Contenido
Primera parte
7 .... Una visita inesperada
24 .... Primeros disgustos y primeras misiones
36 .... Acontecimientos de la aldea Pidgirne
42 .... La trampa de Kubis
48 .... El álbum del comandante Schulz
62 .... Reflexiones junto a la ventanilla del tren
71 .... Mademoiselle Mónica accede
89 .... La Gestapo se interesa por la persona de Goldring
107 .... El comandante Miller quiere trabar amistad con Goldring
137 .... Pescadores y pescaditos
154 .... Al borde de la muerte
180 .... Mónica parte a Bonneville
Segunda parte
191 .... El misterio del Valle Maldito
200 .... Los duros días del general Ewers
212 .... Adversario y amigo siguen la pista
226 .... Encuentro junto a un lago de montaña
239 .... Miller obtiene el premio
251 .... Heinrich ejecuta la sentencia
271 .... Noviazgo que semeja un velorio
292 .... Los amigos se vuelven a encontrar
330 .... Un viaje a la barrera del Atlántico
352 .... Repercusiones lejanas de grandes acontecimientos .
Tercera parte
377 .... Hilos finos de un grarrovillo
395 .... En vísperas de misiones nuevas
415 .... Conversaciones confideciales
427 .... Nuevos amigos, nuevos enemigos
438 .... Heinrich diplomático
460 .... El desquite
479 .... Kuois se preocupa por el futuro
511 .... Boda y muerte
523 .... Lemke empieza a sospechar
544 .... Acontecimientos alarmantes de un día de abril
569 .... Epilogo
Una visita inesperada
El teléfono sonó con insistencia durante largo rato. En otros tiempos el coronel Berthold, jefe de la sección I-Z, ya se habría lanzado al aparato, saltando del sofá donde estaba recostado. Pero esta vez ni siquiera se movió y siguió acostado como antes con los ojos cerrados, con lo que daba la impresión de estar dormido.
El Hauptmann Kockenmüller, edecán del coronel, llamó varias veces a la puerta del despacho y al no obtener respuesta la entreabrió un poco. El coronel seguía tendido en el sola con los ojos cerrados. Entonces la volvió a entornar suavemente para no turbar la calma de su jefe.
Kockenmüller sabía que Berthold se había pasado en vela la noche anterior y sólo después de la llamada de Himmler a la madrugada llegó a conciliar el sueño. El edecán no alcanzó a oír toda la conversación telefónica de Berthold, porque al ver al coronel plantado delante del aparato en posición de firme hablando tan respetuosamente con su interlocutor, se retiró del despacho en puntillas, sin olvidarse, claro está, de dejar la puerta entreabierta. Por las frases sueltas que llegaban a la habitación del Hauptmann se entendía fácilmente que esta conversación con Himmler era una agradable sorpresa para el coronel.
Claro que después de una conversación así, Berthold se podía dar el lujó de quedarse media hora a solas con sus pensamientos. Su actividad en esa Bielorrusia tan boscosa, que por esa causa resultaba especialmente peligrosa para el ejército del Führer, había sido dignamente valorada por el mando supremo; Himmler así se lo dio a entender sin ambigüedades al decirle que se le estaba preparando un campo mucho más amplio de actividad. ¡Era un motivo más que suficiente para cambiar de rutina y ponerse a soñar!
En realidad Willy Berthold no era ningún soñador. Como oficial de profesión del servicio secreto alemán al que le había consagrado toda su vida, su única aspiración era prosperar en la carrera y asegurar con ello el bienestar de su pequeña familia. Pero la conversación que acababa de mantener le hizo avivar un tanto la imaginación. ¡No era para menos! De repente se le presentaba la oportunidad de abandonar esas tierras tan inhospitalarias. En su vida Berthold se hubiera atrevido jamás y por ningún motivo a pedir su transferencia a parte alguna. Ello podría arruinar su carrera y perjudicar su reputación de oficial preocupado sólo en cumplir las órdenes del mando con absoluto desinterés personal. Pero ahora, cuando el propio Himmler...
Una nueva llamada telefónica interrumpió estas agradables reflexiones.
"¿Quién podrá ser tan temprano?", cruzó por la mente de Berthold y en ese mismo instante oyó golpear suave, pero insistentemente a la puerta de su despacho.
— ¡Adelante! — musitó con negligencia el coronel sin abrir los ojos.
Le llaman por tercera vez desde el mando de la división doce — pronunció en voz baja Kockenmüller.
— ¿Qué hay? — Berthold miró por entre los párpados semientornados la figura tiesa del edecán y no pudo dejar de notar que la noche pasada en vela casi no había dejado huellas en el Hauptmann. Su pelo ralo estaba como siempre alisado con gomina, sus mejillas prolijamente afeitadas, y sus grandes ojos descoloridos no demostraban fatiga alguna.
— La noche anterior se pasó a nuestro lado un oficial ruso. Al encontrarse en el mando de la división doce se negó a dar explicaciones de ninguna especie e insistió en ser traído a su presencia, señor coronel.
— ¿A la mía?
— Sí, señor coronel. No sólo demostró estar al tanto de su apellido y cargo, sino incluso de su nombre.
— ¿Qué-é? — Berthold se sentó en el sofá asombrado. — Cosa rara efectivamente — consintió Kockenmüller—. ¿De dónde puede saber su apellido un oficial ruso?
— Peor aún, ¡mi nombre!
— De cualquier forma me atrevo a aconsejarle que se cuide, mi coronel. Porque no se excluye la posibilidad de que a ese oficial se le haya enviado en misión secreta con el fin de cometer un atentado contra usted.
— ¡Bah, sobreestima la importancia de mi persona, Herr Hauptmann. Un atentado contra un simple oficial que soy...
— Pero señor coronel...— intentó contradecir el edecán. — Se justificaría en el caso de que se tratara por lo menos del jefe de un cuerpo de ejército — continuaba diciendo Berthold sin escucharle.
— El señor coronel debe tomar en consideración que no se trata de un simple oficial— observó con fogosidad Kockenmüller— sino de un oficial que tiene el honor de ser amigo personal de Himmler. Para los bolcheviques eso basta.
— ¿Usted cree?
— ¡Estoy seguro!
— ¿Qué le transmitió al mando de la división?
— Mandé traer los documentos del tránsfuga en su nombre y detenerlo hasta nueva orden.
— ¡Muy bien! ¿Trajeron los documentos?
— Sí, mi coronel.
— ¡Enséñemelos!
Kockenmüller salió rápidamente del despacho para volver al instante y dejar pasar delante suyo al jefe de brigada, un hombre rechoncho y corto de estatura.
— ¡Tengo orden de entregar este paquete en sus propias manos, señor coronel! — machacó el hombre al tenderle un tremendo sobre.
Después de desaparecer tras la puerta la figura del jefe de brigada, Berthold rasgó el sobre con-esmero y sacó con cuidado los documentos enviados. Eran éstos un gran mapa topográfico de la región de los hechos militares y una credencial de oficial ruso.
El coronel le echó una ojeada al mapa y se lo tendió en silencio al edecán. Éste lo fijó con chinches en una mesita y después de extraer la lupa de un cajón, se reclinó con todo su cuerpo sobre el mapa en busca de ciertos indicios secretos. Kockenmüller se enfrascó tanto en su análisis que se sobresaltó al oír la voz de su jefe.
— ¿No le parece que las facciones de este tránsfuga no son típicas para un ruso?
Kockenmüller se le acercó al jefe por la espalda para mirar la fotografía.
— Ko-ma-rov...— silabeó el nombre por encima de su hombro y nuevamente dejó correr su mirada por la foto —. Sí, señor coronel; parece la cara de un europeo, yo diría hasta la de un ario. Fíjese en esa frente alta y esa nariz recta y aristocrática.
— ¡Comuníquese con la sección de operaciones para que me traigan aquí al tránsfuga!
Recostándose en el respaldo del sillón, Berthold volvió a cerrar los ojos para revivir en la memoria cada frase de su conversación matutina con Himmler. Pero el estado de ánimo agradable y soñador no quería volver. Quizás la culpa la tuviese la voz de Kochkenmüller, cuyo agudo timbre le llegaba a ráfagas de la habitación contigua. ¡Cuánto tarda en comunicarse con la sección de operaciones! ¡Y ahora ese tránsfuga! ¿Por qué insistirá en quererlo ver a él nada más? De cualquier forma todo se aclarará muy pronto.
El coronel volvió a abrir la tarjeta militar y observó detenidamente la foto de la persona que iba a comparecer ante él de un minuto para otro. Un rostro atractivo por cierto. ¿Adónde habría visto antes esa boca chica de labios apretados?
— ¡Su orden está cumplida, señor coronel! — informó Kockenmüller desde la puerta y agarrando una silla la plantó en medio de la pieza.
— Cuando usted lo invite a sentarse aquí, yo estaré en el sillón junto a la mesa —. Kockenmüller frunció el ceño, haciendo detener la mirada en la silla para volverla a deslizar por el sillón.— Por la tanto, entre usted y el tránsfuga habrá una persona dispuesta a defenderlo en cualquier momento.
El Hauptmann desabrochó la pistolera y examinó el arma.
— Bah, no creo que lleguemos a eso, aunque...
Al oír pasos en la habitación contigua, Kockenmüller abrió la puerta. En el umbral apareció el subjefe de la guardia del estado mayor.
— ¡Señor coronel, su orden de hacer llegar al tránsfuga ruso está cumplida!
— ¡Que entre!
— ¿Bajo convoy?
— No, deje la guardia tras la puerta. Está desarmado, ¿no?
— Sí, señor coronel
El primer teniente desapareció detrás de la puerta y acto seguido dejó penetrar en el despacho a un joven de estatura mediana, de unos veinte o veintidós años, en uniforme de teniente del Ejército Soviético.
Berthold deslizó rápidamente la mirada por la cara del recién llegado y luego por la tarjeta militar que tenía sobre la mesa. No le cabían dudas de que delante de él se hallaba el original del que se había tomado la foto, aunque no tenía el cabello peinado para atrás como en la fotografía. Ahora lo tenía partido con una raya al medio y por eso los rasgos del delgado rostro tostado por el sol parecían aún más expresivos. Especialmente la nariz y la boca pequeña de labios finos y apretados.
— ¡Buenos días, señor coronel!— saludó el joven en perfecto alemán al talonear.-
Por unos segundos reinó el silencio. Por entre los párpados semiabiertos, Berthold observaba atentamente la cara del recién llegado, como si palpara con la vista cada rasgo suyo. El tránsfuga soportó tranquilamente esa mirada. Berthold pareció captar una cierta sonrisa en los grandes ojos de un castaño claro.
— ¡Buenos días, señor Komarov! — exprimió por último el coronel.
— ¿Esta noche usted se pasó de los rusos a nuestro lado e hizo todo para encontrarse conmigo?
— ¡Exactamente! Esta madrugada pasé la línea de la frontera e insistí en que se me diera audiencia con el coronel Berthold.
— ¿Usted le conoce personalmente? — preguntó el coronel, echando una mirada significativa al edecán.
— Si, yo le conozco a usted personalmente.
— ¿Pero de dónde? — Berthold ni siquiera intentó disimular su asombro— Y, dígame, ¿por qué quería verme a mí y no a otro?
El tránsfuga dio un paso hacia adelante. Kockenmüller se puso todo en tensión. Sus dedos se crisparon en la culata de la pistola.
— Le quiero pedir permiso para sentarme. El señor Hauptmann puede quedarse tranquilo, ya que sabe muy bien de que estoy desarmado — dijo el tránsfuga con una sonrisa.
— Siéntese—. Berthold indicó la silla plantada en medio del cuarto.
Al tomar asiento, el joven, muy seguro de sí mismo, se puso a desentornillar el taco de su bota. Kockenmüller, por si acaso, le quitó la funda a la pistola y se la colocó sobre sus rodillas. ¡Vaya uno a saber el contenido de esa pequeña cajita metálica que extraía el tránsfuga de su taco! Pero el joven ya había abierto la cajita y hacía caer de allí unos papelitos en la palma de su mano.
— Haga el favor de entregárselos al coronel — solicitó, dirigiéndose a Kockenmüller.
El edecán tomó los papelitos sin quitarle de encima los ojos al misterioso ruso y se los llevó sobre la mano tendida al escritorio de su jefe. Mientras tanto el recién llegado miraba con aire indiferente el despacho, con lo que tranquilizó definitivamente a Kockenmüller. Y más aun al notar los asombrosos cambios que se producían en la expresión de la cara de su jefe.
— ¿Qué-é-é? — exclamó Berthold perplejo.
— Sí, señor coronel...— una sonrisa apenas perceptible cruzó por los labios del prófugo —. Tengo el honor de presentarme: ¡Heinrich von Goldring! — dijo, y de un salto se puso de pie cuadrándose.
— Pero ¿cómo?, ¿de dónde? — de un manotazo el coronel hizo a un lado el sillón y también se puso en píe.
— Se lo voy a explicar en seguida, pero quisiera hablar con usted a solas...
— Ah, pero claro...— la mirada de precaución del edecán le detuvo—. El Hauptmann Kockenmüller es mi mano derecha y usted puede hablar con toda franqueza, como si estuviéramos a solas... A propósito. ¿Usted fuma? ¡Sírvase!
El coronel corrió la caja de cigarros hacia el borde del escritorio. El tránsfuga se inclinó en silencio, le mordió la punta al cigarro y le dio varias bocanadas profundas, después de prenderlo del encendedor amablemente tendido por Kockenmüller.
— Discúlpeme. Hace mucho que no fumo.
— No se apure— dijo Berthold con gentileza.
— Es que esperé demasiado tiempo este encuentro con usted, señor coronel, para dilatar nuestra conversación, aunque sea por un minuto... Conforme a los documentos que, según veo, tiene ya estudiados, soy Komarov, Antón Stepánovich, teniente del Ejército Soviético... No. ¡No es ninguna artimaña! Me entregaron esta tarjeta militar personalmente en el estado mayor de la gran unidad, pese a que en realidad soy Heinrich von Goldring. hijo del bien conocido para usted barón Siegfried von Goldring que en su tiempo tuvo el honor de mantener relaciones muy estrechas y amistosas con usted, señor coronel.
Los ojos del joven se clavaron en el ancho rostro del coronel.
Berthold no pudo ocultar más su emoción. Hasta el propio edecán dejó ......................