. «¡Anotadlo: 08 quiero enseñar una sabiduría auténtica! ¿Por qué nos lamentamos por quienes sufren el correctivo y no por los pecadores? [...]. Pues lo que las medicinas, lo que el cauterizar y cortar son para el médico, eso es lo que los correctivos representan para Dios».[21]
El Doctor de la Iglesia Agustín, un consumado cínico —por no decir sádico— estima provechosa para los padres la misma muerte de sus hijos:
un saludable correctivo. «¿Por qué no habría de suceder algo así? —pregunta el buen pastor—. Cuando ya ha pasado, ya no afecta a los hijos y a los padres les puede servir de provecho al ser mejorados por los reveses humanos y resolver vivir más justamente.» Hay en esas palabras algo que recuerda la justificación agustiniana de la guerra: «Que yo sepa, nadie murió en ellas que no hubiese tenido que morir más tarde o más temprano». O bien: «¿Qué se puede objetar contra la guerra? ¿Acaso que en ella mueren personas que, no obstante, han de morir algún día?». «En los escritos sobre la educación infantil —escribe P. Blomenkamp refiriéndose particularmente a los Doctores de la Iglesia Jerónimo, Juan Crisóstomo y Agustín— la educación divina es presentada como modelo a los ojos de los padres».[22]
El cristianismo intentó desde un principio —y sigue intentándolo en nuestros días— dominar a los niños a través de sus padres
Ya el Antiguo Testamento enseñaba así: «Vosotros, niños, sed en todo obedientes a vuestros padres, pues eso es lo que place a Dios». Y los padres deben educar a sus hijos en «la disciplina y en la exhortación del Señor». Son incontables los escritos que han seguido al pie de la letra esa divisa hasta nuestros días, situando en el centro mismo de la educación paterna la salvación del alma del niño, es decir, el interés de la Iglesia, o sea, del clero. A eso se ha subordinado todo lo demás. De acuerdo con ello la propia vida de los padres ha de ser modélica debiendo éstos vigilar cuidadosamente con quién tienen trato sus hijos y elegir el personal de servicio adecuado. Para ello han de aplicar criterios exigentes. ¡Esa vigilancia es, efectivamente, perfecta, sin fisuras! Si los padres incurren en una transgresión nociva para esa egolatría clerical se verán amenazados por los más severos castigos al cometer un delito peor que el infanticidio, pues en tal caso son ellos quienes envían a sus hijos al fuego del infierno.[23]
La misión decisiva corresponde al padre, instancia suprema en la familia. Según Agustín, aquél debe investirse en el hogar de una función sacerdotal, o, más aún, cuasi episcopal. Y Juan Crisóstomo soflama así al pater familias: «Tú eres el profesor de toda la familia. Dios envía a tu mujer y a tus hijos a tu escuela». ¡Pues es el caso que la mujer debe, según la «Sagrada Escritura», someterse en todo al hombre! Ella no debe ni tutelarlo, ni dominarlo; no debe impartir lecciones y sí callar hasta en la misma iglesia. «Debe mantener un callado recato, pues Adán fue creado primero y sólo después Eva. Y no fue Adán quien se dejó seducir, sino la mujer...»[24]
La postergación de la mujer fue continua y ello ya en la Iglesia primigenia. Tertuliano la tilda de «trampa del infierno». Se le niega que esté hecha a imagen de Dios: «Mulier non estfacta ad imaginem Dei» (Agustín). Una frase apócrifa de Pedro dice así: «Las mujeres no son dignas de la vida». Y en 585, durante el Sínodo de Macón, un obispo desempeña un brillante papel con su explicación de que las mujeres no son seres humanos (mulierem hominem vocitari non posse). Todo ello conduciría más tarde a la hoguera.[25]
Con todo, «la mujer puede ser salvada por el hecho de dar la vida a los niños», a condición de que se muestre constante en la fe, la caridad y la santidad. La mujer aparece desde un principio justificada como máquina paridora, una situación que perdura hasta Lutero (e incluso hasta épocas mucho más recientes), quien con el cinismo propio del curángano alecciona de este modo: «Entréganos al niño y esfuérzate en ello al máximo; si ello te cuesta la vida, vete sin más y considérate feliz, pues mueres en verdad por una obra honrosa y en la obediencia a Dios». O bien: «Aunque se fatiguen y acaben muriendo a fuerza de embarazos, eso no importa. Que mueran de embarazos, pues para eso están aquí».[26]
De ahí que la esterilidad equivalga a una horrible privación y que el aborto se castigue con el máximo rigor. Cuando, no obstante, se elevan loas en pro de la virginidad, algo bastante común, entonces se elevan también lamentos a causa de la penosa carga representada por la educación de los niños. Una vez más la consabida doblez. Doblez también en la medida en que, por una parte, los niños deben a sus padres una obediencia tan grande y un respeto tan profundo que sólo ceden ante los debidos a Dios, mientras que, por la otra, aquel deber cesa brusca e íntegramente apenas su cumplimiento redunde en desventaja de la Iglesia. En tal caso todo ha de subordinarse a las exigencias de ésta, que ella siempre declara exigencias de Dios, y ello incluso en el caso de que esa subordinación entrañe desventajas para el niño. Apenas, pues, los niños apremien con su deseo de servir a la Iglesia —lo cual sucede de ordinario porque la Iglesia les apremia a ello—; apenas quieran o deban hacerse sacerdotes, monjes o monjas y los padres los contradigan, repentinamente, el deseo y la voluntad de estos últimos no cuentan ya para nada y su autoridad queda desestimada con inconcebible desconsideración.[27]
A la vista de tales máximas educativas —que en el fondo (¡y a veces expressis verbis\) enseñan a despreciar, a odiar el mundo y a considerar como realmente necesaria tan sólo la «pedagogía de la salvación», el seguimiento de Cristo—, toda la filosofía, la ciencia y el arte de la Antigüedad tenían que resultar sospechosos ya de antemano cuando no un engendro del diablo.
El cristianismo más antiguo es hostil a la educación
Esa actitud tenía y sigue teniendo su fundamento en la Biblia. El mismo Jesús había suprimido el aura del ideal del sabio. Por lo demás el Nuevo Testamento previene por su parte contra la sabiduría de este mundo, la filosofía: 1 Co. 1, 19 ss, 3, 19, Col, 2, 8, afirmando que en Cristo residen «todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col. 2, 3). Y si bien es cierto que el evangelio —que no había sido predicado por mor de los sabios y avisados— fue, en gran medida, entreverado de filosofía por parte, sobre todo, de Justino, Clemente de Alejandría y Orígenes, que lo racionalizaron e intelectualizaron con un acervo de ideas extracristianas, no lo es menos que hasta el siglo III los adversarios de la filosofía —entre ellos Ignacio, Policarpo, Taciano, Teófilo y Hermas—fueron en el cristianismo más numerosos que sus preconizadores produciéndose un sinfín de ataques contra las «charlatanerías de los necios filósofos», su «mendaz fatuidad», sus «absurdos y desvaríos».[28]
A este respecto se remitían gustosos a Pablo, a quien, supuestamente, sé le enfrentaron epicúreos y estoicos en Atenas y que en numerosas ocasiones había prevenido contra las falsas prédicas de ciertos maestros extraviados, deseosos de unificar la filosofía pagana y el cristianismo, además de enseñar que «escrito está: "Coge a los sabios en sus propias redes" (Job, 5, 13) y "conoce Dios los pensamientos de los hombres, cuan vanos son (Sal, 94, 11)» «¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el disputador de las cosas de este mundo? ¿No ha hecho .............................