Ver el ORIGINAL en PDF

I. LA INFANCIA FELIZ DE VOLODIA ULIANOV

 

Astracán, en los confines sudorientales de la región del Volga, es una vieja ciudad tártara que se hizo rusa en 1557 por la voluntad de Iván el Terrible. En la primera mitad del siglo XIX vivía allí un oscuro empleado de oficina de quien nada se sabe, salvo que se llamaba Nicolás Ulianov y que murió en 1838, dejando tres hijos —dos muchachos y una muchacha— en un estado muy parecido a la miseria.

El mayor de los dos hijos, Vassili, debía tener entonces alrededor de veinte años; el menor, Ilya, nacido en 1831, acababa de cumplir ocho. Convertido en el único sostén de su familia, Vassili Ulianov logró encontrar un modesto empleo en un comercio de la ciudad, lo que le permitió hacer ingresar a su hermano menor en el Liceo. Ilya fue un alumno ejemplar, y a tal punto se distinguió por su aplicación que en 1850, cuando al haber terminado sus estudios secundarios manifestó el deseo de ampliarlos en la Universidad (le atraían particularmente la física y las matemáticas), el propio director de enseñanza secundaria de la provincia fue quien intervino ante el rector de la Academia de Kazán, de la que dependía su circunscripción, para obtenerle una beca. "Sin ella —decía en su informe—, este muchacho tan bien dotado no podría terminar su educación, ya que es huérfano y carece totalmente de recursos."

De 1850 a 1864, Ilya Ulianov siguió los cursos de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Kazán. Fue alumno del célebre Lobatchevsky, uno de los creadores de la geometría "no euclidiana". El diploma con que fue premiado (con la mención de muy bien) lo reconocía apto para enseñar en los liceos y "demás establecimientos escolares de segundo grado". El 7 de mayo de 1855 fue nombrado profesor de matemáticas en la Institución de muchachas de la nobleza de Penza. Una recomendación de su maestro Lobatchevsky le permitió obtener, además, la dirección de la estación meteorológica de esa ciudad. Ocho años estuvo allí, muy bien considerado por sus profesores y estimado por sus colegas. Con uno de ellos, Veretennikov, parece haberse relacionado más especialmente. Se sabe, por lo menos, que frecuentó asiduamente su casa. La señora Veretennikov tenía una hermana menor que ella. María Blank (así se llamaba la muchacha) tenía veintiséis años; el profesor Ulianov, treinta. Se amaron y se casaron.

 

Hija de un médico militar de origen ucraniano, destinado a la administración civil, María había gozado de una infancia exenta de cualquier preocupación en la grande y bella propiedad que poseía su padre en la provincia de Kazán, donde ejercía sus funciones. Ella tenía doce años cuando la situación material de aquél empezó a ser menos brillante. El tren de vida se restringió. Las institutrices y las gobernantes encargadas de los niños (cinco muchachas y un muchacho) desaparecieron sucesivamente. Blank se vio obligado a vender el molino y un terreno adyacente. Pero de ahí no pasó la cosa. Habiendo logrado casar a todas sus hijas, se escuda en su jubilación y terminará su existencia apaciblemente a la edad de setenta y un años.

El matrimonio del profesor Ulianov coincidió con su nombramiento en el Liceo de Nijni-Novgorod, rica y activa ciudad comercial famosa por su feria. El joven matrimonio fue alojado en el edificio anexo al Liceo y reservado especialmente a los profesores casados. De esta manera, la señora Ulianov pudo hacer algunas amistades entre las esposas de los colegas de su marido y crearse una existencia agradable y tranquila. Se reunían por la noche en casa de unos o de otros. Se practicaba la música, se jugaba a las cartas y se leía en voz alta. En cuanto al propio profesor Ulianov, se entregaba fervorosamente a su tarea de pedagogo, aunque sin desdeñar esas diversiones. Hasta los domingos reunía en el Liceo a los alumnos atrasados y les hacía trabajar. A todo esto nació una niña en 1864; al año siguiente, la señora Ulianov trajo al mundo un niño.

En 1868, al crearse la red de escuelas populares (una de las consecuencias de la reforma de la instrucción pública emprendida por Alejandro II) se propuso a Ulianov el cargo de inspector de las escuelas primarias de la provincia de Simbirsk. El profesor aceptó y salió de Nijni la víspera del comienzo del año escolar de 1869.

En aquella época, la provincia de Simbirsk, que contaba alrededor de un millón de habitantes, tenía la reputación de ser la más inculta de todas las que formaban el inmenso territorio dominado por el Volga, el rey de los ríos rusos.

En la orilla derecha, llamada europea, surge a 150 metros de altura un monte denominado Venietz (la Corona), donde se extiende, ahogada en el verdor de sus jardines en verano y doblada bajo un lienzo de nieve en invierno, la ciudad de Simbirsk. Distante 1.500 kilómetros de la capital, San Petersburgo; 900 kilómetros de Moscú, con una población cuya cifra no era superior a las trescientas mil almas, sin ferrocarril, Simbirsk era el prototipo de las ciudades de provincia de la Rusia de los zares, de la Rusia del siglo pasado. Se dividía en tres barrios, como tantas otras, pero esta división era particularmente significativa en Simbirsk por su situación topográfica. En la parte más alta, en la cumbre del monte Venietz, se hallaba el barrio aristocrático con la catedral, los edificios públicos y los establecimientos escolares. Las calles eran anchas y estaban pavimentadas; a todo lo largo de ellas se erigían los palacios de la nobleza local. Desde la explanada que bordeaba el barrio y que servía de lugar de paseo para el público distinguido, se abría una vista magnífica sobre el Volga. Por la noche, la banda militar interpretaba música de Glinka y de Rossini mientras los jóvenes oficiales exhibían sus botas relucientes y trataban de captar la sombra de alguna sonrisa en los labios de muchachas sujetas por madres vigilantes.

Más abajo, al otro lado de un pequeño río que atravesaba la ciudad, el Simbirka, se abrían los mercados. Allí era donde se encontraba la actividad comercial de la ciudad. Allí era donde vivían, en casas sombrías de pesados candados, de puertas bajas y estrechas, de ventanas semejantes a ojos de ciegos, los grandes comerciantes, hombres feroces y duros, avaros de ganancias y sin piedad para sus allegados. Estas residencias, envueltas por un lúgubre silencio entre semana, se despertaban súbitamente el domingo y los días de fiesta legal. Las sombrías y silenciosas calles se poblaban entonces de un bullicio ensordecedor. Procedentes del interior de las casas se escuchaban vociferaciones salvajes, los cristales saltaban hechos pedazos y las botellas vacías, lanzadas con mano alocada, iban a estrellarse contra la pared de enfrente. Luego, al llegar el alba, se abrían brutalmente de par en par las puertas bajas y estrechas y las troicas se llevaban hacia la frescura de los campos un amasijo de cuerpos desgreñados aullando a voz en cuello canciones obscenas.

El barrio de los pobres formaba, en la parte más baja, el grado inferior, el tercer y último grado de esta singular escala social transpuesta al plano topográfico. A lo largo de arrabales miserables se extendían, hasta perderse de vista, las casitas y las cabañas de los humildes, diseminadas por cualquier lado, de cualquier manera, ora aisladas, ya en grupos, formando estrechas, sinuosas y sucias calles donde niños andrajosos chapoteaban en el lodo entre perros sarnosos y cerdos esqueléticos.

Al llegar a Simbirsk, los Ulianov encontraron un pequeño apartamento en una casa situada en la extremidad del barrio aristocrático de la ciudad. Allí fue donde les nació, el 22 de abril de 1870, su tercer hijo, un niño que recibió el nombre de Vladimir, que en viejo eslavo significa: el que domina el mundo.

Sobre los primeros años de la infancia del futuro destructor del Imperio de los zares disponemos de algunas escasas informaciones proporcionadas principalmente por su hermana mayor, Ana, quien poco después de la muerte de Lenin publicó una serie de recuerdos sobre él del mayor interés, pero que conviene utilizar con algún discernimiento.

Parece que el pequeño Volodia aprendió a andar bastante tarde, a los tres años. Se observó que se caía frecuente y pesadamente, golpeándose siempre en la cabeza. "Probablemente porque su cabeza pesaba más que el resto de su cuerpo", observa su hermana a este respecto. Después de cada caída lanzaba aullidos desesperados y sus gritos resonaban en toda la casa. Tan pronto como supo usar las piernas ya no pudo quedarse quieto un momento. No lograban inmovilizarlo, ni siquiera unos instantes. Luego se sentía invadido por una especie de rabia exterminadora. Destruía sistemáticamente todo lo que caía en sus manos. Hasta los juguetes que le regalaban. Cuando su nodriza le compró un trineo enganchado a tres caballos de cartón, le faltó el tiempo a Volodia para correr a esconderse detrás de una puerta y empezar a torcerles las piernas hasta hacerlas migajas. A su hermano mayor, Alejandro, adolescente soñador y taciturno, le gustaba coleccionar los programas de teatro. Un día, cuando contemplaba amorosamente las piezas de su colección extendidas en el suelo en un orden perfecto, su hermano menor irrumpió de pronto, como un huracán, y se puso a interpretar una especie de danza triunfal pisoteando los tesoros de Alejandro hasta convertirlos en jirones informes y truncos. En otra ocasión, estando de visita en casa de una de sus tías, sostuvo un reñido combate contra una jarra, la cual sucumbió finalmente, rota en mil pedazos. Al pedírsele cuentas, el vencedor salió del apuro con la afirmación categórica y solemne de que la jarra se había roto "sola". Pero tres meses después, asediado por tardíos remordimientos, una noche, a la hora de acostarse, confesó a su madre, bañado en lágrimas, que había mentido y le pidió perdón humildemente. Otro aspecto de su carácter que apunta ya : nunca carece de argumentos y tiene respuestas para todo. Un ejemplo muy característico es señalado por la hermana mayor. Los domingos, durante el buen tiempo, la señora Ulianov solía llevar a los niños a pasear en barco por el Volga. Durante todo el trayecto sólo se veía y se oía a Volodia. Creyéndose barco él mismo, corría de un extremo al otro de la embarcación, empujando a los pasajeros y lanzando gritos estridentes destinados a imitar las señales de partida. "No se debe gritar así en un vapor", le hizo ver su madre en una ocasión. "Pues el vapor bien que grita", replicó en el acto el futuro Lenin.

Cuando la señora Ulianov consideraba que el límite de las hazañas de su hijo había sido rebasado, lo llevaba al gabinete de trabajo de su marido, lo instalaba en un gran sillón de cuero negro y lo dejaba solo, encerrado en aquella habitación sombría y austera. El "prisionero" se adaptaba resignadamente a la situación y se dormía apaciblemente. Una vez "liberado", volvía a sus ejercicios habituales: juego del escondite, de la gallina ciega, de la resbaladera, etc. "Era entonces —cuenta uno de sus camaradas de infancia— un muchachito vigoroso y regordete, con un temperamento extraordinariamente vivo. Era siempre el animador principal de nuestros juegos de niños, que se llevaban a cabo generalmente en el jardín o en el patio de nuestra casa. Jugábamos a los bandidos y a los pieles rojas."

En 1874, el inspector de escuelas primarias Ulianov fue nombrado director de enseñanza primaria de la provincia de Simbirsk y desde entonces fue él quien tuvo bajo sus órdenes a varios inspectores. A partir de aquel momento ya era un personaje importante. Ascendido luego a consejero de Estado en servicio activo (grado que en la jerarquía administrativa civil equivale al de general de brigada), más tarde lucirá en su uniforme azul marino de funcionario del Ministerio de Instrucción Pública hombreras de grandes entorchados, sus subordinados le llamarán excelencia y los guardias le saludarán militarmente a su paso. Se abre ante él el camino de los honores: ¡a los cuarenta y cinco años entra en la nobleza, a título hereditario, al conferírsele el título de comendador de la orden de San Vladimiro! Su tren de vida cambia. Adquiere una casa confortable en pleno barrio aristocrático, donde vendrá a instalarse su familia en 1878.

Esa residencia, que ha sido restaurada con meticuloso cuidado y que se ha convertido en museo desde 1929, es actualmente un lugar de piadosa peregrinación para millares y millares de ciudadanos soviéticos. Todo, hasta el menor objeto, resucita allí el ambiente en que vivió el joven Lenin. Considero útil esbozar aquí su aspecto, aunque sólo sea en forma somera.

De la galería antecámara, espaciosa y clara, se penetra a un salón donde un mobiliario vagamente "Luis Felipe" pondría una nota sombría y austera si la estricta colocación de los sillones no quedara atenuada por la diversidad y la abundancia de las plantas que adornan la habitación. Dos grandes ventanas abren paso a chorros de luz que hacen brillar en todo su esplendor un piso admirablemente encerado y la tapa de un piano de cola instalado en un lugar bien visible.

Del salón se pasa al gabinete de trabajo de su excelencia. Una sólida y maciza mesa ministerial ocupa la mitad del gabinete. El canapé adosado contra la pared de la derecha sirve también de cama al señor director, que duerme aparte. Una biblioteca, sillones de cuero y un velador cubierto de libros y de revistas completan el mobiliario.

La señora Ulianov, separada de su marido por un estrecho pasillo y por una habitación de paso sin destino bien definido, se ha arreglado un dormitorio en el que todo revela la presencia de una mujer hogareña experta en el arte de dirigir su casa. La cama, el armario, la moqueta, todo forma un conjunto perfectamente ordenado, sencillo y coqueto a la vez. No tiene más que abrir la puerta para pasar al comedor que sirve de living-room a toda la familia. Allí es donde se reúnen los niños para preparar sus tareas escolares; allí es donde descansan por la noche, leyendo, los mayores, y los pequeños entregados a toda clase de juegos, mientras la madre pone en marcha la máquina de coser y el padre hojea su periódico.

En el primer piso han sido preparadas las habitaciones para los niños. Los "tres grandes" —Ana, Alejandro y Vladimiro— tienen cada uno su habitación. Los "tres pequeños" duermen juntos en una misma pieza. Entremos en los dominios de Volodia Ulianov. Es una habitación muy pequeña: un pupitre de madera blanca, una estrecha cama de hierro, dos sillas y, colgado de la pared, un mapa y un pequeño estante cargado de libros. Ahí vivirá sus años felices, en un ambiente familiar apacible y tranquilo, libre de cualquier preocupación y de cualquier inquietud y colmado de cuidados afectuosos y vigilantes.

El 1 de septiembre de 1879, Volodia se despierta más temprano que de costumbre. Junto a su cama, cuidadosamente extendido sobre una silla, han colocado el bello y flamante uniforme del Liceo que vestirá hoy por primera vez. Es el primer día de clases y con ese motivo se celebrará una misa solemne en la capilla del Liceo, en presencia de los maestros y de todos los alumnos.

Acompañado por su hermano mayor, que está ya en quinto año, Volodia cruza el umbral del lúgubre edificio en que durante ocho años tendrá que pasar la mitad de sus días. El aspecto exterior no tiene nada de alentador. Una fachada lisa y monótona entrecortada por ventanas sin alegría: veintidós en la planta baja y veinticinco en el primer piso. Pero en el interior hay un gran patio en el que será cómodo jugar a los guerrilleros y a los bandidos del Volga. Y, además, el piso del inmenso corredor al cual dan las clases está encerado a la perfección: una verdadera pista de patinaje. ¡Qué bellas patinadas en perspectiva!

Mientras el pope implora la bendición divina para la juventud estudiosa y para sus maestros bienamados, Volodia, perdido entre la multitud de alumnos, se pone de puntillas y observa curioso a los asistentes con sus ojillos traviesos y maliciosos. En primera fila, encabezando al personal pedagógico, está el director del Liceo, su excelencia el consejero de Estado Fédor Kerenski, un amigo de su padre. A continuación, el inspector, los profesores, los vigilantes, siluetas de funcionarios barbudos y obsequiosos, algunos de los cuales lucen condecoraciones en sus levitas adornadas con botones dorados y el águila imperial.

Las clases comenzaron al día siguiente. Volodia se familiarizó muy rápidamente con el ambiente escolar. La distancia de su casa al Liceo no era grande. Al principio, la señora Ulianov mandaba a los dos muchachos juntos. Alejandro, serio y pausado, caminaba tranquilamente, sin apresurarse, pero seguro de llegar puntual. Volodia, que trotaba con pasos cortos a su lado, se impacientaba y calculaba para sí que ese mismo trayecto hubiera podido hacerse en la mitad del tiempo empleado. Desde entonces, se las arreglaba, con diferentes pretextos, para dejar que Alejandro partiera solo por delante, y luego, a última hora, sujetándose en la espalda su cartapacio con gesto breve y decidido, se pone en camino. Como un verdadero deportista se señala a sí mismo los récords a lograr y que tratará de superar al día siguiente. Otra competencia. En una esquina de la calle surge un camarada, un "corredor" como él. Inmediatamente empieza una carrera loca : ¿quién llegará primero? En invierno es todavía más apasionante. La nieve proporciona a los competidores temibles armas de combate de las que hacen uso y abuso, hasta el grado de que en más de una ocasión se ven obligados a deslizarse subrepticiamente en clase detrás de la espalda del maestro.

Esas travesuras no perjudican, sin embargo, a su reputación de colegial. El pequeño Ulianov se destaca rápidamente como un alumno excelente. Uno de sus mayores que tuvo ocasión de observarlo de cerca en su clase ha conservado de él la siguiente impresión: "Muy atildado, con aspecto saludable, el cabello correctamente peinado, una frente amplia y ojos atentos. Se mantiene reservado, no se exhibe cuando la pregunta no va dirigida a él, pero contesta inteligente y detalladamente cuando le interrogan."

Naturalmente, los maestros no podían dejar de tener ciertos miramientos para el hijo del director de Enseñanza Primaria, que podía convertirse un día en auxiliar del rector de la Academia de que dependían; pero dejando a un lado esas consideraciones de carácter privado, era imposible negar la evidencia: se trataba de una naturaleza excepcionalmente dotada. Gracias a su memoria extraordinaria, gracias a su facultad singular para captar la explicación del profesor y asimilar en seguida lo esencial, Volodia aprendía por adelantado, al escucharla, la lección del día siguiente. Al regresar a casa terminaba sus tareas en unos cuantos instantes, cuenta su hermana Ana, y mientras ella y Alejandro, armados de sus manuales y de sus cuadernos de notas, se instalaban para trabajar en la gran mesa del comedor, Volodia emprendía ya la serie de sus ejercicios deportivos acostumbrados: caminaba con las manos, tan pronto se transformaba en tigre como en cazador del África, boxeaba con los pequeños, les asustaba imitando rugidos de animales salvajes, etc. La madre trataba en vano de calmarlo. El padre movía la cabeza con aire de desaprobación. De vez en cuando lo llamaba a su gabinete para interrogarle sobre alguna materia. Volodia contestaba con aplomo, muy seguro de sí mismo. Imposible pillarlo en falta. El padre lo dejaba ir, y se quedaba perplejo y algo inquieto. "Volodia es demasiado inteligente", le decía a su mujer.

Las vacaciones eran un encanto perpetuo para Volodia. Las pasaba con su familia en la propiedad de su abuelo materno, una quinta parte de cuya herencia había correspondido a la señora Ulianov.

 

Ver el documento completo en           Ver el ORIGINAL en PDF