INDICE
Cubierta
El pacto de Santoña (1937) Cita
Agradecimientos Aclaración
Prólogo de Gregorio Morán
Introducción
I - Los vascos y la Guerra Civil
Dudas y división nacionalista ante el alzamiento
Vigilando las iglesias... y a los rojos
Negociando a dos bandas
Autonomía teórica, independencia real
Euzko Gudarostea, el «otro» ejército
El Cuerpo de Capellanes: curas nacionalistas en el frente
El padre Onaindia, hombre clave en la sombra
Una guerra entre católicos
Villarreal, el principio del fin
El primer enfrentamiento entre Aguirre y Ajuriaguerra
El cáncer del cantonalismo
El antagonismo de vascos y asturianos
«Napoleonchu»
La advertencia de Guernica
Franco y el Vaticano piden la rendición
Comienzan las negociaciones del pacto con Italia
El cinturón de seda
II - La rendición del nacionalismo vasco
La rendición de Bilbao, primera parte del pacto vasco-italiano
El batallón de los desertores
Bilbao intacto, el primer acuerdo con los italianos
Bilbao no es Madrid
Leizaola empieza a cumplir con los italianos
La contracheca de Anacleto Ortueta
Rendición con champán
Desfilando delante del enemigo
El Pacto de Baracaldo
El botín impresionante
III - Hacia la capitulación total
Algorta: organizando el ataque enemigo
Agur Euzkadi
Onaindia negocia en Roma con Ciano
«Santander saluda a los corredores vascos»
La checa de Neila
Aguirre ante Azaña, Negrín y Prieto: propuestas y silencios
El enemigo en casa
El informe de Ugarte y Lejarcegui
También con los franquistas
Putas en la guerra
Goras a Euzkadi, no a la República
Franquistas sí, «nacionales» menos
El ataque que propusieron los vascos
Se permite rendirse, pero de noche
Por la cara
Aguirre rechaza el plan italiano
Tragaderas descomunales
La República Vasca de Santoña
Aguirre sale, Ajuriaguerra regresa
Miedos y simulaciones en Villa Bohío
La rendición de Guriezo
Dejar pasar al enemigo
Primeras rendiciones en Laredo
La toma italiana de Santoña
Vascos desembarcados, italianos humillados
Italia evita el fusilamiento de Ajuriaguerra
Los barcos no llegaron por falta de dinero
Se desmorona la resistencia republicana
No remover Santoña
IV - El pacto del silencio
Apuntes para una investigación
10 de noviembre de 2004
11 de noviembre de 2004
18 de noviembre de 2004
27 de noviembre de 2004
30 de noviembre de 2004
1 de diciembre de 2004
2 de diciembre de 2004
3 de diciembre de 2004
12 de enero de 2005
13 de enero de 2005
17 de enero de 2005
18 de enero de 2005
19 de enero de 2005
20 de enero de 2005
21 de enero de 2005
3 de febrero de 2005
4 de febrero de 2005
8 de febrero de 2005
19 de septiembre de 2005
Bibliografía
Índice Onomástico
El pacto de Santoña (1937)
La rendición del nacionalismo vasco al fascismo
Prólogo
De ética y política en Euskadi
Cuentan que fue el doctor Samuel Johnson, en el siglo XVIII, el primero que formuló uno de los apotegmas con mayor trascendencia de la historia de la humanidad. Afirmaba que el patriotismo era el último refugio de los canallas. Y sin embargo hay algo que impresiona con sólo decirlo y es que existe un patriotismo criminal que no es patrimonio de los canallas, sino de gente de bien y religiosamente acendrada. Ése es el caso que trata este libro que ustedes se disponen a leer: el Pacto de Santoña. Un asunto turbio de nuestra historia sobre el que nadie ha puesto excesivo esfuerzo por elucidar y que está ahí como una verruga; imponente en su fealdad y en su modestia. Porque las verrugas de la historia son horribles, pero apenas llaman la atención.
Si la política es un arte efímero, emparentado con el teatro y por tanto con la escenografía, esta historia que ustedes van a leer de Xuan Cándano es un cruel drama de pretensiones shakesperianas pero con efectos de Echegaray. El Pacto de Santoña, que ni fue pacto ni se hizo en Santoña, resulta un enigma sólo en un aspecto, el de cómo es posible que el ser humano, el profesional de la política, pueda alcanzar las simas de cinismo y desvergüenza e incompetencia que describe el autor de este relato estremecedor. Como en los montajes dramáticos de Shakespeare, la trama es sencilla, los motivos vulgares y las consecuencias complejas. Un ejército vasco que ha conseguido ser tal gracias a una atribución del Gobierno republicano es capaz de traicionarlo y pactar con el enemigo.
En la valoración histórica del Pacto de Santoña hallamos uno de los primeros casos hispanos del hábito anglosajón reciente de lo políticamente correcto. Una tropa uniformada y con sus jefes en activo, que negocia con el enemigo el abandono del frente y la entrega de sus posiciones, no es otra cosa que un ejercicio de alta traición que en la guerra se paga con el fusilamiento y en la paz con la deshonra. Pero la realidad es siempre más compleja que los esquemas, y lo que podía haberse conocido como «la traición de Santoña» ha pasado a los papeles como «el Pacto de Santoña».
Los batallones vascos dependientes del Partido Nacionalista de Euzkadi —entonces era con zeta—, apenas comenzada la Guerra Civil española y ante la ofensiva del fascismo, inician unas negociaciones para separar su suerte del conjunto republicano, y lograr unas ventajas en detrimento de la República, produciéndose una de las paradojas no por repetida menos brutal: la Segundo República española está dispuesta a arrostrar la suerte del Gobierno autónomo vasco, pero el Gobierno vasco no está dispuesto a asumir el destino de la República. Tú me avalas y me proteges, pero yo no puedo seguirte porque no creo en ti, y aunque creyera, mis exigencias patrióticas están por encima de cualquier compromiso entre caballeros. Ítem más, no reconozco otros caballeros que los vascos y siempre y cuando sean nacionalistas.
Lo más patético del Pacto de Santoña entre los nacionalistas vascos y el fascismo italiano es la queja vasca porque los italianos no cumplen sus compromisos. Palmariamente hablando: es como el mañoso que reprocha al sicario que no se comporte como un socio de impecable honorabilidad. Después de haber traicionado hasta cruzar la Ende con la vileza, los mandos del ejército vasco adscrito al Partido Nacionalista reprochan a los mandos italianos no ejercer de caballeros y no cumplir con lo pactado. Roma nunca pagó a traidores, ni en la c ni en la modernidad. Ni Roma ni nadie, dicho sea de paso.
Este libro de Xuan Cándano es acerado como un estilete. Así de eficaz también. La narración de una traición no por anunciada menos criminal, porque tiene algo de arma blanca, va dirigida al corazón y apenas si consintió poco más que un gesto. Una puñalada a una Segunda República exhausta, con el candor y la ingenua maldad del niño —el Gobierno vasco celebraba su primer cumpleaños— que asegura que esa guerra no es su guerra. Con el agravante de que en esa guerra él había sido una de las coartadas de la sublevación y cuya causa defendió la República con una coherencia y un valor no compensados. El Pacto de Santoña, cuyos vericuetos están descritos con meridiana sencillez en las páginas que siguen, es la historia de una traición ejecutada por gentes de palabra, que son siempre los traidores que hacen más daño, como descubrió Shakespeare hace muchos años. Una de las leyendas más ridículas que he escuchado en mi vida es la que identifica la expresión «palabra de vasco» como sinónimo de seguridad, certeza y honradez. La palabra de vasco, como la sinceridad asturiana, la honradez catalana, la sobriedad del castellano y la alegría congénita del andaluz, son implantes de capellanes para autosatisfacción de la parroquia. Hay vascos de palabra, asturianos sinceros, honrados catalanes, sobrios castellanos y alegres andaluces, pero eso, en manada, equivale a bosta de caballo, un fétido montón, poco útil incluso para el abono. No hay decencias en grupo, y cuando las hay se suman de uno en uno; la dignidad, o es personal o no es.
Porque no nos engañemos, el dilema que plantea el Pacto de Santoña, o lo que es lo mismo, la rendición para salvar la vida de una parte del ejército combatiente en detrimento de sus compañeros de armas, es muy sencillo, es el conflicto de preponderancias entre patria y libertad. En supuesta defensa de la patria hollada el ejército del Partido Nacionalista Vasco se entrega al enemigo para salvarse y no para defender la libertad, porque ésa, la libertad, ni fue ni podía ser negociada. En el verano de 1937 el ejército de la República se bate en todos los frentes. En principio, digamos que se trata de la lucha de una democracia, por más defectuosa que fuera, frente al fascismo totalitario. En este marco general, un partido político que tiene un ejército propio, el PNV, plantea llegar a un acuerdo con el enemigo para sacar sus tropas del frente y dejar la lucha. Primero, porque se trataría de un conflicto que no va con él. Segundo, porque la victoria de la República no sería la suya. Tercero, porque tendría pruebas de que el Gobierno central le había traicionado previamente. Cuarto, porque los beneficios de esta actitud redundarían en consolidación de la supuesta patria derrotada. Pues bien, ninguna de estas premisas se cumple. Es más, la confianza de los principales líderes republicanos en la honestidad de los nacionalistas vascos produce no sé si sonrojo o pena, y Xuan Cándano lo detalla hasta la saciedad.
Entonces, ¿por qué lo hicieron? Podríamos responder que por irresponsabilidad, pero ningún historiador medianamente sólido puede considerar la irresponsabilidad como un argumento. Se es irresponsable por un equivocado análisis de la situación, no porque se parta de una inferioridad mental. Los irresponsables resultan conclusivos, es decir, acaban en irresponsables, pero en un principio son audaces buscadores de soluciones. ¿Era una solución el Pacto de Santoña? Y si lo era, ¿para quién? Admira pensar en la hipótesis de la solución milagrosa. Supongamos que los italianos cumplen como caballeros con esos vascos avispados, o bellacos, por utilizar un término evocador en una negociación italiana. Imaginemos un imposible histórico que es el «si hubiera sucedido». Los batallones vascos, cual barón de Munchausen, se tiran del pelo y saltan por encima de los contendientes y aparecen en Francia o en las adoradas costas británicas. El escándalo, la humillación para cualquier vasco republicano, y no digamos para cualquier no vasco republicano, habría sido escalofriante, letal. Entre la puñalada a la República y la vergüenza del traidor no habría dónde quedarse, ni escoger cueva en la que rumiar el desprestigio. Manifestar públicamente «¡esta guerra no es nuestra!» hubiera sido asumir la complicidad con el fascismo y la equivocación inicial de bando. ¿Se hubieran sentido más protegidos por el enemigo fascista, al que respetaban como caballeros, cuando no pudieron comportarse honradamente con sus aliados naturales?
El Pacto de Santoña plantea una cuestión ética por encima de cualquier consideración política. La patria, la idea de patria de un nacionalista, ¿está por encima de la responsabilidad de un ciudadano libre, de su responsabilidad democrática? ¿Cuántos crímenes son blanqueados por la sensibilidad de un patriota? En esta crónica escrupulosa de Xuan Cándano late en el fondo esa pregunta de lector consciente: la supuesta legitimidad de la traición cuando se enmascara tras el disfraz del patriotismo. Lo hizo Franco levantándose frente a la República y apelando a intereses trascendentes como la patria y Dios. Y esa desvergüenza franquista, que despreciaría cualquier analista somero, ¿se convierte en verdad de fe cuando la defiende un nacionalista periférico? La desproporción, ¿es provocada por el volumen de la afrenta? ¿Su ubicación geográfica? ¿O la condición de supuesta víctima?
Detrás del enigma histórico del Pacto de Santoña late la miseria del patriotismo como forma de mantenimiento de unos intereses, que de expresarse de otro modo serían rechazados de inmediato. Un patriota puede ser un criminal benéfico. ¿Verdaderamente hemos pensado alguna vez que un patriota pueda considerarse un criminal benéfico? Si es así, estamos ante una extorsión del pensamiento. La confusión entre luchar por la libertad y defender las diferencias. No hay otra cosa. Si somos diferentes, tenemos derecho a matar para exigir la diferencia, porque no todos somos iguales. Y si lo somos, yo no tendría derecho a matar al contrario, quien por no dejarme ser diferente se merece la muerte. Brutalmente expresado, podría asimilarse a la diferencia entre querer ser vasco, o español, o catalán, y querer ser libre por encima de cualquier otra circunstancia. Porque ambas opciones ni significan ni quieren decir lo mismo. ..........................................