1. Introducción
El objeto de este ensayo no es el llamado libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo, cuestión que rara vez ha sido planteada y casi nunca ha sido discutida en términos generales, pero que influye profundamente en las controversias prácticas del siglo por su presencia latente, y que, según todas las probabilidades, muy pronto se hará reconocer como la cuestión vital del porvenir. Está tan lejos de ser nueva esta cuestión, que en cierto sentido ha dividido a la humanidad, casi desde las más remotas edades, pero en el estado de progreso en que los grupos más civilizados de la especie humana han entrado ahora, se presenta bajo nuevas condiciones y requiere ser tratada de manera diferente y más fundamental.
La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo más saliente de esas partes de la Historia con las cuales llegamos antes a familiarizarnos, especialmente en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra. Pero en la antigüedad esta disputa tenía lugar entre los súbditos o algunas clases de súbditos y el Gobierno. Se entendía por libertad la protección contra la tiranía de los gobiernos políticos. Se consideraba que estos (salvo en algunos gobiernos democráticos de Grecia), se encontraban necesariamente en una posición antagónica a la del pueblo que gobernaban. El Gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu o una casta que derivaba su autoridad del derecho de sucesión o de conquista, que en ningún caso contaba con el asentimiento de los gobernados y cuya supremacía los hombres no osaban, ni acaso tampoco deseaban, discutir, cualesquiera que fuesen las precauciones que tomaran contra su opresivo ejercicio. Se consideraba el poder de los gobernantes como necesario, pero también como altamente peligroso; como un arma que intentarían emplear tanto contra sus súbditos como contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por los buitres, era indispensable que un animal de presa, más fuerte que los demás, estuviera encargado de contener a estos voraces animales. Pero como el rey de los buitres no estaría menos dispuesto que cualquiera de las arpías menores a devorar el rebaño, hacía falta estar constantemente a la defensiva contra su pico y sus garras. Por esto, el fin de los patriotas era fijar los límites del poder que al gobernante le estaba consentido ejercer sobre la comunidad, y esta limitación era lo que entendían por libertad. Se intentaba de dos maneras: primera, obteniendo el reconocí miento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos políticos, que el Gobierno no podía infringir sin quebrantar sus deberes, y cuya infracción, de realizarse, llegaba a justificar una resistencia individual y hasta una rebelión general. Un segundo posterior expediente fue el establecimiento de frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cierto cuerpo que se suponía el representante de sus intereses, era condición necesaria para algunos de los actos más importantes del poder gobernante. En la mayoría de los países de Europa, el Gobierno ha estado más o menos ligado a someterse a la primera de estas restricciones. No ocurrió lo mismo con la segunda; y el llegar a ella, o cuando se la había logrado ya hasta un cierto punto, el lograrla completamente fue en todos los países el principal objetivo de los amantes de la libertad. Y mientras la Humanidad estuvo satisfecha con combatir a un enemigo por otro y ser gobernada por un señor a condición de estar más o menos eficazmente garantizada contra su tiranía, las aspiraciones de los liberales pasaron más adelante.
Llegó un momento, sin embargo, en el progreso de los negocios humanos en el que los hombres cesaron de considerar como una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder independiente, con un interés opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes o delegados revocables a su gusto. Pensaron que sólo así podrían tener completa seguridad de que no se abusaría jamás en su perjuicio de los poderes de gobierno. Gradualmente esta nueva necesidad de gobernantes electivos y temporales se hizo el objeto principal de las reclamaciones del partido popular, en dondequiera que tal partido existió; y vino a reemplazar, en una considerable extensión, los esfuerzos precedentes para limitar el poder de los gobernantes. Como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder gobernante de la elección periódica de los gobernados, algunas personas comenzaron a pensar que se había atribuido una excesiva importancia a la idea de limitar el poder mismo. Esto (al parecer) fue un recurso contra los gobernantes cuyos intereses eran habitualmente opuestos a los del pueblo. Lo que ahora se exigía era que los gobernantes estuviesen identificados con el pueblo, que su interés y su voluntad fueran el interés y la voluntad de la nación. La nación no tendría necesidad de ser protegida contra su propia voluntad. No habría temor de que se tiranizase a sí misma. Desde el momento en que los gobernantes de una nación eran eficazmente responsables ante ella y fácilmente revocables a su gusto, podía confiarles un poder cuyo uso a ella misma correspondía dictar. Su poder era el propio poder de la nación concentrado y bajo una forma cómoda para su ejercicio. Esta manera de pensar, o acaso más bien de sentir, era corriente en la última generación del liberalismo europeo, y, al parecer, prevalece todavía en su rama continental. Aquellos que admiten algunos límites a lo que un Gobierno puede hacer (excepto si se trata de gobiernos tales que, según ellos, no deberían existir), se distinguen como brillantes excepciones, entre los pensadores políticos del continente. Una tal manera de sentir podría prevalecer actualmente en nuestro país, si no hubieran cambiado las circunstancias que en su tiempo la fortalecieron.
Pero en las teorías políticas y filosóficas, como en las personas, el éxito saca a la luz defectos y debilidades que el fracaso nunca hubiera mostrado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su poder sobre sí mismo podía parecer un axioma cuando el gobierno popular era una cosa acerca de la cual no se hacía más que soñar o cuya existencia se leía tan sólo en la historia de alguna época remota. Ni hubo de ser turbada esta noción por aberraciones temporales tales como las de la Revolución francesa, de las cuales las peores fueron obra de una minoría usurpadora y que, en todo caso, no se debieron a la acción permanente de las instituciones populares, sino a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y aristocrático. Llegó, sin embargo, un momento en que una república democrática ocupó una gran parte de la superficie de la tierra y se mostró como uno de los miembros más poderosos de la comunidad de las naciones; y el gobierno electivo y responsable se hizo blanco de esas observaciones y críticas que se dirigen a todo gran hecho existente. Se vio entonces que frases como el «poder sobre sí mismo» y el «poder de los pueblos sobre sí mismos», no expresaban la verdadera situación de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido; y el «gobierno de sí mismo» de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el gobierno de cada uno por todos los demás. Además la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad de la porción más numerosa o más activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder. Por consiguiente, la limitación del poder de gobierno sobre los individuos no pierde nada de su importancia aun cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables hacia la comunidad, es decir, hacia el partido más fuerte de la comunidad. Esta visión de las cosas, adaptándose por igual a la inteligencia de los pensadores que a la inclinación de esas clases importantes de la sociedad europea a cuyos intereses, reales o supuestos, es adversa la democracia, no ha encontrado dificultad para hacerse aceptar; y en la especulación política se incluye ya la «tiranía de la mayoría» entre los males, contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad.
Como las demás tiranías, esta de la mayoría fue al principio temida, y lo es todavía vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades públicas. Pero las personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma el tirano —la sociedad colectivamente, respecto de los individuos aislados que la componen— sus medios de tiranizar no están limitados a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma. Por esto no basta la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio.
Hay un límite a la intervención legítima de la opinión colectiva en la independencia individual: encontrarle y defenderle contra toda invasión es tan indispensable a una buena condición de los asuntos humanos, como la protección contra el despotismo político.
Pero si esta proposición, en términos generales, es casi incontestable, la cuestión práctica de colocar el límite —como hacer el ajuste exacto entre la independencia individual y la intervención social— es un asunto en el que casi todo está por hacer. Todo lo que da algún valor a nuestra existencia, depende de la restricción impuesta a las acciones de los demás. Algunas reglas de conducta deben, pues, imponer, en primer lugar, la ley, y la opinión, después, para muchas cosas a las cuales no puede alcanzar la acción de la ley. En determinar lo que deben ser estas reglas consiste la principal cuestión en los negocios humanos; pero si exceptuamos algunos de los casos más salientes, es aquella hacia cuya solución menos se ha progresado.
No hay dos siglos, ni escasamente dos países, que hayan llegado, respecto de esto, a la misma conclusión; y la conclusión de un siglo o de un país es causa de admiración para otro. Sin embargo, las gentes de un siglo o país dado no sospechan que la cuestión sea más complicada de lo que sería si se tratase de un asunto sobre el cual la especie humana hubiera estado siempre de acuerdo. Las reglas que entre ellos prevalecen les parecen evidentes y justificadas por sí mismas.
Esta completa y universal ilusión es uno de los ejemplos de la mágica influencia de la costumbre, que no es sólo, como dice el proverbio, una segunda naturaleza, sino que continuamente está usurpando el lugar de la primera. El efecto de la costumbre, impidiendo que se promueva duda alguna respecto a las reglas de conducta impuestas por la humanidad a cada uno, es tanto más completo cuanto que sobre este asunto no se cree necesario dar razones ni a los demás ni a uno mismo. La gente acostumbra a creer, y algunos que aspiran al título de filósofos la animan en esa creencia, que sus sentimientos sobre asuntos de tal naturaleza valen más que las razones, y las hacen innecesarias. El principio práctico que la guía en sus opiniones sobre la regulación de la conducta humana es la idea existente en el espíritu de cada uno, de que debería obligarse a los demás a obrar según el gusto suyo y de aquellos con quienes él simpatiza. En realidad nadie confiesa que el regulador de su juicio es su propio gusto; pero toda opinión sobre un punto de conducta que no esté sostenida por razones sólo puede ser mirada como una preferencia personal; y si las razones, cuando se alegan, consisten en la mera apelación a una preferencia semejante experimentada por otras personas, no pasa todo de ser una inclinación de varios, en vez de ser la de uno solo. Para un hombre ordinario, sin embargo, su propia inclinación así sostenida no es sólo una razón perfectamente satisfactoria, sino la única que, en general, tiene para cualquiera de sus nociones de moralidad, gusto o conveniencias, que no estén expresamente inscritas en su credo religioso; y hasta su guía principal en la interpretación de este. Por tanto, las opiniones de los hombres sobre lo que es digno de alabanza o merecedor de condena están afectadas por todas las diversas causas que influyen sobre sus deseos respecto a la conducta de los demás, causas tan numerosas como las que determinan sus deseos sobre cualquier otro asunto. Algunas veces su razón; en otros tiempos sus prejuicios o sus supersticiones; con frecuencia sus afecciones sociales; no pocas veces sus tendencias anti-sociales, su envidia o sus celos, su arrogancia o su desprecio; pero lo más frecuentemente sus propios deseos y temores, su legítimo o ilegítimo interés. En dondequiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior. La moral, entre los espartanos y los ilotas, entre los plantadores y los negros, entre los príncipes y los súbditos, entre los nobles y los plebeyos, entre los nombres y las mujeres, ha sido en su mayor parte criatura de esos intereses y sentimientos de clase: y las opiniones así engendradas reobran a su vez sobre los sentimientos morales de sus miembros de la clase dominante en sus recíprocas relaciones. Por otra parte, donde una clase, en otro tiempo dominante, ha perdido su predominio, o bien donde este predominio se ha hecho impopular, los sentimientos morales que prevalecen están impregnados de un impaciente disgusto contra la superioridad. Otro gran principio determinante de las reglas de conducta impuestas por las leyes o por la opinión, tanto respecto a los actos como respecto a las opiniones, ha sido .........................