ÍNDICE
Prefacio
TOMO I
Primera parte: EL ÁRBOL DE LA LIBERTAD
I Miembros ilimitados
II El cristiano y Lucifer
III "Las fortalezas de Satanás
IV El inglés nacido libre
V Plantar el árbol de la libertad
Segunda parte: LA MALDICIÓN DE ADÁN
VI La explotación
VII Los trabajadores del campo
VIII Artesanos y otros
IX Los tejedores
X Niveles de vida y experiencias
I. Bienes
II. Los hogares
III. Vida
IV. La infancia
XI El poder transformador de la cruz
I. Maquinaria moral
II. El milenarismo de la desesperación
XII La comunidad
I. Ocio y relaciones personales
II. Los rituales de la mutualidad
III. Los irlandeses
IV. Miríadas de la eternidad
TOMO II
Tercera parte. LA PRESENCIA DE LA CLASE OBRERA
XIII El Westminster radical
XIV Un ejército de desagraviados
I. La lámpara negra
II. La sociedad opaca
III. Las Leyes contra la Combinación
IV. Cultivadores y almacenistas
V. Los chicos de Sherwood
VI. Por orden del gremio
XV Demagogos y mártires
I. El desafecto
II. Problemas de liderazgo
III. Clubes Hampden
IV. Brandreth y Oliver
V. Peterloo
VI. La conspiración de Gato Street
XVI Conciencia de clase
I. La cultura radical
II. William Cobbett
III. Garlile, Wade y Gast
IV. El Owenismo
V. "Una especie de máquina"
Nota bibliográfica
Agradecimientos
PREFACIO
Este libro tiene un título un tanto tosco, pero que cumple su cometido. Formación, porque es el estudio de un proceso activo, que debe tanto a la acción como al condicionamiento. La clase obrera no surgió como el sol, a una hora determinada. Estuvo presente en su propia formación.
Clase, en lugar de clases, por razones cuyo examen es uno de los objetivos del libro. Existe, por supuesto, una diferencia. «Clases trabajadoras» es un término descriptivo, que elude tanto como define. Pone en el mismo saco de manera imprecisa un conjunto de fenómenos distintos. Aquí había sastres y allí tejedores, y juntos componían las clases trabajadoras.
Por clase, entiendo un fenómeno histórico que unifica una serie de sucesos dispares y aparentemente desconectados, tanto por lo que se refiere a la materia prima de la experiencia, como a la conciencia. Y subrayo que se trata de un fenómeno histórico. No veo la clase como una «estructura», ni siquiera como una «categoría», sino como algo que tiene lugar de hecho (y se puede demostrar que ha ocurrido) en las relaciones humanas.
Todavía más, la noción de clase entraña la noción de relación histórica. Como cualquier otra relación, es un proceso fluido que elude el análisis si intentamos detenerlo en seco en un determinado momento y analizar su estructura. Ni el entramado sociológico mejor engarzado puede darnos una muestra pura de la clase, del mismo modo que no nos puede dar una de la deferencia o del amor. La relación debe estar siempre encarnada en gente real y en un contexto real. Además, no podemos tener dos clases distintas, cada una con una existencia independiente, y luego ponerlas en relación la una con la otra. No podemos tener amor sin amantes, ni deferencia sin squires ni jornaleros. Y la clase cobra existencia cuando algunos hombres, de resultas de sus experiencias comunes (heredadas o compartidas), sienten y articulan la identidad de sus intereses a la vez comunes a ellos mismos y frente a otros hombres cuyos intereses son distintos (y habitualmente opuestos a) los suyos. La experiencia de clase está ampliamente determinada por las relaciones de producción en las que los hombres nacen, o en las que entran de manera involuntaria. La conciencia de clase es la forma en que se expresan estas experiencias en términos culturales: encarnadas en tradiciones, sistemas de valores, ideas y formas institucionales. Si bien la experiencia aparece como algo determinado, la conciencia de clase no lo está. Podemos ver una cierta lógica en las respuestas de grupos laborales similares que tienen experiencias similares, pero no podemos formular ninguna ley. La conciencia de clase surge del mismo modo en distintos momentos y lugares, pero nunca surge exactamente de la misma forma.
Hoy en día, existe la tentación, siempre presente, de suponer que la clase es una cosa. Este no fue el sentido que Marx le dio en sus propios escritos de tipo histórico, aunque el error vicia muchos de los recientes escritos «marxistas». Se supone que «ella», la clase obrera, tiene una existencia real, que se puede definir de una forma casi matemática: tantos hombres que se encuentran en una determinada relación con los medios de producción. Una vez asumido esto, es posible deducir qué conciencia de clase debería tener «ella» (pero raras veces tiene) si fuese debidamente consciente de su propia posición y de sus intereses reales. Hay una superestructura cultural, a través de la cual este reconocimiento empieza a evolucionar de maneras ineficaces. Estos «atrasos» culturales y esas distorsiones son un fastidio, de modo que es fácil pasar desde esta a alguna teoría de la sustitución: el partido, la secta o el teórico que desvela la conciencia de clase, no tal y como es, sino como debería ser.
Pero en el otro lado de la divisoria ideológica se comete diariamente un error parecido. En cierto sentido, es una simple impugnación. Puesto que la tosca noción de clase que se atribuye a Marx se puede criticar sin dificultad, se da por supuesto que cualquier idea de clase es una construcción teórica perjudicial que se impone a los hechos. Se niega que la clase haya existido alguna vez. De otro modo, y mediante una curiosa inversión, es posible pasar de una visión dinámica de la clase a otra estática. «Ella» —la clase obrera— existe, y se puede definir con cierta exactitud como componente de la estructura social. Sin embargo, la conciencia de clase es una mala cosa inventada por intelectuales desplazados, puesto que cualquier cosa que perturbe la coexistencia armoniosa de grupos que representan diferentes «papeles sociales» (y que de ese modo retrasen el desarrollo económico) se debe lamentar como un «indicio de perturbación injustificado».[1] El problema reside en determinar cuál es la mejor forma de que a «ella» se la pueda condicionar para que acepte su papel social, y cuál es el mejor modo de «manejar y canalizar» sus quejas.
Si recordamos que la clase es una relación, y no una cosa, no podemos pensar de este modo. «Ella», no existe, ni para tener un interés o una conciencia ideal, ni para yacer como paciente en la mesa de operaciones del ajustador. Ni podemos poner las cosas boca abajo como ha hecho un autor que (en un estudio sobre la clase, que manifiesta una preocupación obsesiva por la metodología hasta el punto de excluir del análisis cualquier situación de clase real en un contexto histórico real) nos informa de lo siguiente:
Las clases se basan en las diferencias de poder legítimo asociado a ciertas posiciones, es decir, en la estructura de papeles sociales con respecto a sus expectativas de autoridad ... Un individuo se convierte en miembro de una clase cuando juega un papel social relevante desde el punto de vista de la autoridad ... Pertenece a una clase porque ocupa una posición en una organización social; es decir, la pertenencia de clase se deriva de la posesión de un papel social.[2]
El problema es, por supuesto, cómo este individuo llegó a tener este «papel social», y cómo la organización social determinada (con sus derechos de propiedad y su estructura de autoridad) llegó a existir. Y estos son problemas históricos. Si detenemos la historia en un punto determinado, entonces no hay clases sino simplemente una multitud de individuos con una multitud de experiencias. Pero si observamos a esos hombres a lo largo de un período suficiente de cambio social, observaremos pautas en sus relaciones, sus ideas y sus instituciones. La clase la definen los hombres mientras viven su propia historia y, al fin y al cabo, esta es su única definición.
Si he mostrado una comprensión insuficiente de las preocupaciones metodológicas de ciertos sociólogos, espero sin embargo que este libro sea considerado como una contribución a la comprensión de la clase. Porque estoy convencido de que no podemos comprender la clase a menos que la veamos como una formación social y cultural que surge de procesos que sólo pueden estudiarse mientras se resuelven por sí mismos a lo largo de un período histórico considerable. En los años que van entre 1780 y 1832, la mayor parte de la población trabajadora inglesa llegó a sentir una identidad de intereses común a ella misma y frente a sus gobernantes y patronos. Esta clase gobernante estaba muy dividida, y de hecho sólo ganó cohesión a lo largo de los mismos años porque se superaron ciertos antagonismos (o perdieron su importancia relativa) frente a una clase obrera insurgente. De modo que en 1832 la presencia de la clase obrera era el factor más significativo de la vida política británica.
El libro está escrito del siguiente modo. En la Primera parte estudio las tradiciones populares con continuidad en el siglo XVIII, que tuvieron influencia en la agitación jacobina de la década de 1790. En la Segunda parte paso de las influencias subjetivas a las objetivas: las experiencias de grupos de obreros durante la Revolución industrial, que en mi opinión tienen una significación especial. También intento hacer una estimación del carácter de la nueva disciplina del trabajo industrial, y la relación que la iglesia metodista puede tener con aquélla. En la Tercera parte, recojo la historia del radicalismo plebeyo y la llevo a través del ludismo hasta la época heroica del final de las guerras napoleónicas. Al final, trato algunos aspectos de teoría política y de la conciencia de clase en las décadas de 1820 y 1830.
Esta obra es más un conjunto de estudios sobre temas relacionados, que una narración continuada. Al seleccionar estos temas he sido consciente, a veces, de que escribía contra la autoridad de ortodoxias predominantes. Está la ortodoxia fabiana, en la que se considera a la gran mayoría de la población obrera como víctimas pasivas del laissez-faire, con la excepción de un puñado de organizadores clarividentes (señaladamente, Francis Place). Está la ortodoxia de los historiadores de la economía empírica, en la que se considera a los obreros como fuerza de trabajo, como inmigrantes o como datos de las series estadísticas. Está la ortodoxia del «Pilgrim’s Progress», según la cual el período está salteado por los pioneros-precursores del Welfare State, los progenitores de una Commonwealth socialista, o (más recientemente) los primeros ejemplares de las relaciones industriales racionales. Cada una de estas ortodoxias tiene cierta validez. Todas han añadido algo a nuestro conocimiento. Mi desacuerdo con la primera y la segunda se debe a que tienden a oscurecer la acción de los obreros, el grado en que contribuyeron con esfuerzos conscientes a hacer la historia. Mi desacuerdo con la tercera es que interpreta la historia bajo la luz de las preocupaciones posteriores y no como de hecho ocurrieron. Sólo se recuerda a los victoriosos (en el sentido de aquellos cuyas aspiraciones anticipaban la evolución subsiguiente). Las vías muertas, las causas perdidas y los propios perdedores se olvidan.
Trato de rescatar al pobre tejedor de medias, al cosechador ludita, al «obsoleto» tejedor en telar manual, al artesano «utópico», e incluso al iluso seguidor de Joanna Southcott, de la enorme prepotencia de la posteridad. Es posible que sus oficios artesanales y sus tradiciones estuviesen muriendo. Es posible que su hostilidad hacia el nuevo industrialismo fuese retrógrada. Es posible que sus ideales comunitarios fuesen fantasías. Es posible que sus conspiraciones insurreccionales fuesen temerarias. Pero ellos vivieron en aquellos tiempos de agudos trastornos sociales, y nosotros no. Sus aspiraciones eran válidas en términos de su propia experiencia; y, si fueron víctimas de la historia, siguen, al condenarse sus propias vidas, siendo víctimas.
Nuestro único criterio no debería ser si las acciones de un hombre están o no justificadas a la luz de la evolución posterior. Al fin y al cabo, nosotros mismos no estamos al final de la evolución social. En algunas de las causas perdidas de las gentes de la Revolución industrial podemos descubrir percepciones de males sociales que tenemos todavía que sanar. Además, la mayor parte del mundo está todavía hoy sufriendo problemas de industrialización y de formación de instituciones democráticas, análogas en muchas formas a nuestra propia experiencia durante la Revolución industrial. Todavía se podrían ganar, en Asia o en Africa, causas que se perdieron en Inglaterra.
Finalmente una nota de disculpa para los lectores escoceses y galeses. He omitido estas historias, no por chauvinismo, sino por respeto. Precisamente porque la clase es una formación tanto cultural como económica, he sido cauteloso en cuanto a generalizar más allá de la experiencia inglesa. (He tomado en consideración a los irlandeses, no en Irlanda, sino como inmigrantes en Inglaterra.) La historia de Escocia, en particular, es tan terrible y atormentada como la nuestra. La agitación jacobina en Escocia fue más intensa y más heroica. Pero la historia escocesa es sensiblemente diferente. El calvinismo no era lo mismo que el metodismo, aunque es difícil decir cuál era peor a principios del siglo XIX. En Inglaterra no teníamos un campesinado comparable a los emigrantes de las Highlands y la cultura popular era muy distinta. Es posible, al menos hasta la década de 1820, considerar como algo distinto las experiencias inglesa y escocesa, puesto que los vínculos de tipo sindical y político eran pasajeros e inmaduros.
Este libro se escribió en el Yorkshire, y a veces está ilustrado con fuentes del West Riding. Mis más efusivos agradecimientos son para la Universidad de Leeds y para el profesor S.G. Raybould por permitirme, hace algunos años, iniciar la investigación que ha dado lugar a este libro; y a los administradores de Leverhulme por la concesión de una beca de investigación que me ha permitido completar el trabajo. También he aprendido mucho de los que participaban en mis clases reducidas, con quienes he discutido muchos de los temas que aquí se tratan. También merecen mis agradecimientos los autores que me han permitido citar fuentes manuscritas y con derechos de autor; los agradecimientos particulares se encuentran al final de la primera edición del libro.
Tengo que dar también las gracias a muchos otros. Christopher Hill, el profesor Asa Briggs y John Saville criticaron partes del libro cuando aún era un borrador, aunque no son responsables en modo alguno de mis opiniones. R.W. Harris mostró una gran paciencia editorial cuando el libro sobrepasó el límite de páginas de la colección para la que había sido encargado en un primer momento. Perry Anderson, Denis Butt, Richard Cobb, Henry Collins, Derrick Crossley, Tim Enright el doctor E.P. Hennock, Rex Russell, el doctor John Rex, el doctor E. Sigsworth y H.O.E. Swift me han ayudado en diferentes aspectos. Y también tengo que dar las gracias a Dorothy Thompson, historiadora con quien estoy relacionado por el accidente del matrimonio. He discutido cada uno de los capítulos con ella, y he estado en situación inmejorable para tomar prestadas no sólo sus ideas, sino material de sus cuadernos de notas. Su colaboración no se encuentra en este o aquel aspecto particular, sino en la forma en que se ha enfocado todo el problema.
Halifax, agosto de 1963
PREFACIO A LA EDICIÓN DE 1980
Cuando Víctor Gollancz Ltd y yo firmamos un contrato, en agosto de 1959, era para realizar un libro sobre la «Política de la clase obrera, 1790-1921», que iba a tener «aproximadamente 60.000 palabras de extensión». Este es, supongo, el primer capítulo de aquel libro, y estoy agradecido a los editores porque recibieron mi voluminoso y desaliñado manuscrito con buen humor y de forma alentadora. Si miro hacia atrás me quedo perplejo al darme cuenta de cuándo y cómo se escribió este libro, puesto que en los años 1959-1962 estaba también profundamente implicado en el trabajo de la primera Nueva Izquierda, la Campaña en favor del Desarme Nuclear, etcétera. Escribir esta obra sólo fue posible..................