ÍNDICE 8

Réplica      

De quién es el pan que me como

1. El emperador Luis I el Piadoso (Ludovico Pío) (814-840) 

2. Los hijos y los nietos     

3. El papado a mediados del siglo IX     

4. Juan VIII (872-882), un papa como Dios manda    

Bibliografía      

 RÉPLICA

Después de aproximadamente treinta años de preparación, en septiembre de 1986 apareció en Alemania el primer volumen de Kriminalgeschichte des Christentums (Historia criminal del cristianismo) de Karlheinz Deschner, concebida en diez volúmenes. En octubre de 1988 se publicó el segundo volumen y en octubre de 1990 el tercero. Con ello se cerraba la época primera, la Antigüedad.

Tres volúmenes imponentes, que representan cerca de 1.600 páginas, con unas 350 de notas científicas, alrededor de medio millar de personajes y otros tantos topónimos y miles de citas de fuentes primarias y secundarias. En total una verdadera vía láctea de nombres, fechas, dogmas, títulos y datos.

Una acusación tan fundada y tan fundamental contra el cristianismo (y no sólo contra la Iglesia) jamás se había formulado. En cualquier caso, la parte atacada se atuvo en principio a la regla de Oggersheim: aguardar.

Cuando los cristianos competentes y profesionales no consiguieron ignorarlo, cuando decenas de miles de lectores devoraban cada dos años un nuevo volumen del «Krimi» histórico de Deschner, cuando el número de las salidas anuales de la Iglesia se multiplicaba rápidamente por seis y muchos de los disidentes aducían razones históricas en apoyo de su decisión, y concretamente las crueldades que Deschner airea, entonces a los ministeriales atacados del cristianismo organizado les pareció que aquello pasaba de castaño oscuro. Y en 1992 pasaron al contraataque.

Hans Reinhard Seeliger, profesor de Teología Histórica en la Universitat-Gesamthochschule Siegen, organizó, bajo el título de ¿Criminalización del cristianismo? La historia de la Iglesia de Deschner en el banco de prueba, un simposio de tres días en la Katholische Akademie Schwerte am Nordrand des Sauerlandes.

Entre los días 1 y 3 de octubre de 1992 se pronunciaron conferencias, que de un modo general o particular versaron sobre los 23 capítulos de los tres volúmenes aparecidos hasta la fecha. La mayor parte de los conferenciantes eran profesores de Alemania y de Austria: ordinarios, extraordinarios, supernumerarios, eméritos, además de un catedrático y de un honorario. Dos pertenecen a la orden de los dominicos y uno es franciscano. El espectro de las especialidades se extiende desde la historia antigua de la Iglesia, la patrología, la arqueología cristiana, la historia antigua, la filología antigua y la judaística hasta la teología histórica y sistemática. Al grupo se sumaron un catedrático de derecho penal, de derecho procesal y de criminología (¡pues se trata de una historia criminal!) así como un doctor recién titulado en medicina de Friburgo.

También fue invitado Karlheinz Deschner —un gesto caballeresco— para que expusiese «la concepción básica y general de su obra». Uno solo contra veintidós, un desafío muy tentador para un espíritu combativo como Deschner. Pese a lo cual rehusó la invitación. Acerca del tema propuesto ya había él disertado ampliamente en la introducción general a su obra: Sobre la temática, la metodología, la cuestión de la objetividad y los problemas de la historiografía en general (60 páginas impresas). A lo cual nada tenía que añadir, como escribió el propio Deschner a los organizadores.

El conjunto de las conferencias apareció en forma de libro en la católica Traditionsverlag Herder de Friburgo, editadas por el iniciador Hans Reinhard Seeliger, con un total de 320 páginas. En la cubierta, «La quema por hereje del dominico Savonarola en Florencia» de Fra Bartolommeo.

¿Una broma? ¿Una aspiración? Como quiera que sea, el editor escribe en su introducción que «una "degollación" del autor-habría sido fácil de ejecutar» (11).

Naturalmente que el libro aparecido en Herder, bastante caro por cierto, no ha sido un bestseller. Pero aun con un pequeño número de ejemplares cumplió su función de pantalla, cuando en adelante con la referencia tan erudita a dicho volumen colectivo se entrelaza el veredicto de que allí más de veinte expertos han demostrado que Deschner trabaja de una forma nada científica y que escribe con parcialidad. Cuando ahora alguien remitiéndose a Deschner formula a la Iglesia preguntas dolorosas, el iniciado sólo necesita sonreír con expresión compasiva y remitir a dicho volumen — naturalmente sin haberlo leído — y con ese truco mágico de la autoridad todo el mosaico histórico de la Historia criminal se diluye en una complacencia, y el alma seducida por Deschner debe seguir creyendo que el cristianismo y su(s) Iglesia(s) jamás han tenido una historia criminal, sino única y exclusivamente una historia sacra.

El filósofo Hermann Josef Schmidt, profesor en Dortmund, ha analizado a fondo el volumen editado por Seeliger en Herder y ha publicado su dictamen catastrófico bajo el título Das «einhellige» oder scheinheilige

«Urteil der Wissenschaft»? Nachdenkliches zur katholischen Kritik an Karlheinz Deschners «Kriminalgeschichte des Christentums»[1]

Deschner partía del supuesto de que el lector interesado puede juzgar por sí mismo qué punto de vista resulta más convincente, qué autor está más cerca de la «verdad» crítica e histórica. Deschner, que de continuo recomienda a su público que examine lo que él dice, no que le «crea», cree por su parte en la resaca de la razón.

Pero callar en este caso sería autolesivo y ajeno a la realidad. Calumniare audacter, semper aliquid haeret: ¡No seas tímido en calumniar!

¡Siempre queda algo! Un científico extranjero recordaba con especial énfasis ese viejo (y verdadero) cinismo: Deschner debería tomar posiciones tajantes, inmediatas y claras frente a sus críticos de Schwerte.

Una gripe maligna en el invierno de 1996 dificultó a Deschner la redacción del quinto volumen de la Historia criminal. Entonces tomó de nuevo el volumen de Herder, como una especie de gimnasia espiritual para convalecientes, y buscó un modus operandi. ¿Analizar críticamente todo el largo texto de trescientas páginas? Imposible. Sólo cabía proceder en forma selectiva: escoger un artículo y analizarlo a fondo.

Deschner se decidió por la ponencia Kaiser Konstantin: ein Grosser der Geschichte? de Maria R.-Alföldi (la única mujer en el corro de Schwerte). Bien mirado, dicha conferencia responde al nivel medio del volumen. Algunos textos ceden a todo tipo de crítica. Unos pocos se abstienen al menos de la difamación personal e intentan hacer justicia a las peculiaridades y la aportación de Deschner.[2] Maria R.-Alföldi ocupa un punto medio, siendo por tanto representativa de la obra.

Maria Radnóti-Alföldi, nacida en 1926 en Budapest, se doctoró en 1949, en 1961 fue nombrada profesora en Munich y trabajó desde entonces como consejera científica y más tarde como profesora en el seminario de Historia griega y romana de la Universidad de Frankfurt del Main en ciencias auxiliares para la arqueología y para la historia y cultura de las provincias romanas. Entre las disciplinas auxiliares de la historia se cuentan la epigrafía, la papirología, la gliptografía y la sigilografía. Maria Radnóti-Alföldi ha publicado sobre todo obras de numismática, como Die constantinische Goldpragung: Untersuchungen zu ihrer Bedeutung für Kaiserpolitik und Hofkunst (1963) y Antike Numismatik: Theorie, Praxis, Bibliographie (1978).

La profesora Radnóti-Alföldi es miembro correspondiente de la Academia de Ciencias y Literatura de Maguncia. Seeliger, el iniciadorSchwerte, la presenta como una «investigadora de Constantino de prestigio internacional» (148). Su conferencia fue acogida con especial simpatía en Schwerte; pero aquí parecía un corifeo para torpedear como historiadora la fiabilidad de Deschner. ¿Cuántos blancos hizo realmente? Eso es lo que Karlheinz Deschner analiza en la réplica siguiente.

Hermann Gieselbusch

Reinbek, 23 de agosto de 1996 Sachbuchlektorat Rowohlt Verlag

 

 

 DE QUIÉN ES EL PAN QUE ME COMO

o «Frente a cualquier forma de poder sobre el vientre»

por Karlheinz Deschner

 

Maria R.-Alföldi reseña y censura en apenas 12 páginas (148-159), y bajo el título de Kaiser Konstantin: ein Grosser der Geschichte?, las 72 páginas (213-285) del capítulo «San Constantino, el primer emperador cristiano, "símbolo de diecisiete siglos de historia eclesiástica"», que figuran en el primer volumen de mi Historia criminal del cristianismo [pp. 169-222 de la ed. castellana]. Casi al comienzo encuentra «difícil dar, aunque sólo sea en forma aproximada, el contenido de las explicaciones de Deschner» (149). ¿Por qué? Sin duda porque le desagrada el contenido mismo, dividido en diez subtítulos y en consecuencia perfectamente reseñado, como le desagrada la orientación nada académica, que ella califica de «popular» y hasta «populista» (159), «marcada por una fuerte tendenciosidad» (149), que yo reconocía ya explícitamente en mi «Introducción general» (I, 36 y ss.). Y al final de su informe exhorta a un manejo precavido de la historiografía ¡en lo que no puedo más que estar de acuerdo con toda mi energía!

El ensayo de Maria R.-Alföldi está en la tercera parte, que el editor titula «Modelo de crítica concreta». Modelo, pars pro toto. Ahora someto yo dicho artículo, siguiendo muy de cerca el texto, a una crítica detallada. Necesariamente esa crítica de la crítica tiene que recoger pequeñeces, por lo que casi forzosamente tiene que resultar de lectura algo laboriosa. Hay muchas cosas que pueden dar la sensación de afán de crítica, pedantería y dureza. Difícilmente puede ser de otro modo, si la respuesta ha de resultar convincente. De la misma manera muchas piedrecitas forman un mosaico de perfiles claros y capaz de decir algo, en lo que los espíritus pueden dividirse. «Se lee que Constantino falsificó su genealogía...» (149). Efectivamente, se lee. ¿Y qué? ¿Es falso? La autora no lo dice; sólo lo sugiere... Un alfilerazo, parte de la táctica para hacerme subliminalmente indigno de crédito, para descalificarme. El que Constantino, para tildar de usurpadores a los corregentes, atribuyese a su padre Constancio Cloro una ascendencia mucho más noble, el que hiciese presentar como cristiano a quien había sido pagano y hasta perseguidor de los cristianos, según el padre de la Iglesia Lactancio, lo disimula la autora de la crítica y rebaja la falsificación de la ascendencia como una «pasajera maniobra propagandística» (149). Se lee, agrega dicha autora, que Constantino «había encontrado comprometedores a sus antepasados». Bueno, ¿y qué? ¿Es falso? (Véase más arriba.)

«De su madre Helena se cuentan toda clase de chismes, poniendo siempre de manifiesto una opinión desfavorable a la misma [!]; estuvo sujeta a la situación de su tiempo y naturalmente condicionada por su clase. Deschner la arrastra por el fango sin el menor miramiento» (149).

De nuevo ignora la señora Alföldi los motivos de esa «opinión desfavorable». La presenta como «sujeta a la situación» (lo que las más de las veces es una opinión) y, cosa que ella aquí no atenúa, «condicionada por su clase». Pero con ello silencia una vez más que también prelados eminentes divulgaron «chismes», que por ello Constantino condenó al obispo Eustaquio de Antioquía a un exilio sin retorno y que el padre de la Iglesia Ambrosio llega a decir de Helena que «Cristo la había elevado del fango al trono».

«Los primeros años de gobierno del joven emperador en occidente no son más que guerras espantosas contra los pobres germanos, que después fueron hechos prisioneros y degollados sin compasión.» Todo aparece como terriblemente exagerado por mí, como no verdadero, aunque una vez más esto no se dice. Tanto las fuentes antiguas como las investigaciones modernas confirman que la barbarie de Constantino fue ya en su tiempo algo infrecuente y espantoso. Sin embargo, la señora crítica prefiere unas insinuaciones discretas, unas ironías hirientes, que me presentan como un historiador oscurantista, sin que ella con decente alevosía lo exprese abiertamente; aunque tampoco retrocede ante tal perspectiva bajo la presión del peso de la prueba (véanse pp. 154,156) y hasta falsea sin más mi texto (p. 150).

Piensa la señora que a Majencio, víctima de Constantino, «siempre lo disculpa, pese a su demostrado despotismo» (149). ¿Siempre? Como si yo no hubiera escrito también de Majencio que «agobió a la clase terrateniente», que «añadió nuevas cargas tributarias a las ya vigentes», y desde luego obtuvo «en primer término su dinero allí precisamente donde existía casi sin límites»; esto último no dejaba de ser una empresa loable. Además, yo no le disculpo. Aduzco la autoridad de un investigador, que en la segunda mitad del volumen 28 de la Realencyclopädie de Pauly-Wissowa explica con tanta extensión como fuerza por qué defiende a Majencio, cuya situación comparó «a la de un jabalí acosado» (Groag).

En cualquier caso el bando cristiano viene difamando hasta hoy «al impío tirano» y falsea sistemáticamente su biografía (véanse p. 220 y ss.). Ya el obispo Eusebio, «padre de la historiografía eclesiástica», y a quien Jacob Burckhardt califica de «el primer historiador de la Antigüedad total y absolutamente desleal», afirma por ejemplo de «la brutalidad sangrienta del tirano» Majencio: «Es incalculable... el número de senadores a quienes hizo ajusticiar, asesinándolos en masa...». En realidad no se conoce ningún nombre de senador ejecutado por Majencio. Tampoco la tradición aporta «ni una sola prueba concreta» de la crueldad que se le atribuye. Asimismo, ni en Roma ni en África se sostiene la hostilidad contra los cristianos, que los historiadores eclesiásticos le achacan. Muchos de los favores que hizo al clero se le atribuyeron después a Constantino. Las mismas fuentes cristianas confirman la tolerancia de Majencio. El obispo Optato de Mileve le califica correctamente como libertador de la Iglesia.

La autora no menciona nada de todo esto. Más bien critica sin cues tionarlo el que «Constantino figure como agresor» (p. 149). ¡Como si Constantino no hubiera sido el que declaró la guerra, y no Majencio!

¡Como si no hubiera sido Constantino el que avanzó desde el Rin sobre Roma, cuando Majencio partió de Roma hacia el Rin! ¡Como si Constantino no hubiese abatido o hubiese hecho abatir y matar a los demás corregentes! ¡Y como si Constantino no hubiera eliminado de inmediato al padre de Majencio!

«La conducción de la guerra [de Contantino], sus batallas, están empapadas de sangre, y sobre todo las que todavía lamentan los germanos, en adelante sujetos a servidumbre, rebosan de crueldad» (149). Ahora bien, de acuerdo con la tradición yo escribo que Constantino ahogó en sangre las sublevaciones de sus enemigos germanos, que hizo devorar por los osos a los reyes de los mismos en la arena de Tréveris y que tales espectáculos, conocidos como «juegos francos», alcanzaron el punto culminante anual de la temporada convirtiéndolos en una institución permanente (del 14 al 20 de julio). Sin embargo, no manifiesto compasión —por mucho que lo sienta—, ni «rebosan de crueldad las [batallas] que todavía lamentan los germanos». Lo que no sería ninguna contradicción.

Inmediatamente después la señora Alföldi me cita: «Al final "el hijo del vencido fue pasado por las armas con todos sus partidarios políticos" (1, 223)» y continúa: «mas por entonces ya hacía años que no vivía Rómulo, el hijo de Majencio. Y no se sabe si fue eliminado brutalmente un segundo hijo». Que Rómulo Valerio «hacía años» que no vivía puede ser cierto. Pero el año exacto de su muerte lo conocemos tan mal como el de su nacimiento. Y yo ni siquiera nombro a Rómulo Valerio. Y me habría equivocado, si a su tiempo no hubiera muerto ningún otro hijo de Majencio. Pero invito a reflexionar que, por ejemplo, Karl Hönn en su biografía Konstantin der Grosse. Leben einer Zeitenwennde escribe de Majencio en p. 107: «Sus hijos [!] fueron asesinados». Según esto, incluso fueron varios los hijos del vencido que acabaron víctimas de Constantino. Pero la propia señora R.-Alföldi interrumpe mi cita en mitad de la frase y subraya: «...toda la casa de Majencio [fue] exterminada». Ése es el hecho decisivo.

«El autor no tiene conocimiento de que los altos dignatarios paganos fueron perdonados con extraordinaria prudencia e incorporados al servicio» (149 y ss.). ¡Ya lo creo que sí! En la página 220 escribo: «Más bien vemos cómo los aristócratas romanos más ilustres volvieron bajo Constantino a sus puestos y dignidades».

Ciertamente continúa siendo falsa la afirmación de que la inmediata guerra civil contra Maximino Daia «no la llevó a cabo Constantino, como sugiere Deschner, sino su corregente Licinio» (150). Pero yo relato que

«Constantino y [!] Licinio», «dos [!] hombres amados por la divinidad», pusieron en marcha aquel proceso armado, pero que «Licinio» se enfrentó con un enemigo «que ostentaba ya divisas cristianas» y que «Licinio» antes de la batalla del 30 de abril del 313 había ordenado: «Fuera el casco para rezar...». En todo este conflicto no se menciona para nada a Constantino.

Pero mientras la señora Alföldi me señala con tiza, como hace a menudo, reprochándome engañar al lector, es ella la que lo hace. Y mientras declara que yo sugiero que Constantino llevó a cabo la guerra, sugiere ella ya con la frase siguiente, y de nuevo contra la veracidad, «una vez más se leen descripciones extremadamente emocionales de atrocidades de toda índole» (150). Tales descripciones, como advierto claramente, me llegan en su conjunto de los padres de la Iglesia Eusebio y Lactancío. En consecuencia, con más motivo tengo que aparecer como autor, cuando la señora me cita una vez más en la frase inmediata: «A los soldados de Licino se les llama simplemente "carniceros"» (150). (Entre paréntesis: ¡de repente interesa Licinio! ¡Y no Constantino, como me había imputado falsamente dos líneas antes!)

Para mí los soldados son carniceros: ¡qué falta de seriedad! La profesora de ciencias auxiliares para la arqueología, etcétera, se horroriza.............................

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