CONTENIDO

Agradecimientos

Introducción

Petitio principii

¿Oportunidad o imperativo?

PRIMERA PARTE. HISTORIAS DE LA TRANSICIÓN

I. EL MODELO MERCANTILISTA Y SU LEGADO

     El modelo mercantilista

     A partir del modelo mercantilista clásico

     Una excepción destacable: Karl Polanyi

     El antieurocentrismo

II. LOS DEBATES MARXISTAS

     El enfoque de Marx acerca de la transición

     El debate en torno a la transición

     Ferry Anderson sobre el absolutismo y el capitalismo

III. ALTERNATIVAS MARXISTAS

     El debate Brenner

     Brenner y la «revolución burguesa»

     E. P. Thompson

     En resumen

SEGUNDA PARTE. EL ORIGEN DEL CAPITALISMO

IV. ¿COMERCIO O CAPITALISMO?

     La ciudad y el comercio

     El comercio de las necesidades básicas

     Florencia y la república holandesa

V. EL ORIGEN AGRARIO DEL CAPITALISMO

     El capitalismo agrario

     El auge de la propiedad capitalista y la ética del «mejoramiento»

     Los cercamientos

     La teoría de la propiedad de Locke

     Lucha de clases y revolución burguesa

TERCERA PARTE. MÁS ALLÁ DEL CAPITALISMO AGRARIO

VI. MÁS ALLÁ DEL CAPITALISMO AGRARIO

     La edad dorada del capitalismo agrario

     ¿Era el capitalismo agrario verdaderamente capitalista?

     La dependencia del mercado y el nuevo sistema mercantil

     Del capitalismo agrario al capitalismo industrial

VII. EL ORIGEN DEL IMPERIALISMO CAPITALISTA

     El imperialismo precapitalista

     Irlanda: ¿un nuevo imperialismo capitalista?

     El imperio y la ideología del mejoramiento

     ¿De cercamientos a imperio?

VIII. EL CAPITALISMO Y EL ESTADO-NACIÓN

     El estado territorial soberano en la Europa precapitalista

     El estado en la Inglaterra capitalista

     El capitalismo y las relaciones internacionales

     El capitalismo y el estado-nación

IX MODERNIDAD Y POSMODERNIDAD

     Modernidad versus capitalismo: Francia e Inglaterra.

     La posmodernidad

CONCLUSIÓN

BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN

 

La «caída del comunismo», proclamada a finales de la década de los ochenta y durante la de los noventa del siglo pasado, parecía confirmar una creencia compartida por muchos durante largo tiempo: el capitalismo es el estado natural de la humanidad, se adapta a las leyes de la naturaleza y a las inclinaciones básicas del ser humano, y toda desviación de esas leyes e inclinaciones naturales solo puede acabar en desastre.

Es obvio que, hoy en día, el triunfalismo capitalista que siguió a dicha caída del comunismo puede ponerse en cuestión por numerosas razones. Mientras escribía la «Introducción» a la primera edición de este libro, el mundo se recuperaba de la crisis asiática. En la actualidad, las secciones financieras de la prensa diaria contemplan con nerviosismo los indicios de una recesión en Estados Unidos, mientras redescubren los ciclos del capitalismo de toda la vida y que aseguraban eran ya cosa del pasado. El periodo histórico entre ambos episodios se ha visto salpicado en diversas partes del mundo por una serie de manifestaciones efectistas que se describen con orgullo a sí mismas como «anticapitalistas» y, mientras que muchos de los que participan en ellas parecen inclinarse por disociar las maldades de la «globalización» o del «neoliberalismo» de la naturaleza esencial e irreductible del propio capitalismo, son muy claros con respecto al conflicto que el sistema provoca entre la satisfacción de las necesidades de las personas y las exigencias que plantea la obligación de obtener beneficios, tal como demuestran cuestiones como la creciente brecha entre ricos y pobres o la creciente destrucción ecológica.

El capitalismo ha conseguido siempre en el pasado superar sus crisis recurrentes, pero dejando siempre la tierra abonada para que emerjan otras aún peores. Sea cuales hayan sido los medios empleados para limitar o corregir el daño provocado, millones de personas han sufrido las consecuencias nocivas tanto de la enfermedad como de su tratamiento.

Quizá las debilidades y contradicciones cada vez más evidentes del sistema capitalista lleguen a convencer incluso a alguno de sus defensores más acríticos de que es necesario encontrar una alternativa. Sin embargo, la convicción de que no hay ni puede haber alternativa alguna está profundamente arraigada, sobre todo en la cultura occidental. Dicha convicción no solo cuenta con el respaldo de las versiones más descaradas de la ideología capitalista, sino también de algunas de nuestras creencias más preciadas e incontestables relativas a la historia, y no me refiero a la historia del capitalismo, sino a la historia en general. Como si el capitalismo hubiera sido siempre el destino del devenir histórico, o incluso como si el devenir de la propia historia se hubiera regido siempre por las «leyes del movimiento» capitalista.

 

PETITIO PRINCIPII

 

El capitalismo es un sistema en el que todos los bienes y servicios, incluidos los más básicos para la vida, se producen para ser intercambiados de un modo rentable; incluso la fuerza de trabajo se convierte en una mercancía a la venta en el mercado; bajo el sistema capitalista, todos los actores económicos dependen del mercado. Esta dinámica no solo afecta a los trabajadores, que deben vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, sino también a los capitalistas que dependen del mercado para comprar sus inputs, incluida la fuerza de trabajo, y para vender su outputs para obtener beneficios. El capitalismo difiere de otras formas de organización social en que los productores dependen del mercado para acceder a los medios de producción (al contrario que, por ejemplo, el campesinado que mantiene la propiedad directa de la tierra, al margen del mercado). Bajo este sistema, los propietarios no pueden confiar en que los poderes «extraeconómicos» de apropiación recurran a la coerción directa —como en el caso de los poderes militar, político y judicial que permitieron a los señores feudales extraer la plusvalía del trabajo de los campesinos—, sino que dependen de los mecanismos puramente «económicos» del mercado. Este mecanismo de dependencia del mercado implica que la vida se rige por las reglas fundamentales de la competitividad y la maximización del beneficio. De esas reglas se deriva que el único motor del sistema capitalista es aumentar la productividad del trabajo con recursos técnicos. Por encima de todas las cosas, es un sistema en el que los trabajadores desposeídos realizan el grueso del trabajo necesario para la sociedad y están obligados a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, para así acceder a los medios para subsistir y para trabajar. Los trabajadores, a la vez que proveen lo necesario para que la sociedad satisfaga sus necesidades y deseos, indisociablemente están generando ganancias para quienes compran su fuerza de trabajo. De hecho, la producción de bienes y servicios está subordinada a la producción del capital y del beneficio capitalista. Es decir, el objetivo básico del sistema capitalista es la producción y la reproducción del capital.

Esta forma específica de proveer las necesidades materiales de los seres humanos, tan distinta de las anteriores formas de organización de la vida material y de la reproducción social, tiene muy poco tiempo de vida, apenas una fracción del conjunto de la existencia humana en la Tierra. Incluso quienes insisten con vehemencia en afirmar que el sistema radica de la naturaleza humana misma y de una continuidad natural de determinadas prácticas humanas desde tiempos inmemoriales no se atreverían a afirmar que el capitalismo realmente existiera antes de principios de la Edad Moderna, y, dicho sea de paso, solo en Europa occidental. Es posible que estos enfoques vean algún indicio en etapas anteriores, o que identifiquen sus inicios en la Edad Media, en forma de amenaza sobre un orden feudal en declive, aunque aún sujeto a las restricciones feudales; incluso puede que detecten algún indicio en la expansión del comercio o en los viajes del Descubrimiento, por ejemplo, en las expediciones de Colón a finales del siglo XV. Algunos se referirían a estas etapas tempranas como «protocapitalistas», pero muy pocos serían capaces de afirmar en serio que el sistema capitalista existiera antes de los siglos XVI y XVII, y algunos lo situarían más bien a finales del XVIII, en el XIX incluso, cuando se desarrolla hasta adquirir su forma industrial.

No obstante, paradójicamente, las fuentes históricas sobre la emergencia de este sistema han tendido mayoritariamente a definirlo como la materialización natural de tendencias omnipresentes. Desde que los historiadores empezaran a abordar por primera vez la cuestión de la emergencia del capitalismo, rara es la interpretación de la cuestión que no haya empezado precisamente por dar por sentado aquello que requería ser explicado. Prácticamente sin excepción, dichas interpretaciones sobre el origen del capitalismo han seguido una lógica fundamentalmente circular: han dado por supuesta la existencia previa del capitalismo para así dar cuenta de su emergencia. Para explicar la tendencia típica del capitalismo hacia la maximización del beneficio, han dado por supuesta la existencia de una racionalidad universal basada en esa maximización del beneficio. Del mismo modo, para explicar la tendencia del capitalismo a incrementar la productividad del trabajo con medios técnicos, han dado también por supuesta una progresión continua, casi natural, del avance tecnológico en la productividad del trabajo.

Estas explicaciones de petitio principii emanan del concepto de progreso de la economía política clásica y de la Ilustración. Ambas basan el desarrollo histórico en la idea de que tanto la emergencia como el desarrollo del capitalismo están prefigurados ya en las primeras manifestaciones de la racionalidad humana, en los avances tecnológicos que arrancaron desde el momento en que el Homo sapiens blandiera la primera herramienta, y en las prácticas de intercambio entre seres humanos desde tiempos inmemoriales. Sin lugar a duda, el viaje de la historia hasta ese destino final, el destino de la «sociedad mercantil» o capitalismo, ha sido largo y arduo y se ha topado con innumerables obstáculos por el camino. Pero, en cualquier caso, ha sido un proceso natural e inevitable. De modo que, según estos enfoques, la explicación del «origen del capitalismo» no requiere mayor explicación que la que aporta la superación a veces gradual y otras de manera repentina, fruto de la violencia revolucionaria, de los muchos obstáculos en su camino.

Para la mayor parte de las explicaciones sobre el capitalismo y sus orígenes realmente no hay tales orígenes. Aparentemente, el capitalismo existió desde siempre, en algún lugar; bastaba con que se liberara de sus cadenas, por ejemplo, de los grilletes del feudalismo, para poder crecer y desarrollarse. Por lo general, dichas cadenas son de carácter político: los poderes parasitarios de los señores, o las restricciones del Estado autocrático. En otras ocasiones, son de origen cultural o ideológico: una religión errónea, quizá. Dichas restricciones limitan el libre movimiento de los actores «económicos», la libertad de expresión de la racionalidad económica. Estas interpretaciones identifican lo «económico» con el intercambio o los mercados; y precisamente es ahí donde podemos detectar el supuesto del que parten: la semilla del capitalismo se alberga en los actos más primitivos del intercambio, en cualquier forma de mercado o actividad mercantil. Algo que conecta habitualmente con la otra presuposición: la historia consiste en un proceso prácticamente natural de desarrollo tecnológico. De un modo u otro, el capitalismo emerge de forma más o menos natural donde y cuando los mercados en expansión y el desarrollo tecnológico alcanzan el nivel adecuado, y permiten que se acumule la cantidad suficiente de riqueza como para permitir una reinversión rentable. Muchas interpretaciones marxistas coinciden con esta en lo fundamental, con el añadido de las revoluciones burguesas y su contribución a romper los grilletes que obstaculizan el desarrollo capitalista.

Estas explicaciones acaban haciendo hincapié en la continuidad entre las sociedades no capitalistas y las capitalistas, y niegan o disfrazar la especificidad del capitalismo. El intercambio ha existido más o menos desde siempre, y pudiera parecer que el mercado capitalista no sea más que una forma más que este adopta. Desde el punto de vista de esta argumentación, dado que la necesidad específica y única de revolucionar constantemente las fuerzas de producción no es más que una extensión y aceleración de las tendencias universales y transhistóricas, casi naturales, la industrialización es el resultado inevitable de las inclinaciones más básicas de la humanidad. De modo que el linaje capitalista pasa de forma natural del primer mercader babilonio, al burgher medieval, hasta el incipiente burgués moderno, para desembocar en el capitalista industrial.[2]

Determinadas interpretaciones marxistas de esta historia reproducen una lógica similar, incluso a pesar de que en sus versiones más recientes el relato tiende a centrarse en el campo y no en la ciudad, y sustituye a los comerciantes por productores rurales de mercancías, pequeños o «medianos» granjeros que esperan a que se les presente la oportunidad de convertirse en esplendorosos capitalistas. Según este relato, la pequeña producción mercantil, una vez liberada de las bridas del feudalismo ..............................

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